La vista es lo que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras nunca pueden anular el hecho de que estamos rodeados por él. Nunca se ha establecido la relación entre lo que vemos y lo que sabemos.
John Berger
El viejo no es aún demasiado viejo. Tiene entre 60 y 70 años y ha llegado caminando hasta aquí luego de echar un vistazo acalambrado a las ofertas del mercado agropecuario y luego de preguntar en el establecimiento de la otra cuadra si planean sacar en estos días jamonada, alguna masa de croqueta, algo. Si habrá suerte este fin de semana con la cerveza dispensada.
Quizás el viejo va a casa del hijo para ver a sus nietos pequeños, y ya está.
Cualquiera sea el caso, él está aquí, recostado a lo que parece una señal de PARE que a su vez está un tanto inclinada, por lo que presumimos que el viejo de la foto no es el primero que se detiene en este sitio, se apoya en la señal de PARE y se pone un rato a examinar el mundo que lo rodea como si en realidad esto sirviera para algo y no fuera, además, tan arriesgado. A estas alturas debería saber que ese estado contemplativo suyo puede atraer la lucidez y que la lucidez es un virus pegajoso, y a veces mortal, que no te deja pensar más que tonterías.
Esperemos que nada en los alrededores le haya recordado –luego de su visita al agro; cuando quizás está a punto de abrazar a sus nietos, habitantes del futuro– la fidelidad debida a ciertos conceptos muy preciados para nosotros. Si le dio por ahí, a lo mejor está pensando ahora en todo lo que debe ser cambiado: empezando por ese techo precario de enfrente y por ese muro balbuceante, que debería pintarse, digamos, de un verde claro o de un carmín encendido.
Enseguida el viejo de la foto seguirá caminando y, pasado un tiempo, alguien morirá en alguna parte, como suele ocurrir.
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¿Qué es, después de todo, pescar? ¿Darle la espalda a una ciudad amablemente decrépita, inexplicablemente hermosa y, para colmo, frugalmente vil? ¿Hallar la solución más allá de los límites de la isla? ¿Sosegada importación de proteínas, furtiva caza de una magra remesa natatoria, o simple y llana purgación del tedio?
El hombre está encandilado. Hay una claridad rotunda frente a él. Pero nadie piense que, porque está de pie sobre el Malecón y nos está dando la espalda, esa luz le viene del Norte. Se trata del ocaso. Y el sol, a diferencia de nosotros, no cambia jamás de rumbo.
Lo que sí nos enternece en la imagen es que el pescador, al menos por una vez, esté usando los pantalones correctos. Esa coherencia.
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El muchacho que vemos no está drogado. No acaba de fumarse media plantación de marihuana. Con su saxo –o lo que sea esa boa metálica en forma de S que está besando– no se parece demasiado a Charlie Parker, el genio real, ni a Johnny Carter, el protagonista del famoso cuento de Cortázar.
Es muy probable que la música (esa arma secreta) que está rebotando ahora contra las paredes derruidas de esa antigua edificación de El Vedado sea una música imperfecta, disentérica, irritante que pronto chamuscará toda la yerba del lugar y les arrebatará cada vez más pedazos a esos viejos muros que nos resguardan y nos acosan.
Uno siente que el muchacho está ayudando a que se cumpla nuestro destino en esta esquina de La Habana.
No entiendo porque se hace reiterado poner los nombres y fotos de fidel, o el Ché así como consignas revolucionarias en lugares totalmente destruidos, ruinas, lugares sucios. Debían ser un poco más equilibrado y poner las escuelas, hospitales, centros de biotecnología y todo lo que se ha hecho por la Revolución