Donald Trump y Joe Biden subieron al imponente Cadillac conocido como “la bestia” para trasladarse a la sede del Congreso de Estados Unidos. La transmisión de Univisión documentaba el gélido clima de esas horas. Cuando abordaron el vehículo en la Casa Blanca, un humo brotó desde el tubo de escape hasta las piernas del millonario vestido de traje azul y corbata roja y morada. Nosotros estábamos lo suficientemente lejos de aquel y cualquier otro punto noticioso, pero no quisimos perdernos el acontecimiento. Lo seguimos por YouTube mientras saboreábamos un café.
Fuera de la investidura presidencial no había otra gran referencia que nos conectara con el resto del mundo. Nos rodeaban casas de techos a dos aguas con jardines y perros vigilantes, colinas heladas a lo lejos, sol profundo, silencio y un frío tierno y servil que te hacía encariñarte, como con una mascota. En las pantallas de los restaurantes, en lugar de relatos de asaltos y truculencias veíamos imágenes de paisajes solitarios con pingüinos sin pretensiones políticas, ajenos a los dolores de cabeza de la economía.
Estábamos en Ushuaia, la más importante ciudad de la isla grande de Tierra del Fuego, cuyo territorio se divide entre Chile y Argentina y pone término a la América. Es el verdadero fin del mundo. Daba la impresión de que a nadie allí le importaba Trump, ni el acto que lo convertía en el 47 presidente de Estados Unidos.
Ese día esperábamos por un remís en el sofá del apartamento que alquilamos por Airbnb. Iríamos al parque nacional, con estadías en la ensenada Zarategui y Bahía Lapataia. Para la fecha habíamos realizado algunas otras buenas caminatas y nos la pasábamos subiendo aceras tan empinadas que el tío de mi esposa, quien hacía con nosotros el viaje, dijo una vez, con la lengua afuera: “Esto es como Santiago de Cuba”. Si localizamos un lugar para ver la investidura de Trump fue, más que por cualquier otra razón, porque él radica desde hace más de 20 años en Miami, y le interesaba tener noticias del acontecimiento.
El tío camina unos cuatro mil pasos diarios y su inteligente teléfono llegó a decirle en Ushuaia que había duplicado su promedio. Tan prolongadas fueron las peregrinaciones por irregulares caminos de tierra, bosques de lengas y sobre roqueríos, que a veces nos ganaba la inquietud. Aunque se mantiene saludable y todavía es joven, ya pasa de los setenta y apenas dos años atrás fue operado a corazón abierto en una delicada maniobra que duró más de ocho horas. Recordando eso, mi esposa preguntaba a cada rato: “¿Estás bien?”. “Estoy perfecto”, respondía, y allá iba loma arriba.
Y es que sólo para llegar hasta el lugar donde pernoctamos había que subir toda clase de pendientes, algunas muy empinadas, al punto de tener uno la impresión de que alguien agarraba la calle y de pronto la levantaba del plano horizontal. Entonces, a punto de nuestro objetivo, descubríamos al tío otra vez resollando como mula en cordillera. Para propiciar un descanso, disimuladamente decíamos: “Mira que linda vista allá”.
Además de encontrarte con la barrera de picos nevados en los alrededores de la ciudad, cualquier leve giro nos ponía ante el mar. En Ushuaia las casas crecen en torno al canal Beagle y este puede atisbarse desde casi todas las posiciones. Diariamente lo navegan ferris ocupados por curiosos de todas las latitudes, interesados en el Faro del Fin del Mundo o en los pingüinos asentados en Isla Martillo.
También suelen llegar cruceros desde los más insospechados puntos, cargando pasajeros con las más inimaginables motivaciones. Un amigo periodista, cubano radicado en Madrid, me dejó un mensaje en WhatsApp cuando supo de mi estancia por esos lares. Me ponía al tanto de uno de estos extravagantes barcos por atracar. Cuando le pregunté a los guardias, pusieron una sonrisa pícara y me mandaron a averiguar en las oficinas portuarias. Claro que no hice más averiguaciones, pues mi curiosidad no daba para más, como la prudencia en este siglo. Al final, las interioridades del susodicho crucero solo interesarían a los swinguers de a bordo que tan bien la habrán pasado. Yo estaba para la contemplación filosófica y el solvitur ambulando. Y me quedaba como lelo ante el horizonte.
Después de las aguas del canal Beagle está la Antártida, y si la tierra fuera plana me esperaría el gran vacío. Lo mío en esos días era la naturaleza: visitar la laguna Esmeralda, subir el glaciar Martial, fijarme en Isla Redonda y en los mil arroyos que surgían por todas partes. Es pleno verano en el hemisferio sur y en el minuto en el que Trump levantaba su mano derecha para jurar junto a la biblia de su madre y a la de Lincoln —sostenidas por su esposa Melania, con los ojos ocultos por un sombrero como un personaje del western spaghetti— si me levantaba del sofá y caminaba unos cuatro metros hasta la calle vería detrás de los tejados la cima del Martial. En sus picos más altos se mantiene la nieve, a pesar de la estación en curso: el verano.
