La historia de una moneda propiamente cubana no se inicia oficialmente hasta 1914. No obstante, ello no ha impedido que nuestra variante del español haya desarrollado sus formas muy particulares de relacionarse con el ámbito del dinero en todas sus dimensiones. Se trata de formas nominales que hemos tomado prestadas de otras lenguas. También de apropiaciones metafóricas, cuantificadores locales, fraseología propia y hasta alguna que otra duda etimológica nos acompañan en este camino siempre en crecimiento y absolutamente creativo que es la lengua “cubana”.
En el ámbito de los préstamos, hemos incorporado el globalmente extendido uso de la palabra en inglés “money”, que para nosotros es simple y llanamente “moni”. De su lengua original conservamos el sentido genérico del término, en tanto la palabra, en su versión cubana, no designa una cantidad particular sino conjunto de dinero, pecunio que se posee o no.
Menos extendido está el uso de “piticlines” (que también se puede escuchar como “biticlini”), que hipotéticamente tiene origen sudamericano y específicamente andino, donde el prefijo “piti” marca cosa de pequeño tamaño. De la presencia cubana en África, específicamente en Angola, heredamos la denominación “guansa” derivada de la moneda de ese país, la kwanza.
Otras formas genéricas de referirse al dinero tienen larga data en el castellano peninsular, como es el caso de “plata” o “calderilla”. Aunque es raro escuchar la denominación del dinero como “plata” en el Occidente de Cuba, sí suele escucharse bastante en la región oriental.
En el caso de “calderilla” es casi un arcaísmo entre nosotros. Otras formas regionales que compartimos con el resto del Caribe hispanófono son “guano” (aunque con versión muy cubana en “guaniquiqui”) y “gallo”.
Una historia diferente tienen las palabras que en grado menor o mayor han sido acomodadas al lenguaje monetario. Algunas nacieron en ese ámbito, pero adquirieron una segunda función, como es el caso de “billete”. Podemos hablar de un billete específico o de un genérico, pero billete también es equivalente a mucho dinero, suma de importancia: “Fulano tiene tremendo billete”, “ahí sí hay billete”, etc.
Lentamente se ha ido desplazando el sentido de otro uso metafórico muy extendido en Cuba, el del término “menudo”. Hace solo unas décadas “menudo” designaba únicamente un conjunto de monedas de poco valor, generalmente utilizadas para propósitos concretos, como pagar la guagua, hacer una llamada en un teléfono público, comprar el pan de la cuota, etc. Hoy, se suele escuchar más la referencia a “menudo” en un sentido genérico, equivalente a dinero: “voy a moverme a ver si lucho el menudo”.
En la frontera entre la denominación genérica del dinero y la de una suma considerable de este, tenemos varias apropiaciones metafóricas. Es el caso de “astilla” (o “estilla”), de “melón”, “magua”, “mascá”, “pasta” y “pastón”, “baro”, “guayacanes”, “cabillas”, “toletes” o “balas”. Cada una de ellas puede hacer referencia a situaciones y beneficios concretos.
Por ejemplo, “mascá” es parte significativa o mayor de una ganancia; no es lo mismo “el baro” (una cantidad que se debe o se pide) que “un baro” (cantidad llamativa de dinero que se posee o que cuesta algo); y “melón” puede ser tanto el salario mensual (“ya dieron el melón”) como beneficio significativo que se percibe por un negocio (“hizo un melón vendiendo ajo”).
Uno de los territorios que más singularizan nuestra relación lingüística con el dinero radica en las formas de cuantificación. Los centavos son para nosotros “quilos” (con usos que van desde “un quilo prieto” hasta “eso lo que costaba eran quilos”); “cinco centavos son un medio” (herencia de cuando un real equivalía a 10 centavos); “una peseta equivale a veinte centavos.” “Un caña” es un peso o sustituto de la propia categoría de peso: “cinco cañas”, “veinte cañas”, “mil cañas”, etc.
También hemos denominado la moneda con valor de un peso como “peso amarillo” o “peso macho”. Cuando comenzó a circular el peso convertible cubano, a la moneda de 1 CUC le decíamos “morocota” o “morrocota”, término registrado y verificado en el español peninsular y que hoy sirve para designar a monedas de valor unitario, sin importar la cantidad: “tengo que darte el vuelto en morrocota, porque no tengo billetes”.
