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En los fondos del Archivo de nuestro centro cultural, en la papelería de Cintio Vitier, encontramos estas cartas:
Biblioteca Nacional, Director
Buenos Aires, Enero 2 / 1959
Querido poeta:
He tardado tanto en agradecer su hermoso trabajo que implica
tanta elevación e inteligente labor, que puedo al mismo tiempo felicitarlo
por su Cuba libre y desear que el año nuevo sea venturoso y próspero para
usted y para su patria.
Jorge Luis Borges
S/C Maipú 994.
Biblioteca Nacional, Director
Buenos Aires, Noviembre 10 / 1959
Distinguido amigo:
Ante todo, discúlpeme por no haberle escrito antes, mis ojos son los culpables, hace cuatro años que no puedo leer ni escribir, dictar no es lo mismo… Mucho agradezco sus envíos y la lectura interesante que me han dado; también su gentileza en los datos pedidos, que le adjunto muy agradecido. Como estas líneas le llegarán en el último mes del año le llevan mis mejores votos para el nuevo, para ese 60 que espero dé a nuestras patrias tan agitadas paz y prosperidad.
Muy cordialmente, suyo siempre
Jorge Luis Borges
S/C Maipú 994.
Nos dio gran orgullo y alegría encontrar esta breve correspondencia. Son cartas manuscritas, y por ello, con toda probabilidad, dictadas. Así pues, hemos de tomar por muchas sus escasas líneas. Y por otra parte, confiamos algún día poder recuperar los envíos de Cintio que Borges menciona.
Mejor que comentar, quisiera complementar estas cartas con tres momentos de una conferencia que ofreció Cintio en 1994 en la Iglesia de San Juan de Letrán.
No son pocos, ni menores, los desacuerdos que saltan a la vista al estudiar la relación intelectual y poética de Cintio con Borges. Pero en última instancia, como podrá apreciarse en estas palabras del cubano, toda posible desarmonía es arrastrada por la corriente mayor de poesía, que debería fluir siempre entre todos los escritores, y entre todos los hombres:
[…]
Una manera válida de leer a Borges es leerlo en contra, porque él estaba en contra. Su aparente complacencia o resignación consigo mismo fue la máscara sencilla de su desacuerdo; pero también puede decirse que su auto-desacuerdo fue el argumento más fuerte de su auto-complacencia. Leerlo en contra es leerlo a su favor, casi mimarlo. Y cuando decimos máscara “sencilla” lo decimos borgeanamente, con toda la premeditación de sus improvisaciones y sus adjetivos, de sus bromas. Tocamos quizás un punto neurálgico de su ser literario: el rechazo de su propia sencillez con el eterno cuento cíclico de la complejidad de todo. Complejidad en la que el poeta descreía mientras el literato la afirmaba como la bandera blanca del vencido. Entonces se entregaba a las palabras —y muy especialmente a la puntuación de las palabras— tan desarmado que ellas lo dejaban pasar como a un poeta, como a un niño, pero era el niño caprichoso que quiere tener o decir la última palabra, y entonces las palabras lo rodeaban apresándolo, cercándolo. Así rodeado se le siente el asombro, la leve angustia como ingrávida de estar metido en ese juego por el que sólo se llega a la sabiduría de, para siempre y como signo, imposeerla.
[…]
Con Borges Hispanoamérica hizo, en literatura, su ensayo más brillante de la modernidad que no le corresponde. La falsa batalla ideada por Sarmiento —“civilización contra barbarie”— tuvo en él sus últimas escaramuzas y quintaesencias. Volvió a escribir el Facundo tantas veces, a favor y en contra, que llegó a formar parte de su olvido. Su desconocimiento de Martí, su desdén por el trópico americano, que con tanto cariño recibió su obra, no podían quedar impunes. Andaba incompleto Borges, pero con incompletez que no le añadía menesterosidad, sino suficiencia. Cuando murió Lezama, dijo desconocerlo y que la Argentina y Cuba eran cosas muy diversas, con evidente ánimo peyorativo que lo disminuye. No le agradecemos esa declaración ni tantas otras que, ciertas o no, exactas o no en la risita periodística, se fueron adhiriendo a su imagen sin que él las protestara, y podía hacerlo. Cultivó la entrevista como género de diversión, sin divertirnos mucho. Le agradecemos, en cambio, la integral decencia de su obra, el habernos ahorrado intimidades que no nos conciernen, el sabor Borges, la calidad de su memoria, sus graciosas enumeraciones, el magisterio de su palabra totalmente consciente de no ser más que palabra bifronte en el desierto americano. Convertir esa conciencia, esa absoluta lucidez, ese pudor ontológico, en piedra de fundación, depende de nosotros, sus deudores.
[…]
Escritas estas líneas, llegan a mis manos las palabras dichas por Borges al recibir el Premio Cervantes; para mí, en este momento, sus últimas palabras de valor simbólico, y tan conmovedoras por lo desarmadas, por lo armadas de un despojamiento que nos deja tan indefensos como él, realmente deslumhrados. El poeta tiene siempre la última palabra; no el escriba, el letrado, el ingenioso. Precisamente con el mayor ingenioso, el Ingenioso Hidalgo, volvía a toparse en sus finales, y así dijo, no escribió:
“…recuerdo la primera vez que leí el Quijote, allá por los años 1908 o 1907, y creo que sentí, aún entonces, el hecho de que, a pesar del título engañoso, el héroe no es don Quijote, el héroe es aquel hidalgo manchego, o señor provinciano diríamos ahora, que a fuerza de leer la materia de Bretaña, la materia de Francia, la materia de Roma la Grande, quiere ser un paladín, quiere ser un Amadís de Gaula, por ejemplo, o Palmerín o quien fuera, ese hidalgo que se impone esa tarea que algunas veces consigue: ser don Quijote, y que al final comprueba que no lo es; al final vuelve a ser Alonso Quijano, es decir, que hay realmente ese protagonista que suele olvidarse, este Alonso Quijano”.
Este Alonso Quijano, este Borges en persona, despojado de la imagen de Borges, que vi de regreso de tantas ilusorias aventuras, en un provinciano escenario de poetas, recitando sonetos, la mirada perdida, azulenca, el rostro vagamente lunar, los tobillos hinchados de tanto andar por caminos inciertos, el oscuro bulto vivo en el saco cruzado como en las más humildes fotos de su juventud porteña. Era en Morelia, la ciudad rosada como los muros de sus almacenes, de sus arrabales. El humanado rosa americano, la entrañable pobreza de lo nuestro que se arropa, se defiende, lastimado, entre la bondad y la ironía como un ciego trashumante, como Borges, el hijo de Darío, cuando dijo ingenuamente, invulnerable:
“…me conmueve mucho el hecho de recibir este honor de manos de un Rey, ya que un Rey, como un Poeta, recibe un destino, acepta un destino y cumple un destino y no lo busca, es decir, se trata de algo fatal, hermosamente fatal, no sé cómo decir mi gratitud…”.
A quién, querido Borges, misterioso rey que anduvo entre nosotros.