Hemos reconocido antes que la política de la hostilidad hacia Cuba ha sido un error. En primer lugar, porque nunca funcionó para alcanzar sus objetivos. Pero además porque fue contraproducente… Sabemos que la política cubana no se alinea automáticamente con los enemigos de Estados Unidos; y que no es justo haberla puesto en la lista de países terroristas, donde no la tiene ninguno de nuestros aliados.
Si Cuba se siente como una fortaleza sitiada, y teme que sus opositores estén al servicio de una potencia extranjera, quisiéramos reiterar que no tendrá ninguna razón para percibir ninguna amenaza de nuestra parte… Por eso hemos invitado a acompañarnos en este encuentro a un grupo de jóvenes estudiantes y profesores de universidades públicas, médicos, agricultores, empresarios, comunicadores, artistas, científicos, religiosos, de diversos estados, entre los cuales algunos ya han iniciado intercambios con Cuba por su cuenta, para que protagonicen este nuevo diálogo entre las sociedades civiles de ambas orillas. Un diálogo que no ha de limitarse, naturalmente, al sector no estatal, sino incluir a maestros primarios y secundarios, profesores universitarios, especialistas de la salud, periodistas de medios públicos, delegados del Poder Popular, diplomáticos, expertos de la ley y el orden público, dirigentes del PCC y la UJC, todos los que también constituyen el capital humano de la nueva Cuba.
Pudimos presenciar cómo la pasada Administración envenenó la atmósfera de entendimiento alcanzada en 25 meses de intensas negociaciones, y la recargó con el sonido y la furia propios de los peores momentos de la Guerra Fría; cerró las puertas del consulado en La Habana a los familiares de los inmigrantes cubanos en EE. UU.; restringió el tráfico aéreo entre nuestros aeropuertos y los de las provincias de Cuba; interrumpió la política de intercambio pueblo a pueblo; limitó de forma severa las remesas, y puso en crisis los canales para su envío; finalmente, alentó de soslayo la retórica hostil a la normalización dentro de la propia Cuba.
Así imaginaba yo, en los primeros cien días de su Administración, un discurso de Joe Biden en La Habana. Lo reproduzco aquí, no solo para ilustrar cómo uno se equivoca al inicio de un gobierno, sino para recordar las oportunidades perdidas y las políticas no rectificadas en su momento; y cómo la historia no deja de pasar la cuenta.
En honor a la verdad, cuando Biden y Harris tomaron posesión en enero de 2021, todos los pronósticos eran optimistas, no solo el mío. Desde “cualquier cosa será mejor que Trump” hasta “retomará las relaciones donde se quedaron con Obama”. Etcétera. Pero esas predicciones no eran sino cálculos y opiniones a partir del acercamiento EE. UU.-Cuba bajo Obama, de cuya Administración el nuevo presidente y numerosos designados en su nuevo gobierno habían formado parte. Sin embargo, no se sabía cómo esas mismas personas iban a actuar en sus nuevos roles, y en el contexto de un equipo de trabajo que iniciaba su primer mandato.
La ventaja que tenemos ahora en cuanto al futuro es que sí sabemos cómo se comportó el presidente Trump en su anterior gobierno; y cómo se comportó el de Biden. Veamos cuánto podemos extraer de un balance en frío, que nos permita pensar el presente y el futuro previsible, para no volver a equivocarnos, por exceso o por defecto.
La hostilidad de la Administración Trump no se hizo esperar. En los primeros cien días, el Departamento del Tesoro puso a Cuba en una lista de países propiciadores del lavado de dinero, y apenas cinco meses después de tomar posesión, el presidente proclamó en Miami “estar cancelando el acuerdo completamente unilateral del presidente Obama con Cuba”, limitando “firmemente el dinero que fluye hacia los servicios militares” [las remesas], así como “haciendo cumplir la prohibición del turismo” [las visitas individuales people to people y los cruceros].
En aquel rapto de “confraternidad cubano-americana” en el teatro Manuel Artime de Miami, el flamante presidente dejaría claro, sin embargo, que mantendría “las salvaguardias para evitar que los cubanos arriesguen sus vidas al viajar ilegalmente a EE. UU.” [la cancelación de pies secos/pies mojados], así como “nuestra Embajada abierta con la esperanza de que nuestros países puedan forjar un camino mucho más fuerte y mejor”.
La acción más radical en el viraje de Trump hacia Cuba ocurrió en agosto de su primer año: el affair de los “ataques sónicos” contra diplomáticos y representantes de EE. UU. en La Habana. Este asunto sirvió para reducir al mínimo el personal en su Embajada en La Habana y suspender de facto la tramitación de visas de inmigrantes, acordadas desde 1995.
