Las lluvias no han cesado en La Habana en este caprichoso y tórrido junio; aunque no solo en La Habana. Igual en muchas partes de la isla, y un poco más arriba, en la Florida, que no es Cuba pero que tiene —ya se sabe— muchos vasos comunicantes con la isla, y entre ellos, el clima.
Lo de La Habana, no obstante, resulta inusual, por la persistencia de las lluvias y su extensión en el tiempo.
No ha faltado quien haya endilgado a estas lluvias el adjetivo de “macondianas”. Quien haya comparado la capital de Cuba con el mítico escenario de Cien años de soledad, el pueblo garciamarquiano donde un buen día empezó a llover y no paró hasta casi cinco años después.
Cierto que ahora no han sido cinco años, pero tampoco dos o tres días de aguacero. Ni solo algunas tardes de tormentas repentinas y furiosas, de golpes de agua súbitos y copiosos imposibles de engullir por los sobrepasados desagües capitalinos.
Ha sido más que eso: días de lluvia o llovizna y cielo encapotado, con sus aguaceros y escampadas, seguidos por más días exactamente iguales. O bastante parecidos.
Los habaneros, resignados, han seguido en lo suyo aun con la lluvia. Con paraguas y capas, o sin ellas. En colas, paradas, aceras y portales; en guaguas atestadas, autos casi anfibios, bicicletas o a pie.
Mientras, los charcos se ceban y las calles se inundan, y el agua se empantana o corre, según la accidentada geografía urbana. A la par, la basura se acumula y desborda, flota o se descompone, empapada, fétida, junto a la misma gente que sigue su paso apresuerado para resolver el día a día.
A La Habana de estos días de lluvia nos acerca con su lente Otmaro Rodríguez. La ciudad que retrata —con su gente, y sus charcos y su basura desperdigada— más que del realismo mágico de García Márquez, habla de otro realismo, más sucio —literal y figurado—, más acuciante y gris.