En su primera edad, antes de que el desarrollo del cerebro le permitiera hilvanar las primeras palabras, el ser humano acompañó sus gestos comunicativos con sonidos. Sonidos sin significado por sí solos, pero que, en su asociación con un ceño fruncido, unos brazos en alto, o un tronco encorvado, podían revelar muchísimas cosas.
Un largo camino nos llevó al desarrollo del lenguaje verbal y de ahí a la escritura, instancia última donde incluso las más pequeñas unidades, los fonemas, poseen valor significativo. Sin embargo, aún conservamos esos vestigios de aquella remota época en que, más que la semántica, importaba la semiótica, el acto, la comunicación a través del cuerpo todo: boca, rostro, manos, extremidades…Es por eso que quiero dedicarle hoy un espacio a la interjección, esa especie tan peculiar de unidades de la lengua que cubre un amplio espectro de funciones en el español que hablamos actualmente en Cuba.
Las interjecciones destacan por su carácter invariable, en tanto no es necesario modificarlas gramaticalmente en función del género o el número, y son incorporadas en enunciados interrogativos o exclamativos que exteriorizan una impresión, matizan el proceso comunicativo o llaman la atención de quien recibe el mensaje.
Nuestra particular tendencia isleña al hiperbolismo, la exaltación o el dramatismo, nos ha hecho incorporar a la comunicación cotidiana muchísimas interjecciones, desde las más clásicas hasta aportes exclusivamente cubanos, ya sea por la asignación de un carácter interjectivo a algunas palabras, o por las variaciones mismas que a lo largo del tiempo se han producido en nuestra variante del español. Según su morfología existen dos tipos de interjecciones, las propias (unidades que no alcanzan el nivel de organización de la palabra) y las impropias (unidades que desarrollan una función interjectiva a partir de una palabra con otra función: sustantiva, verbal, adjetiva, etc.).
Todos hemos usado interjecciones propias alguna vez. Saludamos con un “hola”, nos despedimos con un “adiós”, o deseamos que algo se cumpla con un “ojalá”. En esta lista tenemos formas muy conocidas como “ah”, “oh”, “eh”, “uy” o “ay”. Con cada una de esas variantes podemos hacer un amplio catálogo de usos, tantos como hablantes y situaciones existan. El “ah”, por ejemplo, sirve para expresar asombro, sorpresa y también placer, sobre todo si el “ah” se transforma casi en “aj”. No menos popular y útil es nuestra singular realización fonética del “eh”, con un alargamiento de la vocal que nos puede llevar a reacciones de rechazo, desaprobación o sorpresa. El “ay”, de dolor, y el “uy” de sorpresa o asombro, se han enriquecido mucho en matices semánticos, llegando incluso a modificar su forma. Así, tenemos hoy un “ayayai” y un “uyuyui”, que incluso han sido legitimados por la música popular. Igualmente, una realización como “ayyyy” o “uyyyy” tiende a expresar sentidos muy específicos, tanto en la comunicación oral como escrita. A esta lista podemos sumar los clásicos “anjá”, “ajá”, “unjú” y “ujum” como formas que expresan acuerdo o asentimiento, concordancia de criterio con quien nos interpela o nos transmite una información. Para mandar a callar nos resulta muy útil el “sió” o un simple y onomatopéyico “schh”, y si algo apesta, decimos “fo”.
Ya que menciono la onomatopeya, y antes de pasar a otra cosa, quisiera dedicarle un breve espacio a una heroína de nuestras interjecciones, la forma “ptch” o eso a lo que comúnmente le llamamos “freír un huevo”. Es esta una de las fórmulas más exquisitas que tiene el cubano de demostrar indiferencia, incredulidad, contrariedad o desgano. Por lo general se tiende a pensar que la grandeza de una lengua reside en la complejidad creciente de sus formas de organización y asociación, pasando por alto estas sutiles joyas que han sido resguardadas por la expresión popular, la cual encuentra caminos muy originales para enriquecer la comunicación cotidiana. Nada molesta más a una madre que un “ptch” que minimiza un regaño o una amenaza; nada destruye mejor un criterio infundado o una vulgar mentira que el “ptch” de quien la escucha; nada nos convence más de que alguien no cumplirá un mandato que ese “ptch”.