Para denominaciones mayores tenemos equivalencias metafóricas con orígenes diversos en el habla cotidiana: la charada y los juegos de azar, el lenguaje religioso, etc. Con variedades más o menos extendidas en el territorio nacional, o usos más o menos populares, encontramos en la isla estas sustituciones: “una monja” son 5 pesos, “pescao” son 10, “perro” equivale a 15, “bomba” a 20, “piedra fina” a 25, “camarón” a 30, “medio palo”. “Una tabla” o “un palo” son 100 pesos y “una raya” equivale a 1000.
No son pocas las frases relacionadas con el mundo monetario que atesora nuestra variante del español. “Tener la guanaja echá” es tener ahorros guardados en un sitio secreto, frase que era muy común entre los campesinos. “Tirar un salve” es prestar una suma pequeña de dinero a alguna amistad o familiar, aunque hay quien lo exige como pago a discreción de lo que parecía ser un favor u obligación. “Una tierrita” equivale también a suma modesta, mientras que una “ponina” es cantidad que se reúne colectivamente con diversos fines: comprar un regalo para alguien, adquirir un bien para disfrute colectivo, etc.
Por supuesto, también tenemos frases que se distinguen por su naturaleza hiperbólica, tanto para expresar carencia de dinero como tenencia en abundancia. Si el preciado bien se ausenta de nuestro bolsillo podemos significarlo de diversas formas: “estoy pelao”, “tengo tremenda peladera”, “estoy en la fuácata”, “estoy pasmao”, “tengo tremenda pasmadera”, etc.
En la situación contraria: “está forrao” o “está forrao en billete”, “está potro”, “está hechongo”. Si se quiere nombrar a la persona que nada tiene para aportar a una relación en términos monetarios, se le espeta “ese no tiene un quilo” (que no es lo mismo que “no valer un quilo”). Quien tiene mucho dinero es un “maceta” o un “milloneta”. Aunque “maceta” nació entre nosotros como un término peyorativo, en tanto designaba a una persona cuya fortuna provenía de negocios ilícitos, con el tiempo ha pasado a designar genéricamente a quien posee fortuna monetaria de consideración.
Una historia muy peculiar es la que ha acompañado la aventura monetaria cubana desde los años noventa del pasado siglo, momento en el que el peso cubano comenzó a convivir indistintamente con el dólar estadounidense y con el peso convertible. El dólar pasó a ser “fula” (y también “verde”), denominación negativa que emanó de su circulación ilegal hasta que entró en vigor como moneda de curso legal a mediados de los noventa.
De esa cohabitación financiera nació también el peso convertible cubano, rebautizado como “chavito” (por influencia antillana, especialmente boricua) y más tarde como “ceucé” (lectura de la sigla CUC). Incluso, lo que siempre fueron simplemente “pesos”, comenzaron a demandar la especificación de “pesos cubanos” o “moneda nacional” para distinguir formas de pago, precios y hasta tipologías espaciales: “¿ese restaurante es en fulas o en moneda nacional?”, “¿el hotel es solo en moneda nacional o acepta ceucé?”, etc.
Por enigmático, he dejado para el final el caso de la palabra “fula”, pues existen tres orígenes que se disputan su etimología, todos contentivos del carácter negativo que se conserva en el español que hablamos en Cuba. Según el Diccionario de la Real Academia Española y el Diccionario de Americanismos, “fula” es versión apocopada de fulastre, persona en la que no se puede confiar. No obstante, hay quienes prefieren la relación con “nfula”, un tipo de pólvora muy usada en las ceremonias relacionadas con la nganga del Palo Monte y palabra que, en su origen africano, incorpora las nociones de peligro, de estallido.
Una tercera versión relaciona la palabra “fula” con la conocida cultura nomádica africana, que muchos cubanos pudieron conocer de primera mano en el continente negro. Los “fulas”, se dice, no tenían, por ejemplo, muy buena consideración entre los angolanos. Como casi todas las culturas nomádicas, eran proclives a ser tildados de ladrones, gente baja y poco confiable.
De esos tres orígenes, el que llega hasta los dólares americanos solo podrá decirlo la investigación con las fuentes, la datación de usos, el análisis detenido de las formas y los tiempos a través de los cuales se incorpora al habla cotidiana. Así de intrincados son los caminos de la lengua que hablamos y enriquecemos día a día.