Cuando John Kerry visitó La Habana el pasado 14 de agosto, para formalizar el abanderamiento de la Embajada de Estados Unidos, se convirtió en el más alto dignatario que lo ha hecho desde que Richard Nixon estuviera en la capital cubana en 1955.
Aunque enmarcado en el habitual despliegue mediático que rodea a acontecimientos similares, no cabe dudar la significación histórica del 14 de agosto. Cuando se buscan los antecedentes, se descubre que antes de la Revolución, Cuba no era escala habitual de cancilleres norteamericanos ni de altos funcionarios del país vecino.
Las relaciones bilaterales no se manejaban por altos dignatarios como John Kerry, sino a nivel de funcionarios subalternos, seguramente a causa del estatus cuasi colonial de nuestro país. Las más recientes que se registraron fueron dos: en 1940 cuando Cordell Hull vino para asistir a una reunión de consulta de cancilleres de la región y, en 1945, que lo hizo Edward Stettinius, cuya visita fue recontada en la revista digital OnCuba.
Hay quien ha pretendido otorgarles a esas visitas una imaginaria connotación política pro democrática: ambas patentizaron “el apoyo de Estados Unidos a la democracia cubana”. Nada más alejado de la verdad.
Desde la perspectiva cubana, lo más importante de la visita de Kerry fue que contrariamente a lo sucedido en el pasado, el gobierno norteamericano puso énfasis en resaltar el clima (mutuamente) constructivo y de respeto de esta nueva etapa en las relaciones bilaterales. Resulta evidente que lo que acontecido el 14 de agosto fue consensuado entre dos Estados soberanos, incluyendo cuestiones de contenido como el discurso del Secretario de Estado y su conferencia de prensa conjunta con el Ministro de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, y asuntos más pedáneos como ubicar tres viejos autos norteamericanos en el Malecón, en pleno territorio cubano.
El acuerdo concreto más significativo al que se llegó fue el de la creación de una Comisión bilateral que desbroce el camino de la normalización. Esta medida es inteligente e imprescindible.
El discurso de John Kerry en la ceremonia de abanderamiento, se perfila como la nueva política de Estados Unidos hacia Cuba en este momento. La extensión de este trabajo no permite más de dos comentarios.
El primero tiene que ver con la pregunta que nos hacemos los cubanos: ¿abandonará Washington la pretensión de dictar los destinos de Cuba? El discurso ofrece dos claves contradictorias. Una poco feliz: “De hecho, estamos convencidos de que el pueblo de Cuba sería servido mejor con una democracia genuina, para poder expresar sus ideas, escoger a sus líderes, practicar su credo, donde el compromiso hacia la justicia social y económica se realiza más plenamente, con instituciones que deben dar respuesta a los que sirven, y que la sociedad civil independiente pueda florecer”.
El presupuesto detrás de esta formulación es que Estados Unidos tiene el derecho de juzgar quién tiene, o no, una “democracia genuina”. Dada nuestra historia común y las realidades del mundo contemporáneo, esta es una creencia ilusoria. Sin embargo, Kerry aclaró que “la política de Estados Unidos no será el yunque sobre el cual se forjará el futuro cubano.” Esto último se ajusta más a lo que debe suceder.
El segundo tiene que ver con un concepto muy citado por los medios: “Estamos seguros de que este es el momento de acercarnos como dos pueblos que ya no son enemigos ni rivales, sino vecinos”.
Siempre hemos sido vecinos. La vecindad es una situación que nos impone la geografía. Pero se puede ser buen vecino y se puede no serlo. En este sentido, vale la pena recordar una estrofa de un conocido poema de Robert Frost, The Mending Wall: “Good fences make good neighbors”. O sea: “Buenas cercas hacen buenos vecinos”. Esa sería una recomendación a recordar y respetar.