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Cuando se graduó de Ingeniería Química, fue a trabajar por corto tiempo al Central España Republicana, uno de los ingenios más productivos del país, hasta su cierre definitivo, como parte de la reestructuración de la industria azucarera cubana.
El joven ingeniero también cantaba. En los años 70, se vinculó al Movimiento de la Nueva Trova en Cárdenas, su ciudad natal. En los 80, comenzó de tenor en el Coro de Cámara de Matanzas, bajo la dirección del doctor José Antonio Méndez Valencia.
Participó en aquellos festivales de Todo el Mundo Canta y sorprendió con su trabajo vocal en el Trío Nueva Era. Cuenta que Adalberto Álvarez lo invitó a su grupo, pero estaba por convertirse en padre y mudarse a La Habana: no era una opción.
Cuando llegaron los años duros del Período Especial entre el 90 y el 93, su niño era pequeño; entonces fabricó juguetes de cartón: ambulancias, carros de policía, robots. Aprendió a hacer carteles de cumpleaños y adornos para pasteles. Aprendió a cocinar y vendía aquello que llamaban “duro frío”: nadie ha sabido nombrarlo diferente; no era un postre ni un aperitivo, era hielo con sabor a refresco en polvo.
Se fue con su esposa y el pequeño a vivir en casa de su madre en Matanzas. Todas las noches, durante siete años, armaba un canapé para dormir al lado del sofá donde acostaba a su hijo. En la mañana, tenía que desarmar el cuarto improvisado para convertirlo en recibidor, donde exponía sus manualidades para la venta.
Su armario eran dos tornillos detrás de una puerta; su ropa, de cualquier talla.
Le regalaron una bicicleta para llevar a su hijo al círculo que luego vendió para comprar algo indispensable.
Un verano llevó a su familia a Varadero. Cuando el pequeño tuvo hambre, recorrió la península buscando algo que pudiera pagar con su dinero nacional. Después de mucho andar, su hijo le preguntó: “Papá, ¿nunca vamos a comer?”. Y entonces rompió en llanto.
A las pocas semanas comenzó a trabajar para el turismo en los hoteles. Los cocineros le regalaban comida del bufé; él la envolvía y la guardaba dentro de la boca de su guitarra, para burlar a los guardias de la puerta, porque algunos gerentes preferían deshacerse de la comida sobrante antes de permitir que los trabajadores la llevaran a sus familias.
Pongamos que ese joven ya sobrepasa los 60 años. Que se fue de los hoteles después de querer obligarlo a cantar con su guitarra alrededor de la piscina. Pero nunca abandonó el trabajo en el Coro de Cámara, aunque el salario casi nunca llega a tiempo.
Es maestro de música en las escuelas de la enseñanza media; ha fundado proyectos infantiles y escrito partituras para teatro y televisión, sin dejar de preparar las mejores comidas aunque no tenga los ingredientes necesarios. Hace la instalación eléctrica de su casa, la de sus hijos. Sabe de plomería, albañilería y costura.
Todavía fabrica juguetes, ahora para sus nietos. Inventa canciones a partir de poemas. Es el mejor abuelo porque fue el mejor padre, y sus hijos todos los días procuran parecerse a él.
Es sesgada esa visión tradicional que considera solo a la maternidad como única e insustituible; mientras que la paternidad, en algunos contextos, se percibe como distante y menos comprometida.
La historia de este hombre, como la de muchos padres cubanos, ilustra otro escenario. En Cuba, donde la crisis perenne exige héroes anónimos, ser padre es un acto de resistencia cotidiana.
Esta es la historia del mío. Entonces, ¿alguien pudiera decir que es cualquiera?