El domingo pasado unas 1200 ovejas merinas y 200 cabras recorrieron algunas plazas y calles de las más importantes y concurridas de Madrid. Vecinos y visitantes nos apretamos en las riberas de un río de lana, cuernos, balidos, orines y heces, completamente inusual en el paisaje urbano.
Excitados, los niños parecían querer lanzarse a la corriente mientras los padres los contenían. De adultos, sin remordimientos e imbuidos de civilización, nos adueñamos inconscientemente de nuestro lugar de privilegio en la cadena de mando de la biosfera y las demás especies suelen parecernos muy extrañas, como piezas de museo, de las que siempre hay que cuidarse.
Todos allí, asombrados, blandiendo nuestros teléfonos, disfrutamos este espectáculo efímero al que no se acostumbra totalmente la mirada del urbanita. A nuestros pies las ovejas pasaban, mansas, y podíamos tocar sus lomos, acariciar el vellón empercudido y admirar de cerca sus caras amables, impasibles a pesar del paisaje de vidrio, hormigón, acero.
En esta Fiesta de la Trashumancia de Madrid, que celebró este año su edición 29, las ovejas y cabras atravesaron por primera vez la Plaza Mayor, uno de los centros de esta metrópoli con más de 3 millones de habitantes y donde el siglo XXI dialoga con una historia tan rica y extensa.
La Fiesta tiene un afán reivindicativo: busca defender la conservación de las vías pecuarias utilizadas desde la Edad Media para la trashumancia en el territorio ibérico. Los más antiguos registros sobre esta práctica datan del año 923 fomentada especialmente desde que, bajo el mandato del rey Alfonso X, en el siglo XIII, fue creado el Concejo de la Mesta, una de las más antiguas agrupaciones gremiales de Europa, que agrupaba a los ganaderos y le otorgaba privilegios y protecciones para desarrollar mejor su actividad de cría. Poblaciones enteras, culturas enteras, basan su memoria, en buena medida, en esta práctica.
El ganado que vimos aparecer, caminando acompasadamente sobre el asfalto en Madrid, comienza cada año su ruta en los Picos de Europa en el norte de España y atraviesa la capital, que es donde más prensa y flashes consigue atraer.
Los pastores y mayorales siempre conducen a los animales por donde haya buen pasto y puedan asegurarles un descanso reparador. En Madrid, por supuesto, no tienen ni una cosa ni la otra, sino el bullicio callejero. Pero su estancia entre nosotros, por solo unas horas, permite hacer visible esta realidad, esta suerte de “mundo paralelo” del que, sin embargo, todos, en cualquier esquina del planeta, dependemos: el campo.
Vestidos y calzados como en plena Edad Media, acompañados por instrumentos de música tradicionales, protegidos de un friíto incipiente en este octubre mucho más caluroso de lo que le toca ser, grupos folclóricos de distintas regiones y asociaciones culturales escoltaron a las ovejas y cabras y llenaron de color e historia la escena.
Estudiantes, profesionales y activistas portaban pancartas: “Pastoreo trashumante, para conservar la biodiversidad y enfriar nuestro planeta”, o “Contra los incendios y la desertización”. También escuchaban canciones:
“Si quieren comer la carne,
señores como Dios manda,
defiendan nuestros rebaños,
también a quienes los guardan”.