La Franja Teatral, de la mano de Agnieska Hernández, dramaturga y directora, propone con Ana, la gente está mirando la sangre, un adiestramiento para entierro1. Nada menos que el entierro de Ana Mendieta, la niña cubana enviada junto a su hermana adolescente a Estados Unidos en la década de los 602, de la artista del land art —aunque no solo— que buscó con denuedo atar nuevamente, con su sensibilidad plasmada en obras conceptuales y de vanguardia, los lazos emocionales con su país de origen, restablecer el sentido de pertenencia a un “pequeño género humano”, ese que ninguna contingencia política tiene derecho de cercenar.
Ana, de 36 años, murió en circunstancias oscuras a las 5:30 de la madrugada del 8 de septiembre de 1985, cuando cayó del piso 34 de un edificio en Manhattan, en lo que puede haber sido un suicidio, un asesinato o un accidente. El 8 de septiembre, justamente el día en que los cubanos honran a la virgen de la Caridad del Cobre, patrona del país, Oshún para los practicantes de la Regla de Osha.
Allí, en el corazón de la ciudad de Nueva York, Ana atesoraba tierra cubana. Allí la artista conjuraba el desarraigo, la pena profunda de un pueblo escindido, allí ejercía el arte del dolor, de la reivindicación del origen.
Los hechos
Existen grabaciones en las que Carl Andre, la pareja de Ana, reconoce que la madrugada de su muerte tuvo una discusión acalorada con ella, y se apura a decir que la artista se lanzó al abismo por propia voluntad. Los vecinos testimoniaron que, antes de sentir el impacto de su cuerpo contra el techo de una charcutería de Mercer Street, la escucharon gritar “¡No!”. La policía encontró arañazos en los brazos y en el rostro de Andre, que parecen haber sido producidos por una pelea. Aun así, el artista resultó absuelto del delito de homicidio.
Es difícil de aceptar el veredicto de los jueces para los que amamos la obra de Ana, pero lo cierto es que no encontraron evidencias incontestables. Hay quien conjetura que, de haber sido estadounidense y no una inmigrante nacionalizada, otro pudo haber sido el resultado del juicio.
Ana se quejaba de la normalización social de la violencia. La gente no mira la sangre, decía; y la sangre en sus obras era símbolo de la feminidad abusada. Se cuenta que invitó a un grupo de personas a su casa. Ella esperaba, ensangrentada, sobre una mesa. Los convocados, al ver la puerta abierta y la sangre manando, seguían de largo. Contra esa indolencia, contra esa falta de conmiseración y empatía luchaba con sus armas de artista.
Con este hecho juega la dramaturga para titular su pieza, pues sabe o intuye que los transeúntes de aquel fatídico amanecer se quedaron consternados mirando la sangre de la muchacha cubana, reventada por la sordidez, la deshumanización social y el desamor.
Azazelo, un personaje de resonancias bíblicas, se duele de que tanto mar impida a la familia abrazarse. Hemos recibido un tajazo, dice. ¿En el cuerpo de la nación?
Claro que tratándose de Agnieska Hernández y de La Franja Teatral, la pieza no se circunscribe solo al ámbito biográfico de la artista. Trata de la Ana atormentada y lúcida, de su “salvaje” creatividad indetenible, pero también habla de la migración como fenómeno universal, de la segregación, de la violencia de género, de la suma de equívocos en la que los cubanos hemos estado sumidos por tantos años.
Así tenemos a Hansel y Gretel, niños migrantes de ahora mismo, tratando de alcanzar la tierra prometida en el lomo de la bestia metafórica, cruzando fronteras en Siberia, Serbia, México, el Darién… Ellos, niños de ahora mismo, ponen en venta sus casas, con recuerdos y sueños adentro.
Ana y su hermana Raquel son los Hansel y Gretel de entonces, trasplantados sin sus padres, mediante una inhumana acción “humanitaria”, a una lengua y un contexto cultural ajenos. Con 12 años, en un colegio de Chicago, un niño llama a Ana negra y puta. Ana, que en la Cárdenas de su infancia, en Cuba, pasaba por blanca. Lo han perdido todo las hermanas: la familia, el país, un particular modo de ocupar sitio en el mundo.