No tengo espacio para detenerme aquí sobre el boom de especulaciones conspirativas desatado entre muchos comentaristas sobre las relaciones bilaterales, atribuyendo aquellos extraños y nunca verificados “daños neurológicos” de las supuestas víctimas a la acción subrepticia de un misterioso “factor externo” o interno (“el G2 cubano”).
La zafra del llamado “síndrome de La Habana”, cosechada por respetables agencias de noticias y publicaciones periódicas, y replicada rápidamente en Beijing y otros sitios propicios, con una verdadera nube de acciones encubiertas atribuidas a encarnaciones del imperio del mal (Rusia, Corea del Norte, Irán), se esfumó en la nada. No obstante, sus consecuencias directas en la interrupción del flujo migratorio cubano hacia EE. UU. y el efecto disuasorio entre posibles visitantes, extendido más de cinco años, fueron muy tangibles.
En noviembre de ese primer año, 2017, el Gobierno estadounidense lanzó su primera lista negra de “organismos y empresas cubanas prohibidas” (179), incluidos los ministerios MINFAR y MININT, agencias, empresas, hoteles, etc. Este index inquisitorial fue creciendo hasta alcanzar casi los 250. Creo que, a estas alturas, hay un solo hotel en La Habana en el que los estadounidenses de visita pueden alojarse legalmente.
El segundo acontecimiento que marcaría el alcance de la hostilidad de Trump hacia Cuba fue haber dejado de firmar la suspensión del Título III de la Ley Helms Burton, en mayo de 2019.
La decisión, que ni siquiera la Administración de George W. Bush había adoptado, dejaba la puerta abierta a un frenesí de litigios judiciales contra intereses de terceros países, que podían ser promovidos no solo por firmas de EE. UU. nacionalizadas en 1959-60, sino por cubanos afectados (y que en aquel momento no eran ciudadanos de EE. UU.), incluidos, digamos, miembros de la dictadura de Batista cuyas propiedades malversadas fueron confiscadas en 1959. Naturalmente, la mayoría de los expertos auguraba una ola de litigios contra numerosos inversionistas extranjeros y socios comerciales de Cuba.
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Es difícil medir el efecto psicológico inhibitorio que esta aplicación del Título III de la Helms-Burton pudo tener, en 2019 y con posterioridad, sobre esos negocios potenciales. Sin embargo, las expectativas sobre la ola de juicios no se cumplió; y algunos que parecieron incoarse pudieron resolverse por acuerdo entre las partes.
Esta constatación no subestima su impacto negativo, solo intenta establecer la eficacia y alcance de estas medidas hostiles. Un ejemplo al canto fue el litigio contra grandes empresarios cubanoamericanos, los hermanos Fanjul, por haber comprado azúcar cubana desde Londres, que la parte reclamante finalmente abandonó.
Sucesivamente, se restringió de nuevo el monto de las remesas, se cancelaron las visitas pueblo a pueblo y los vuelos directos a las provincias, se puso en lista negra decenas de embarcaciones que transportaban crudo a Cuba, se incluyó a nuevas entidades cubanas entre las prohibidas, se canceló el acuerdo entre ambos lados para que jugadores residentes en la isla pudieran participar en Grandes Ligas, se multó a numerosas empresas europeas por transacciones con instituciones cubanas, se clasificó a Cuba en la peor categoría de países que practican “la trata de personas”.
En su último año en la Casa Blanca, la Administración Trump prohibió a Western Union enviar remesas a la isla, puso a Cuba en la lista de “países que no cooperan en la lucha contra el terrorismo”, nos puso en la categoría máxima de “alerta de riesgo para visitas de ciudadanos de EE. UU.”, les prohibió ingresar con ron y tabaco de la isla en sus maletas, eliminó la licencia general para asistir a conferencias, competencias deportivas, exposiciones de arte etc.; extendió las restricciones de fondos para intercambios culturales y educacionales, nos mantuvo en la lista de vigilancia a “gobiernos que han participado o tolerado violaciones sistemáticas, continuas y atroces de la libertad religiosa”. Diez días antes de dejar la presidencia, Trump se aseguró de que Cuba permaneciera en la Lista de países patrocinadores del terrorismo.
¿Cuántas de estas medidas han sido desmanteladas por Biden en su primer y único mandato, según se anunciara pocos días después de tomar posesión? Muy pocas y ninguna de las principales. Más bien al contrario.