Un taxista contó que la temperatura antes no subía a más de 23 grados en la montaña; ahora los registros hablan de 26 grados Celsius. En menos de cinco años podría desaparecer esa capa de hielo, la nieve que había tocado con mis propias manos; incluso, es probable que los vecinos no sigan la costumbre de acercarse a la ladera con bidones a llenar con el agua clara y fresca que brota desde los manantiales. Es la principal fuente de agua potable para estos pobladores.
Unas pocas horas después supimos de las primeras medidas anunciadas por Trump, rápidamente firmadas como órdenes ejecutivas. Además de las concernientes a la migración, pensamos en el medioambiente. Estados Unidos estaba fuera del acuerdo climático de Paris, que pretende reducir la emisión de gases de efecto invernadero para atenuar los efectos del calentamiento global. Mi esposa y yo hablamos de las consecuencias.
Detenidos en lo alto de la montaña, en una zona nevada, había visto también el Beagle y las edificaciones que forman la ciudad, apiñadas sobre la costa. Hicimos la caminata, y seguí hasta lo más alto con mi hijo, que quería tocar el hielo, ya que no había olvidado la experiencia de la primera vez. Subimos por unos senderos estrechos. Vistos desde la lejanía, apenas logran verse las personas, y entonces recordé los escenarios de Camus. La cuesta es pedregosa y seca, y a veces había que acuclillarse debido a las ráfagas de viento que empujaban como un animal invisible. Las ráfagas han ido rompiendo la piedra y esta se desgrana por el camino que lleva a la cima, como evidencia del paso transformador de la naturaleza y de todo.
Es raro que, siendo uno de otro ecosistema vuelva por segunda vez a un lugar tan distante; pero allí estábamos, y en lo particular yo tenía varias metas en mente. Llegarme a Puerto Almanza era una de ellas. Almanza es un pueblo de pescadores. Esperaba ver centollas en su hábitat natural, o al menos libres, en algún punto de la costa. El pueblo está situado a 75 kilómetros de Ushuaia.
En lugar de centollas, a la entrada del pueblo me encontré a Miguel Oñate y a dos perros buenazos que estuvieron jugando con mi hijo por la costa. Uno de ellos recogía las piedras que lanzaba al agua, cualquiera que fuera su tamaño o forma. Miguel salía de su embarcación, un bote inflable bautizado como Le Maire, porque así se llama el mar que bordea el trozo de tierra puntiaguda y límite sur de la Isla Grande de Tierra del Fuego. El Estrecho de Maire fue bautizado por Jacob Le Maire, el explorador holandés que mostró a su coterráneos occidentales estas zonas del mundo que antes habitaban los yaganes. Miguel, nacido en Temuco, Chile, llegó hace más de 20 años a Puerto Almanza.
—¿Con qué edad vino de Chile?
—23 años. Tengo 74 años.
—¿Cuándo empezó en la pesca?
—En 2005, por ahí. Antes trabajaba en Río Negro, en la fruta.
—¿Qué pesca?
Me muestra el interior de un saco lleno de cholgas, moluscos poco más grandes que los mejillones y las almejas.
—Pero saco de todo… erizos, de todo, dice.
—¿Son muchos vecinos aquí?
—Cuando llegué no había casas. Yo hice esa, y aquella otra.
Miguel señala las primeras construcciones que uno puede ver desde la lejanía antes de entrar al pueblo. Todas son de madera y están al otro lado de la carretera, a pocos metros del cartel que da entrada al lugar.
—Usted hace casas también.
Miguel se ríe. Le brillan los ojos, y dice que hay que hacer de todo.
—¿No hay hospitales aquí? ¿Y si alguien tiene un dolor?
—Tiene que esperar por la ambulancia de Ushuaia.
—Es lejos, ¿y si demora?
—Te mueres nomás, dice, elevando la frase final. Su sentencia es simple, didáctica y nada quejumbrosa.
Después aparecieron dos setentones que recorrían la zona. A esos aventureros se les denomina “mochileros con carro”. Al menos eso me dijo Cristina, mientras su esposo, Juan Carlos, se limitaba a escuchar. La pareja había llegado en su auto desde Misiones, pues les apasiona conocer su país. Buscaban un espacio al aire libre donde quedarse y un lugar barato para comer, porque todo está muy caro. “Casi me muero”, dijo Cristina: “Una centolla en cien mil pesos”. Miguel les ofreció el patio de su casa, el número trece, porque el matrimonio dormía en su propia camioneta. También les ofreció escabeche que acababa de hacer.
Nosotros regresamos a Ushuaia después de comer una merluza que, para ser franco, no es la que mejor se come en el lugar. Los días restantes siguieron sin referencias a Trump en los lugares públicos. A las centollas tampoco las encontré; aunque un día, frente a la vidriera de un restaurante, ante nuestros ojos, dos manos se metieron en la pecera y agarraron a una de las tres centollas que había en su interior.
Mi hijo imaginaba un juego, y dijo: “Adiós, amigo”. Yo corrí para retratarla, y tal vez imaginaba también que el animal se fijaba en mí con sus minúsculos ojitos. Pensé en el cuento de Rubem Fonseca que me gusta mucho. Comienza con la pregunta: ¿Puede una mirada cambiar la vida de un hombre?