Ana y su hermana Raquel son los Hansel y Gretel de entonces, trasplantados sin sus padres, mediante una inhumana acción “humanitaria”, a una lengua y un contexto cultural ajenos. Con 12 años, en un colegio de Chicago, un niño llama a Ana negra y puta. A Ana, que en la Cárdenas de su infancia, en Cuba, pasaba por blanca. Lo han perdido todo las hermanas: la familia, el país, un particular modo de ocupar sitio en el mundo.
La obra mantiene un ritmo trepidante. La contradictoria dinámica entre Carl Andre y Ana Mendieta, dos polos opuestos en cuanto a concepción del arte: minimalista y aséptico, aquel; visceral y volcánica, ella. Las voces plurales, Celia Cruz incluida, que cantan y rememoran el archipiélago —¿paraíso?— perdido, los seres que se entrecruzan en una polifonía de voces, superposiciones de ideas; lo carnavalesco que no repara la hondura de la pena.
La obra mantiene un ritmo trepidante. La contradictoria dinámica entre Carl Andre y Mendieta, dos polos opuestos en cuanto a concepción del arte: minimalista y aséptico, aquel; visceral y volcánica, ella. Las voces plurales, Celia Cruz incluida, que cantan y rememoran el archipiélago —¿paraíso?— perdido, los seres que se entrecruzan en una polifonía de voces, superposiciones de ideas; lo carnavalesco que no repara la hondura de la pena. Es toda la obra un ejercicio de desenfadada poesía, con préstamos textuales, testimoniales, que impactan en la sensibilidad del espectador sin apenas darle tiempo a reponerse. Música espléndida en vivo —la marca de La Franja—, uno de los elementos constitutivos de nuestra nacionalidad.
La figura de Ana Mendieta crece por día. Es notable la influencia que tiene en artistas cubanos de ahora. Aquí, en su país, dejó obras en cuevas que merecen ser relocalizadas y preservadas, a pesar de que una buena parte de su arte, lo más performático, earth-body art —según su propia calificación— es de vocación efímera, como las siluetas de su cuerpo desnudo modeladas en barro, los trabajos con flores, las prácticas que se afincan en la ritualidad de la santería… Me gusta recordar de ella piezas como las esculturas rupestres (Guanaroca, la Venus negra), la serie de fotos en las que deforma la imagen de su rostro y su cuerpo desnudo presionándolo contra un cristal, rebelión contra la cosificación de la mujer, a lo que también se refiere el conjunto de autorretratos Sweating blood.
Excelente Lulú Piñera en el rol de Ana. Sobresalientes también Pedro Rojas como Carl Andre, Alejandra de Jesús en el papel de Moffitt, y Lissette de León como Azazelo; un elenco en general muy ajustado.
Ana, la gente está mirando la sangre, texto que obtuviera el Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera 2023, tuvo una brevísima temporada durante dos fines de semana de abril en el complejo cultural Bertolt Brecht. Es tanto el interés que ha despertado la puesta, que seguramente volverá en breve a la escena.
La obra tiene un tono y una exaltación ritual. Los tantos personajes —voces— que se superponen, tienen el ofertorio de una misa por todos, en la que cada cual puede ser el oficiante, el celebrado y hasta el cuerpo sacrificial.
Hacia el final de la pieza, Moffitt dice su salmo, una invocación a gritos para conjurar la adversidad histórica y para dar definitivo reposo a Ana, cuya obra seguirá batallando, aun si nuestras circunstancias mutaran, pues ella no hablaba —creaba— con la vista solo puesta en nosotros, sus prójimos más próximos, sino en la esencia perfectible de lo humano. Moffitt “baja” a Oshún para pedir por todos, por los que han desaparecido en el mar metafórico y en el otro, que nos cerca; por los que en este momento pueden estar a punto de desaparecer, por los que no deberían desaparecer nunca de ese modo, sino cuando lo dicte la ley de la vida. Pide por el público presente, por si alguno está a punto de cruzar los ríos, las selvas, las fronteras, verdaderas heridas que el hombre ha practicado sobre la piel del planeta.
Entonces cae el metafórico telón. El público ovaciona. La obra ha hablado de todos y por todos. Hay un silencio largo, conmovido.
- Training burial.
- Operación Peter Pan.