Más amplia y variada es, por razones obvias, la lista de las interjecciones impropias: palabras o combinaciones de palabras que encuentran un nuevo camino significativo, una vida diferente en el mundo vivo de la comunicación: ¡ojo!, ¡cuidado!, ¡bravo!, ¡magnífico!, ¡oiga!, ¡vaya!, ¡estupendo!, ¡formidable!, ¡caramba!, ¡diablos!, ¡bravo!, ¡hombre!, ¡anda!, ¡dale!, ¡por fin!, ¡al fin!… A esa lista común dentro del español estándar podríamos agregar muchísimas que aportan un tono especial a nuestra variante de la lengua. Dos de las interjecciones más extendidas entre nosotros son “coño” y “carajo”, al extremo de haber relativizado bastante su connotación negativa, por lo que se pueden escuchar en cualquier tipo de registro comunicativo. Coño, del latín cunnus –zona exterior del órgano reproductor femenino–, puede expresar frustración o impotencia (“Coño, ¿por qué me pasa esto a mí?”), alarma ante un hecho o situación (“Coño, se me quedó la llave”) o simple enojo. Entre nosotros, sin embargo, hay dos variaciones de la forma original: el “coñó”, acentuado, y el “ño”, apocopado. La acentuación siempre es marca de intensificación, de ahí que el “coñó” tienda a expresar asombro o perplejidad. El “ño” es, por otra parte, menos altisonante, de ahí que tienda a expresar el asombro en un grado menor, aunque también puede tener una forma alargada: ñoooooo… “Carajo”, por su parte, destaca por las múltiples combinaciones perifrásticas que le dan un tono peculiar a cada uso: del carajo, pal carajo, manda carajo, qué carajo, ah carajo, ay carajo, con carajo…
Dentro de esas combinaciones léxicas que forman interjecciones más complejas podemos señalar también las que tienen un origen litúrgico, que se han ido modificando con los años y los usos: “Por Dios” y “Ay Dios”, por ejemplo, se pronuncian hoy como una sola palabra. También podemos incluir aquí el famoso “alabao” pinareño, o el “Madre mía”, que combinado con el “ay” da “Ay mi madre”. En ese sendero mágico-religioso podríamos ubicar también el famoso “solavaya”, fórmula muy cubana para conjurar el mal. Muy graciosas son las perífrasis interjectivas que, pareciendo reclamar incomprensión, regresan irónicamente o expresan sorpresa e incredulidad ante lo que se ha escuchado. Tal es el caso de “¿el qué?”, “¿que qué?”, “¿qué cosa?” o “¿qué tú dices?”. Después de esas interjecciones no suele venir nada bueno o positivo.
No es de extrañar que muchas formas de la interjección impropia procedan de los registros más populares de la lengua, que suele ser un campo menos tabuizado y con mayor libertad para la creatividad lingüística. De allí vienen interjecciones que imitan sonidos de golpes (“páfata”) o disparos (“páguata”); usos interjectivos de disfemismos clásicos como “pinga” y “cojones” (esta última puede ser solo “cojone” o “jone”) para expresar sorpresa, enojo, etc.; formas de asentimiento, acuerdo o valoración positiva como “claro”, “clarinete”, “bolao”, “métele”, “sirvió”, “chévere”, “ciro”, “mamey” o “en talla”; o apelativos de diferente naturaleza y propósito como “ataja”, “agua”, “cucha”, “toma”, “traba”, “echa”… Cómo “echa” dejó atrás su sentido de arrojar o lanzar algo para convertirse en un gesto de celebración, del que llega o del que cumple una meta, es parte de los misterios que le corresponde desentrañar a la lexicografía, ese bonito campo con el que coqueteamos en cada entrega. En la próxima, seguiremos desentrañando zonas poco visitadas de este español nuestro, buscando la alegría y la vitalidad que le hemos aportado a la lengua de Cervantes.