No hace falta que agosto nos muestre las tensiones que, habitualmente, en él se agudizan. Ya las padecemos desde mucho antes. En primerísimo orden, el clima, del cual se derivan casi todos los otros males. Los cubanos le tememos a agosto desde tiempos inmemoriales. Si en abril no caen sus correspondientes “aguas mil”, pensamos:“¿cómo será agosto?”.
Si en mayo hay mucho calor, la pregunta se repite; regresa en junio, y ya en un julio muy caliente (como el de este 2017), la interrogante reviste tonos de alarma: “¿Ay, Madre del Verbo, si esto es así ahora, cómo vendrá agosto?”. Por la televisión, los meteorólogos explican que junio suele ser más caliente que cualquier otro mes, debido a no sé qué de la presión atmosférica, y no sé cuánto de las aguas, pero igual tememos a lo que vendrá.
El transporte público, habitualmente insuficiente, en julio y agosto se pone infumable. Se rompen los aires acondicionados de tiendas, cines, Bancos y teatros. O los apagan en horas picos, en aras de ahorrar. Otra modalidad es que encienden el equipo media hora después de que empiece la función, y/o lo apagan media hora antes de que termine el espectáculo. El resultado es que tenemos deseos de no entrar al cine o al teatro, y/o necesidad de retirarnos antes de tiempo, todo depende del aire.
En los Bancos, sucede otro tanto. Cuando al fin logramos entrar (si no es día de cobro de jubilados; si la portera llegó en tiempo y forma; si funciona “el sistema”, que en este caso se refiere a la conectividad; si no es día feriado y etcétera), sentimos que hemos llegado a una réplica del Sahara, en su variante caribeña. Más que calor, es un vaho lo que allí se respira y/o se padece. Y claro está, la pregunta sobre “¿cómo será esto en agosto?” nos martilla y asalta constantemente.
Quisiéramos “resolver” todos los pendientes antes de que ese mes haga su aparición, sabiendo que luego será imposible. En agosto apenas se trabaja, y si se hace, es de muy mala gana, con el ímpetu de una babosa bajo los efectos de un narcoléptico. Y esa es justamente la palabra que define el estado de ánimo: Narcolepsia. En los meses de intenso calor, no caminamos, nos deslizamos. No paseamos, nos arrastramos por las calles. No hacemos visitas, llegamos a una casa amiga como quien descubre un oasis en el desierto. No sacamos a los perros, los atamos para que no se vayan volando. Y encima, nos asalta la hipocondría con más fuerza que en el resto del año.
Si en enero creemos que algo no funciona bien en nuestro sistema respiratorio, y en diciembre la duda se traslada al hígado, entre mayo y septiembre (pero sobre todo en agosto), la posibilidad de una diabetes cobra fuerza inusitada. “Doctor, indíqueme algo para este desmayo”; “Vengo a que me analicen el azúcar en sangre”; “¿será posible que me hagan una glicemia provocada?”; “Investígueme el páncreas, por favor, creo que no me funciona”. Todo se debe al agobio, a los chorros de sudor que emanamos, al sodio y al cloro que perdemos, pero la idea de que estamos realmente enfermos no nos deja en paz.
Otra cuestión para nada desdeñable es el carácter. Si ya viene agriándose desde fines de mayo, y entre junio y julio se parece a una vinagreta, el temperamento en agosto pasa directamente al limón. Los peores insultos, los más serios agravios, las más grandes calumnias y las difamaciones mayores, son frecuentes en el crudo verano. En agosto, como diría Mañach, nos tiramos los trastos a la cabeza. Olvidamos que existe una relación directa entre el ánimo y el clima, y por eso nos resultan intolerables gestos, palabras y muecas, que entre octubre y febrero nos parecen hasta graciosas. Por último, pero no menos importante, es la comprobación de nuestra escuálida economía.
