El panorama noticioso en Estados Unidos continúa prácticamente hegemonizado por las nominaciones de Donald Trump para su gabinete y otros detalles de la nueva Administración, que asumirá el poder el 20 de enero de 2025.
En efecto, de un tiempo a esta parte el presidente entrante está dándole forma a la agenda de su segundo mandato con la asistencia de varios grupos de la ultra, entre ellos America First Policy Institute, un think tank que ha elaborado numerosas acciones ejecutivas para su primera jornada en la Casa Blanca; así como multimillonarios variopintos, en especial Elon Musk, recién ubicado junto a Vivek Ramaswamy al frente de una nueva estructura federal llamada Departamento para la Eficiencia del Gobierno.
Este es el primer paso del señor Trump para implementar su agenda después de “golpear al Gobierno con un soplete” (el llamado “Estado profundo”), según las palabras de su ex asesor Steve Bannon. Y, sin duda, marca una diferencia importante respecto a su primer mandato. En estas últimas horas el hombre de Mar-a-Lago sigue haciendo lo mismo que al principio: proponer personas que conoce bien y que le son absolutamente incondicionales.
Lo anterior, y no otra cosa, es lo que explica la atipicidad del proceso a la que aluden los medios. Normalmente los puestos del gabinete conllevan verificaciones de antecedentes del FBI (background checks) y no pocos requieren la confirmación del Senado. Pero Trump ha venido obviando lo primero, contratando en lugar de la agencia federal a agencias particulares. Y, muy probablemente, tratará de pasar por alto la confirmación del segundo durante el receso por Navidad, sobre todo en los casos más ruidosos, léase el Fiscal General (Matt Gaetz), el Secretario de Defensa (Pete Hegseth), la Directora Nacional de Inteligencia (Tulsi Gabbard) y otros de su cohorte, cuestionados incluso por senadores republicanos y medios de prensa como The New York Post, que por lo regular son bastante afines al presidente entrante.
No hay que llamarse a engaño. No es, sin más, un proceso de limpieza contra la burocracia federal. Lo que está gestándose mediante esas nominaciones no es sino la destrucción de la diversidad, y la marginación de las disidencias en los aparatos del Estado, para ponerlos en función de un poder personal.
En su primera Administración, Donald Trump tuvo dos frustraciones, justamente sus dos grandes promesas de campaña: construir “el muro” fronterizo —que pagaría México— y derogar y remplazar el Obamacare. Se adiciona su mala gestión ante la pandemia de COVID-19 y el haber propuesto a los ciudadanos a inyectarse desinfectante o coger sol en lugar de vacunarse. Ahora no quiere obstáculos de ninguna índole. De eso se trata.
Otra cuestión, sin embargo, es lo que puede lograr al final de la jornada. “Donald Trump arrasó con Kamala Harris y el Partido Demócrata, de tal forma que ganó el Senado, la Cámara de Representantes, domina la Corte Suprema, lo que le va permitir actuar, por lo menos hasta las próximas elecciones de medio término, como un virtual dictador”, ha escrito recientemente un economista cubano.
Afirmaciones tan redondas con demasiada frecuencia difuminan las diferencias entre el discurso y la realidad, lo cual no contribuye a entender la naturaleza del conflicto, ni la complejidad de la hora que viven los Estados Unidos de hoy.
De entrada, cualquier análisis/pronunciamiento al respecto no debería obviar el rol de los contrapesos, incluso con una Corte Suprema de mayoría conservadora, pero que no siempre ha estado en consonancia con Trump en ciertos temas de su agenda. Ni los niveles de resistencia existentes dentro y fuera de la sociedad civil, obviados del mapa al manejarse la idea errónea de que para Trump todo será coser y cantar. Tampoco ir por encima de las contradicciones internas entre los republicanos, que no siempre andan en tesitura con Trump y actúan a veces de maneras que este considera imperdonables.
Entre esos contrapesos se encuentran, por definición, gobernadores, juristas dispersos por todo el aparato judicial a lo largo y ancho del país, los medios de difusión liberales y estructuras sociales varias como la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), que desafió las políticas de inmigración más duras durante el primer mandato de Trump, a menudo con resultados favorables a su causa. Acaban de declarar que están listos para enfrentar desafíos legales a partir del primer día.
Por su parte, Greisa Martínez Rosas, directora ejecutiva de la organización United We Dream, dijo que tienen “una visión clara sobre la lucha que se avecina”. “Lo más importante es que me di cuenta de que ahora vamos a ver las verdaderas intenciones de Trump como jefe ejecutivo de nuestro país. Y tenemos que estar listos para desafiarlo”, escribe un crítico.
Y añade:
Quienes quieran preservar la democracia tendrán que estar atentos y denunciarlo si Trump emerge como el “Hitler de Estados Unidos” (son las palabras de su nuevo vicepresidente, no las mías) en los próximos cuatro años. Si miramos la historia de los líderes más notorios del siglo pasado, no suelen transformar una nación democrática en una dictadura de la noche a la mañana. Los cambios se hacen de manera gradual y sería inteligente cuestionarlos inmediatamente después de su concepción. Eso no significa asaltar el Capitolio de nuestra propia nación y atacar físicamente a los policías como vándalos rabiosos, según vimos con el partido de la “ley y el orden” en enero de 2021. Podemos salir a la calle y ser ruidosos y fuertes sin ser destructivos. Podemos asegurarnos de que nuestros representantes electos en Washington sepan que se espera que defiendan la Constitución si llega el momento.
Por último, un dato de la mayor importancia, y a reserva del discurso: Donald Trump no tiene un mandato popular. Las cifras no mienten. Obtuvo el 49.9 % del voto popular, menos que Biden (51,3 %, 2020), Obama (51,1 %, 2012), Obama (52,9 %, 2008), George W. Bush (50,7 %, 2004), George H. W. Bush (53,2 %, 1988), Ronald Reagan (58,8 %, 1984), Reagan en 1980 (50,7 %, 1988) o Jimmy Carter (50,1 %, 1976). Y, por supuesto, muy por debajo de los presidentes que ganaron mandatos poderosos: el 60,7 % de Nixon (1972), el 61,1 % de Johnson (1964) o el 60,8 % de Franklin Delano Roosevelt.
A pesar de haber perdido, Kamala Harris tiene un porcentaje del voto popular de 48.3 %, comparativamente mejor que el de los presidentes Trump (46,1 %, 2016), Bush (47,9 %, 2000), Clinton (43 %, 1992) o Nixon (43,4 %, 1968). La brecha entre Trump y Harris es menor que la diferencia entre los contendientes de los principales partidos en la gran mayoría de las elecciones presidenciales estadounidenses.
Todo lo anterior, y más, no desaparecerá por arte de magia a partir de enero. Por ahora, tomemos nota de las personas que Trump está eligiendo para su próxima Administración y de las dinámicas civiles y congresionales que están desatando en la cultura estadounidense.