A pesar de haber declarado estar “comprometidos a revisar las decisiones políticas de la Administración anterior, incluida la de designar a Cuba como patrocinador del terrorismo”, la isla nunca fue borrada de esa lista. Las regulaciones establecidas impedirían suministros de piezas de repuestos para las principales termoeléctricas cubanas por empresas europeas, así como equipos para los servicios de transporte. Un centenar de bancos bloquearon cuentas y transacciones relacionadas con Cuba, incluidas donaciones humanitarias; se impusieron multas a agencias de alojamiento como Airbnb por violar prohibiciones a categorías de viajeros; se acusó al Gobierno cubano nada menos que de “interferir en las elecciones de EE. UU.”; se mantuvo la inclusión de la isla en la lista de países “que no hacen lo suficiente para evitar el tráfico de personas”, alegando que “las misiones médicas en el exterior” presentaban “sólidas señales de trabajo forzado”. La política de bloqueo no cedió ni siquiera ante situaciones excepcionales, como el incendio de la Base de Supertanqueros en Matanzas.
Antes he comentado, con referencias de la propia cancillería y de diplomáticos estadounidenses en La Habana, las instrucciones y acciones dirigidas a apoyar directamente a la oposición, desde antes de las manifestaciones del 11 de julio de 2021. En buena medida, este tono injerencista y hostil, iniciado bajo Trump, y reflejado incluso en el discurso del propio presidente Biden, se reforzó más desde ese momento, marcando el clima de la relación en lo adelante.
La Administración Biden mantuvo viva la llama del “síndrome de La Habana”, concediéndoles indemnizaciones a “las víctimas”, sin hacer avanzar una investigación seria sobre el problema mismo, sino prolongando el cierre de los servicios consulares para la tramitación de visas, e incumpliendo el acuerdo migratorio, hasta fecha relativamente reciente.
A lo largo de cuatro años, se mantuvo “estudiando” la exclusión de Cuba de todas las listas negras, en particular, la de países terroristas, practicantes de “trabajo esclavo”, “tráfico de personas” y otras igualmente desconcertantes, y carentes del aval de ninguno de sus aliados.
Derivadas de este minucioso e incompleto inventario, saltan a la vista un par de conclusiones.
La primera es que la Administración Trump aplicó prácticamente todo lo imaginable del arsenal estadounidense, salvo la fuerza militar, para aislar, erosionar, desestabilizar, subvertir no solo al Gobierno cubano, sino al sistema mismo. Resulta difícil concebir nuevas medidas que, en los próximos cuatro años, puedan tomar desprevenidos a Cuba y los cubanos. Aunque mucho daño pueden seguir causando las viejas, en especial hoy, la experiencia demuestra, por centésima vez, que estas no consiguen más que lo que consigue el diálogo, y además, que afectan no solo al Gobierno y los residentes en Cuba, sino además a los emigrados y sus descendientes en EE. UU.
La segunda es que el Gobierno de Biden, a pesar de integrar a decisores salidos de la Administración Obama, no solo no quiso retomar aquella política, sino, por omisión y también por convicción, adoptó de hecho la lógica de Trump. La explicación de que sus manos han estado llenas de todo tipo de conflictos y desafíos globales y regionales no basta para justificar esa fidelidad a un patrón de Guerra Fría hacia Cuba como el que se mantiene, no solo en los hechos, sino incluso en su retórica, muy parecida a la de Trump.
Para Cuba, en términos prácticos, nunca como ahora ha sido más evidente que la política de fuerza y exclusión tiene un carácter bipartidista, que se continúa en la lógica del llamado deep state, las burocracias encargadas de implementarla, sin importar quién esté en la Casa Blanca.
Una semana antes de terminar su mandato, en enero de 2017, Obama firmó un acuerdo con Cuba por el que puso fin a la política de pies secos/pies mojados (que se había negado a adoptar antes, alegando que la Ley de Ajuste lo impedía). Y a menos de 48 horas de entregarle la presidencia a Trump, una empresa realizó una exportación a EE. UU. (40 toneladas de carbón de mangle, ese arbusto considerado manigua en Cuba), la primera en más de medio siglo.
Apenas 60 días le quedan a esta Administración en el gobierno. ¿Cuántas medidas ejecutivas podría adoptar para reducir algunas de las zonas más irracionales y contraproducentes de esa política bipartidista, basada en la exclusión y la fuerza?
Mientras esto sigue sin pasar, el Gobierno, el sistema político y la sociedad cubanas, bajo el shock de la victoria arrasadora del trumpismo, experimentan la crispación anticipada ante lo que vendrá. Típicamente, el síndrome de la fortaleza sitiada tenderá a acrecentarse. Por experiencia, los cubanos sabemos que ese síndrome no es nada favorable a los cambios.
Hora de pensar bien, con la cabeza fría, lo que se puede hacer para controlar esos daños.