Si a lo largo y ancho del año creemos que vamos bien en el tema “ahorro para las vacaciones”, cuando estas llegan, se nos desinfla el espíritu. Porque nunca se tuvo en cuenta que los inconvenientes existen, están ahí, con sus impertinencias habituales. En junio, cuando se rompió la lavadora y hubo que arreglarla, no dimos mayor importancia al hecho de gastar casi la mitad de lo ahorrado, y en julio, en el momento en que da inicio la Feria del Pabellón Cuba llamada “Arte en La Rampa”, la familia descubre necesidades hasta entonces ignoradas.
El regalo para el amigo que viene de visita; las sandalias de la muchachita; los discos de música que solo allí se encuentran en MN; nuevas tacitas de café; las libretas rayadas para el curso escolar de septiembre; toallones con dibujos de pintores cubanos; guindalejos y otros aperos, se convierten de pronto en urgencias no calculadas. Y claro, nuevos gastos llegan, que no estaban en el plan. Conclusión: agosto nos toma, como siempre, desprevenidos, con los bolsillos en franca y extrema delgadez.
Quisiera, para concluir, volver al tema del carácter, que representé con un limón. Debido a todos los eventos ya descritos, una de las poquísimas formas de alivio durante nuestro tórrido verano consiste en beber limonada. Pero no una cualquiera, sino con las características de una buena limonada cubana: con mucha azúcar, con hielo, en vaso alto, y exprimiendo varios limoncitos de esos amarillos por fuera y muy jugosos por dentro, llamados criollos. Una delicia.
Sin embargo, casi nunca logramos que nuestras arenosas gargantas sientan el placer de que se deslicen por ellas la bien ponderada limonada cubana. Este agravio se debe a que si bien tenemos vasos altos, agua potable, azúcar de la buena y hielo picadito, en la mayoría de los establecimientos (bares, restoranes, hoteles, cafeterías y “paraditos”) ofrecen una variante cítrica que en nada se parece al original. Ya sea envasada en cajitas o en pomos, la sustancia que pretende sustituir al zumo de limón, deja mucho que desear. Nuestro paladar la detecta de inmediato, y envía una señal al cerebro que parece decir: “! Esto no es limón criollo, es una cosa plástica, química, ácida, un invento, un cuento, un engendro!”
Y claro está, reclamamos, exigimos, nos quejamos, y recibimos respuestas melosas, conformistas, acomodaticias: que si el limón en los mercados está muy caro, que si está sucio, que si está chungo, que el envasado es más fácil, que no ensucia, que dura más y en fin, el mar. Un amigo muy querido con quien conversé del asunto mientras ambos nos deleitábamos con magníficas limonadas hechas por su santa madre, con todas las de la ley, me dijo: “debemos lanzar una campaña contra eso”. “¿Contra qué, Silvestre querido?”, pregunté yo. “Contra la citricoplasticancia”, me respondió, y ambos nos echamos a reír.
“¿Te imaginas agosto con semejante engendro?”, riposté yo. “Ni me lo menciones, que ya lo tenemos encima” respondió mi amigo Silvestre. “Y viene como viene”, añadió. “Por si las moscas”, dije yo, “guardemos provisiones de limones criollos desde antes de julio”. “Y de abanicos”, añadió la madre de mi amigo. “Y acaparemos altas dosis de buen humor, porque agosto, bien mirado, sobra en el almanaque”. Silvestre, mi amigo, es así de genial. Agosto sobra, sin dudas. De todo el año, es el mes que no necesitamos. Agosto, 2017.
mucha razón lleva Laidi en la pésima calidad del limón artificial, el cual debería quedar desterrado de toda bebida refrescante, alcohólica, o de cualquier tipo. Menos mal que en este agosto caluroso y desesperante por lo menos me puedo reir con un buen artículo periodístico, gracias Laidi!
Ay, chica y esa amargura. Y las playas tan ricas q nos regala agosto??, y la alegría a pesar de todo lo q tenemos q mejorar??