En el corazón de La Pequeña Habana, en Miami, uno de los sitios más mencionados en conversaciones sobre la nostalgia cubana es el Domino Park. No es solo un lugar de juego, sino un reflejo de la vida de esta comunidad, de su cultura y sus memorias.
Una tarde estuve merodeando por el lugar, entre las mesas y los jugadores. El ambiente estaba cargado de risas, conversaciones y el inconfundible repiqueteo de las fichas. Me acerqué a observar el sitio en el que cada movimiento no solo era una jugada estratégica, sino una forma de mantener la conexión con Cuba.
El parque, oficialmente llamado Máximo Gómez, se encuentra en la esquina de la Calle 8 y la Avenida 15. Lleva el nombre de uno de los héroes de la independencia cubana, aunque todos lo conocen simplemente como el Parque del Dominó.
Es un espacio pequeño pero lo que le falta en tamaño lo compensa con la riqueza de las historias que allí se tejen entre hombres y mujeres, veteranos no solo en el juego, sino en la vida.
El parque fue fundado hace más de cuarenta años por un grupo de exiliados cubanos que, en su búsqueda de un sitio en el que recrear las tradiciones de su tierra, comenzaron a reunirse en esa esquina vacía. Allí, improvisaban mesas para jugar al dominó y, con el tiempo, el lugar fue tomando forma. Lo acondicionaron hasta transformarlo en el parque que conocemos hoy, techado y con comodidades para los jugadores.
Sin embargo, pese a la modernización, no ha perdido ese carácter de las esquinas de La Habana o Santiago de Cuba, donde se juega al dominó, ajedrez o damas, pero sobre todo se conversa y se recuerda.
No todos pueden participar en los juegos. Para ser parte de la comunidad, se necesita una membresía y cumplir con ciertos requisitos, como tener más de 55 años. Esto garantiza que quienes se sientan aquí son expertos en un juego que, para los cubanos, es emblema nacional.
Hay estrictas normas de comportamiento y vestimenta. El respeto es primordial. Un cartel lo deja claro: “No se permiten bebidas alcohólicas en el parque. Ni personas bajo los efectos del alcohol. Prohibido: estar sin camisa; tirar basura al suelo; gritar; escupir en el suelo; usar palabras obscenas; estar en camiseta o chancletas; armas blancas o de fuego. Los violadores de estas reglas estarán sujetos a suspensión de 2 a 4 semanas”.
El parque está abierto a los curiosos. Es un imán para los turistas que recorren la Pequeña Habana. Pasé entre las mesas, observando las partidas y tomando fotos. Las voces se alzaban con frases propias del juego: “Cierro con el doble uno” o “capicúa”. La risa se entremezclaba con comentarios irónicos que solo entendían aquellos inmersos en el particular mundo del dominó.
De repente, el ritmo se interrumpió. Una de las jugadoras, una señora de cabello rubio e impecable maquillaje, detuvo la partida al recibir una llamada desde Cuba. Su hija le daba la buena noticia: había recibido la visa y pronto podrían reencontrarse en Estados Unidos. La noticia corrió rápido, y todos en la mesa la celebraron como propia. La conversación, que comenzó siendo privada, se hizo pública en cuestión de segundos, y el parque entero pareció compartir la alegría de ese próximo reencuentro.
Alrededor de una mesa de dominó las conversaciones nunca faltan, aunque exista el dicho de que este pasatiempo lo inventó un mudo. Las palabras fluyen entre jugada y jugada, mientras las fichas caen con precisión. Se habla de todo: desde las noticias más recientes en la isla hasta los chismes que corren de boca en boca. Se comenta sobre Fulano, que se fue en balsa, o Mengano, que consiguió el parole. El béisbol ocupa un lugar central. Con una devoción especial por el equipo Industriales, aunque “hace años esté en baja”, hablaba un hombre con una camiseta de los Miami Heat. Las bromas no cesan, y a menudo las risas son tan sonoras como el golpe de las fichas contra la mesa.
Aunque estamos en Miami, en estas mesas se respira el pulso de Cuba. Es curioso cómo el tiempo parece difuminarse. El pasado y el presente se entrelazan en cada conversación que evoca la isla de ayer y la de hoy. Para los que están aquí, el dominó es más que un simple pasatiempo. Es un vehículo para revivir recuerdos, para volver a esas tardes en la esquina del barrio “al otro lado del charco”, como le escuché decir a uno de los jugadores mientras ganaba.
Ya son varias generaciones de cubanos las que han pasado por Domino Park a lo largo de más de cuatro décadas. Durante todo ese tiempo, cada partida ha sido una forma de mantener viva la identidad, de recrear aquellos espacios y momentos que quedaron atrás. El lugar se ha convertido en un refugio de memoria, donde se habla, se ríe, se recuerda y se sueña.
Mientras sigo caminando entre las mesas, las fichas de dominó continúan cayendo una tras otra, como si el juego nunca fuera a terminar. En este rincón de Miami, la nostalgia y la esperanza siguen siendo el hilo conductor que une dos mundos, dos orillas.