Privilegio tristísimo y ardiente.
Fina García Marruz
Mi credo central es este: no hay hombres malos, porque no existe la esencia de signo negativo. Por ello ninguna condena es justa para con la esencia humana, pese a la oportunidad demostrable del castigo. En la práctica, este credo suele confundirse con cobardía o falta de compromiso —confusión que en ocasiones ha empujado al martirio a quienes lo han profesado con mayor sinceridad—. Creer, como el Jesús de Bulgakov, que no hay hombres malos es lo que me hace cristiano. Pero también creo, como el Cristo de Bulgakov, que la cobardía es el peor defecto, ya que hace posible la impunidad.
A mayor impunidad, mayor la deshumanización y el abuso. Lo que llamamos imperio no es más que una impunidad central superlativa, con una política exterior deshumanizada y “colorines de democracia”; por eso es malo, por más que atraiga progreso material dentro de sus fronteras.
Parece un chiste que un imperio llame autoritario a nuestro gobierno. Mas el chiste se agria cuando constatamos que nuestro gobierno no es inmune a la tentación de la impunidad, que es el rasgo más condenable del imperio.
¿La Habana de los cabarets y los casinos que levantaron los intocables de otra época era por ventura menos tolerable que La Habana de los hoteles inaccesibles (y hasta ahora vacíos) que han levantado los intocables de hoy?
En ambos casos, la palabra clave es impunidad. Cuando esta se entroniza, ya no puede hablarse de antiimperialismo ni de toma de partido por los pobres.
Deploro muchas cosas de La Habana en que vivo, y hubiera deplorado no pocas de La Habana de hace cien o doscientos años. La asfixia del presente es mayor cuando la ignorancia no nos deja poner las cosas en perspectiva.
Hay un abismo entre la deliberada armonía que reina, por ejemplo, tras los muros del centro cultural donde trabajo, y la involuntaria sordidez de su vecinería. Esa desgarradura, sin embargo, no es nueva. Salvando las distancias, podemos evocar las aulas del Seminario de San Carlos y del colegio El Salvador, donde, según Martí, “el aire era como griego”, donde enseñaron Varela, Saco, Luz, y a donde acudían los habaneros en entusiasta minoría, a oír hablar sobre temas universales y nacionales. Y luego contrastar esas burbujas del espíritu, aparentemente frágiles pero que nunca cesan del todo de surgir, con el crudo materialismo del vecino mercado de esclavos, para siempre extinto, o con los hechos y palabras del Capitán General, cuyo nombre ya no recordamos, pero que solían ser las noticias más importantes del momento.
Me avergüenza decirlo, pero no conozco en detalle la historia de mi propio país. Tarde empecé a conocerla y, por tanto, tarde empecé a amarla. Culpo por esto, en parte, a nuestras escuelas, donde, so pretexto de combatir el desconocimiento se fortalece la ignorancia, que es el rechazo del conocimiento. Pero aprendí lo suficiente para querer estar entre los que fundan en la arena y escriben en el viento. El valor de un fragmento, así como el de una minoría, no puede ser subestimado.
Un número significativo de errores e injusticias se ha venido rectificando en Cuba. Mientras un sinnúmero de despropósitos de diverso calibre perdura con la aparente impunidad de siempre. Y la normalización de la impunidad nos impide distinguir, en nuestra circunstancia, lo que es esencia de lo que es accidente.
Descubrí un día, con horror, que mis hijos no sabían lo que era un buñuelo. Frutas patrimoniales como el caimito, la guanábana, el anón y el marañón tampoco llegan casi nunca a los mercados. Con arbitrariedad feudal, el sacrificio de vacas se considera poco menos que un delito capital, semejante al de cazar los venados del Rey, y similarmente castigado.
En Baracoa, el mercado enfocado en el turismo ha desplazado la pesca popular del tetí; y mayor es mi tristeza al pensar que muchos cubanos ni siquiera habrán oído hablar del tetí, emblema delicioso de nuestra primera villa, martirizada hoy con apagones de hasta veintidós horas.
No son pocos los días en que Obispo, la calle donde vivo, parece una Corte de los Milagros, saturada de desvalimiento, buscavidas, mendigos, mutilados y prostitutas. Es desolador, pero no sorprendente. Llevamos más de treinta años recibiendo la vigésima o trigésima parte de lo que hubiera sido un salario mínimo aceptable. ¿De veras habrá que explicar las consecuencias terribles de que tal cosa se haya normalizado?
Y esa derrota social, que desalienta en nuestra Patria casi cualquier tentativa de esfuerzo honrado, ¡sobreviene al término de gestas genuinamente heroicas en pos de la dignidad, la soberanía y la justicia!
No solo es el daño económico puntual, sino el desprestigio de la gesta libertadora. En la escuela me hablaban de la unidad de nuestras luchas revolucionarias. Me pregunto si todavía se enseña eso, o si por ventura alguien insiste aún en que nos gobierna el relevo de Céspedes y Agramonte.
Intento explicar a mis hijos que existe una cosa llamada Cuba, que no es la suciedad, que no es la destrucción, que no es la mendicidad ni la grosería cotidianas, que definitivamente no es el gobierno, y que no es la bazofia que pasa hoy por música en esta isla bendecida por el genio musical.
Nuestras charlas sobre el tema son frustrantes pero honestas; tal vez por eso me dejan buen sabor, a pesar de la alarmante comprobación de que, si nuestra familia emigrara entera, mis hijos no extrañarían nada de Cuba.
Al ser en gran medida un sueño, un proyecto y la suma anhelante del mérito de sus hijos, Cuba es un secreto iniciático que difícilmente se puede contar a quien no es ya, o no es todavía, parte de él. Temo que mis palabras no han logrado mucho hasta ahora. Solo mis acciones, ostensiblemente encaminadas a permanecer aquí, y también las de otros miembros de nuestra familia, han conseguido que mis hijos lleguen a aceptar que existe una cosa llamada Cuba.
Les queda por descubrir que esa “cosa” es sagrada, que merece todos nuestros desvelos y la pena de vivir aquí o allá.
No es fácil la tarea. A lo largo de su breve y agitada historia, Cuba no ha sido lo bastante libre para materializar los ideales de sus mejores hijos. Esos ideales nos han sido escamoteados por elementos internos y externos, tanto con medidas reaccionarias como con argumentos progresistas. El trigo está demasiado oculto en la cizaña.
No es raro, bien mirado el tema, que mis hijos apenas hayan empezado a descubrir la isla de la que nunca han salido. La conocen más bien de oídas, o de segunda mano, como un astro invisible que solo pueden detectar indirectamente por los efectos de su gravitación.
A raíz de estas conversaciones familiares ha surgido en mí una nueva motivación para la labor que realizamos en la Casa Vitier García Marruz. ¿Qué puede hacer un centro cultural ante la aspiración de emigrar que ha ido creciendo drásticamente en el seno de nuestras familias? No podremos restañar esa herida pavorosa, pero sí intentaremos hacer más visibles, más accesibles, más cercanos y queribles los tesoros eternos de nuestra nación.
La meta es que las familias cubanas, empezando por la nuestra —e incluso aquellas que logren el sueño de emigrar enteras— conserven el privilegio tristísimo y ardiente de añorar a Cuba.
Adoré leerte, no dejes de escribir! Verdad tristísima ” añorar a Cuba” .