Buscando temas poco tratados por la lingüística tradicional para amenizar esta columna, me he encontrado con el atractivo campo de las enfermedades, los padecimientos y las peculiares apropiaciones que generan en nuestra forma de hablar el español en la isla. No hay nada más creativo en el ámbito de la lengua que el uso cotidiano. Espacio que traza los complejos caminos a través de los cuales evoluciona un idioma.
Siguiendo esos hilos azarosos, por ejemplo, puede advertirse la transformación que experimentan determinados términos que se desplazan de su sentido original hacia otro asignado por el trasiego popular. Parece ser el caso de la palabra “embolia”, cuyo significado en el ámbito de la medicina es muy claro y estricto, asociado a un proceso de coagulación de la sangre que puede llegar a obstruir una arteria y provocar un daño severo.
Pero, entre nosotros, la asociación entre embolia y obstrucción-paralización muy extrañamente se usa para lo que originalmente designa (que nosotros preferimos llamar “derrame”, “trombosis”, etc.), y ha pasado a referirse a algún tipo de obstrucción intestinal o paralización de la digestión.
Así, nuestras madres nos previenen de no bañarnos en el mar acabados de almorzar, o de no tomar una ducha de agua fría inmediatamente después de comer, so pena de que nos afecte una embolia.
Me he dado a la tarea de corroborar cuáles de los usos más populares entre nosotros han sido registrados por la Real Academia de la Lengua Española (RAE), sea en su diccionario general o en el de americanismos. Sorprende encontrar allí términos que uno juraría que son auténticos inventos nuestros. Pero no, tienen larga data de uso o han sido incorporados en tanto variantes de una región específica de América Latina.
Como aportes singulares de Cuba a la lista, con usos registrados también en República Dominicana, tenemos el célebre “ojo de pescado” y la “sirimba”. También aparece consignado como correcto, aunque parezca científicamente improbable, el “empacho”. Sin embargo, no aclara si el método de “pasar la mano” para curarlo está legitimado por alguna institución médica.
Otro que suena a fabulación extrema es el “andancio”, cuya entrada se acompaña de una escueta pero clara información: enfermedad epidémica leve. En qué momento “andar” terminó en “andancio” ya es tema para una novela. Entre nosotros también puede escucharse una variante alternativa: “Te cogió eso que anda”.
Siguiendo con la lista de invitados inesperados al concierto del diccionario tenemos otros términos muy populares: “el juanete” (desplazamiento o deformación del hueso del dedo gordo del pie), “la ciguatera” (intoxicación alimentaria por consumo de pescado), el jipío (sonido indicativo de una congestión respiratoria), “la culebrilla” (enfermedad viral cuyo signo visible es un exantema muy doloroso en forma alargada), “el tabardillo” (insolación), “un soplo” (ruido peculiar que se advierte tras auscultar un órgano del cuerpo), o “el golondrino” (inflamación infecciosa de las glándulas de la axila).
Otro capítulo interesante, como apuntaba al inicio, es el de términos que han desarrollado en la isla un nuevo sentido, sea por amplificación o por desviación. Es el caso de “muesmo” (también se dice “muermo” en algunas regiones de Cuba) que, en sentido estricto, se refiere solamente a una afección nasal pero que para nosotros describe un estado de malestar general.
Mi mamá usa también con un sentido desplazado el término “alferecía”, que clínicamente describe un cuadro parecido al de la epilepsia, pero que para ella ilustra cualquier tipo de estado de irritación, molestia mayúscula, empingue… El que sí constituye un desplazamiento absoluto es el uso cubano, sobre todo en personas de la tercera edad o en entornos rurales, del verbo “corregir” para referirse a la acción de defecar.
En un entorno hospitalario es usado incluso como un eufemismo para evitar formas de nominación de ese acto que pueden parecer poco adecuadas al hablante de cierta edad. Otra variante muy cubana en esta misma dirección es “dar del cuerpo”.
El campo de los eufemismos y los neologismos, los giros ameliorativos y perifrásticos también son terreno fértil cuando se trata de enfermedades o dolencias del cuerpo. Así, de alguien de quien no se desea explicitar la causa de la muerte por alguna razón, se dice que murió de “una larga y penosa enfermedad”, o en contextos más coloquiales “ya eso venía caminando”, “hace tiempo que estaba jodío”.
Muy creativos son nuestros inventos para nombrar un malestar no asociado a afección específica alguna, como tener “el cuerpo corta’o”, estar “estropea’o”, “constipa’o”, “matungo”, con “destemplanza”, con “calentura”, con “los ojos marchitos”, con tremenda “morriña”, con “cuju cuju” (onomatopeya de la tos).
En la misma línea hablamos de alguien que “está malito”, o “vola’o en fiebre”, que tiene “la cara chupá’”, o “está hala’o”. Y para la fatiga o decaimiento, producto de enfermedad, dolencia o simple cansancio: “tumba’o” (sirve para el cuerpo como un todo y también para partes específicas, como un ojo, un brazo, una pierna), “mata’o”, “derrenga’o”, “arrenga’o”, “desguabinao”, etc. Todas ellas se resumen en una sola frase, clara y definitiva: “estar hecho pinga”.
No obstante, la lista de nuestros inventos es larga. Y será tarea titánica para los investigadores del lenguaje establecer orígenes y desviaciones de frases y términos. Nuestras abuelas, por ejemplo, de alguien que no lucía en buen estado, solían decir que no estaba “muy cristiano” o “muy católico”. Hemos heredado nociones muy abstractas, que nada dicen pero que todos usan, como “le dio una cosa”, “le dio un yeyo”, “le dio un patatús” (hay quien dice “patatún”).
Y están los términos imprecisos. Se sabe muy poco sobre qué caracteriza al “mal de ojo”, pero se sabe muy bien en qué consisten las “cagaleras”. Imprecisos son también tener “un aire trabao”, o la muñeca o la cintura “abiertas”, o el cuello o el pie “virao”, o la comida “pasmá”, o dolor “en la boca del estómago”, o una “penita”, o “aventazón” o “ventolera”, o un “pito en el oído”.
Por más que nos lo advertían, nuestras madres nunca llegaron a definir para nosotros que cosa era darse “un mal golpe” o, peor aún, darse “un golpe en el sentido”; tampoco lo que era coger “un galillazo”, que algo se fuera “por el camino viejo”, o el peligro de que se nos subiera “la sangre pa la cabeza”. Aunque abstractos o imprecisos, un médico puede comprendernos si le hablamos de un “pelo enconado”, de alguien que está “enfermo de los nervios”, o que le dio un “descenso”, o se “quemó”, se “tostó”, “perdió la cabeza”, le está “patinando el coco”, se quedó “turulato”, o “muengo”, o “ñangueteao”, o que está “podrido del catarro”.
Sin embargo, creo que solo entre cubanos podemos identificar dónde queda el famoso “huesito de la alegría”, o qué cosa es una “cuca”. Incluso, tenemos afecciones de uso hiperlocalizado como las clásicas “cotorras” pinareñas. También podemos definir, y defender, porque de eso se trata la ciencia “lengüística”, como auténticos cubanismos los términos “esnuncarse” (también hay quien dice “desnuncarse”), “soponcio”, o el inclasificable pero sonoro y gracioso “terepe”.
Si usted tiene algún aporte, no dude en dejarlo por aquí. Entre todos podemos seguir construyendo este hermoso archivo del español de Cuba.
Se conoce de alguna conexión entre “cuca” y el término “duquelas” (acortado “ducas”)? Proviene del caló significa precisamente dolores. Quizá ducas derivó en cucas. Agradecería la opinión del autor al respecto.