Desde que tuve uso de razón, siempre que había una fiesta en mi casa y se reunía la familia lo primero que se tocaba era el danzón y lo bailaban tanto los jóvenes como los mayores.
Fernando Álvarez, un día, tomando unas cervezas en la Tienda de Carlos III, me contó que cuando Omar Torrijos, presidente de Panamá, vino a Cuba después de todos los protocolos y saludos, una de las cosas que primero le preguntó a Fidel, es que si el cantante Fernando Álvarez vivía le gustaría saludarlo. Y no solo Fernando cantó para él, sino que Torrijos se lo llevó un tiempo a Panamá para que actuara allí, pues tenía mucho público que hacía tiempo no lo escuchaba cantar en vivo.
Algo semejante vivió Barbarito Diez. Pero él no se inmutaba. Sabía que invariablemente había una casa o algún cuchitril en el que se disfrutaba de una buena noche de danzón.
Barbarito fue bueno en todo, puedo estar hablando horas de él y siempre a favor.
Fue muy amigo de Alberto Rubiera, quien le presentó a Graciano Gómez para que viera al entonces muchacho (Barbarito) cantar. Graciano le pidió que se quedara en quinteto Selecto que él dirigía, pero también le presentó al mago de las teclas, Antonio María Romeu, quien después de verlo cantar quiso llevárselo con él para que cantara en la orquesta. Y allí en la orquesta estaban dos buenos cantantes: Diego Rodríguez y Rogelio Martínez, cuando alguno tenía algún otro compromiso le pedían a Barbarito que lo sustituyera.
Entonces, en 1937, Diego Rodríguez pasa a la orquesta de Armando Valdespino, y Barbarito pasa a ser el cantante de la Orquesta de Romeu. Canta con la orquesta, pero no deja de cantar en el grupo de Graciano e Isaac. En 1955 cuando fallece el maestro Romeu, Barbarito asume la dirección de la agrupación junto con el hijo del mago de las teclas.
Barbarito era una persona que inspiraba mucho respeto. Nunca se le vio subir a un escenario diciendo chistes, para ganarse el público o ser simpático. Lo de él, era cantar y cantar bien.
Miren como era de respetuoso en su vida diaria, que muchos años después de conocerlo y de ser su amigo, cuando estaban en algo de trabajo, trataba a Graciano de usted, porque así era él: un hombre muy educado. Y no solo eso, jamás tomó una gota de alcohol. “Vengo a cantar, no hacer de cómico o a fiestar”, comentan que decía.
Un hombre con una sonrisa que invitaba a la amistad, la entregaba al público cuando sentía que conectaban emocionalmente con él, fue famosa su postura como una estaca, casi sin moverse para interpretar.
Actuó una larga etapa en el Vista Alegre, en esa época lo vi mucho pues yo vivía en el hotel Manhattan, que estaba situado frente por frente al Vista Alegre, en San Lázaro y Belascoain. Empecé a vivir allí en el año 1953, tenía 13 años y casi siempre por la noche al cruzar para ir a tomar fresco en el Malecón, con mi madre, nos tropezábamos con muchos músicos que eran habituales y que ella conocía de la época en que estaba casada con mi padre. Por aquel tiempo Barbarito había cogido mucha fama en el mundo de la naciente Radio, allá por el año 39.
Muchas veces vimos a Barbarito y siempre era el mismo, callado, serio, de muy pocas palabras y sobre todo muy caballeroso. Tuve la suerte de saludarlo y de hablar par de veces con él, la última vez, muchos años después de la época del Vista Alegre, fue en su casa.
Cuando llegué estaba sentado en la sala con un gran tocadiscos al lado, a la altura de su brazo, para que le fuese fácil poner y cambiar los vinilos de larga duración. Su esposa me abrió la puerta, él estaba prácticamente frente a mí e hizo ademán de apagar el tocadiscos del cual salía el sonido de un danzón cantado por él, le dije: “¡No por favor, no lo quite!”, así escuchamos juntos las tres últimas canciones que quedaban. Nunca había disfrutado tanto de algo. En ese momento me acordé de mis abuelos, de las fiestas de fin de año en la casa y de todas las demás que se dieron y lo digo aquí, como se lo dije a Barbarito: “¡Es lo más grande que me ha pasado!”. Creo que fue mi mejor día como fotógrafo.
Barbarito, en plena fama, cantó en New York, en 1959, y después en un bailable de Miami, en 1960. Aquel día en su casa me contó que recién había regresado de actuar en escenarios fuera de Cuba, después de 20 años sin salir de la Isla, ya “un poco mayor”, como decía él, con 75 años y casi infartado por las emociones recibidas después de tanto tiempo sin cantar en aquellos países. “No lo podía creer, nunca me han querido tanto ni me han respetado tanto. ¡Como me recuerdan! Dondequiera que llegaba se caía aquello de aplausos. Era increíble, como repetían las letras de cuánto danzón cantaba. No importa, si era de ahora, de ayer o de antes.” Lo que me contaba había sucedido en Venezuela (1980, 1981, 1984), en México (1981 y 1985) y en República Dominicana.
¿Quién dice que la ausencia es olvido? Cuando se ha hecho un trabajo verdadero, siempre debe perdurar. Porque se guarda en el corazón de toda una generación, y si estas son capaces de transmitir a las nuevas las cosas que merecen recordarse. Si no, lo que viene para esas nuevas generaciones no es olvido, es el silencio.