Nablus, un día cualquiera. Llegamos un grupo de periodistas al campo de refugiados de Balata, el más antiguo de Cisjordania. Coincidimos con el funeral de un joven combatiente fallecido esa mañana en uno de los rutinarios enfrentamientos con tropas israelíes.
Íbamos a otra cosa, pero decidimos esperar. Muchos de nosotros no conocíamos Balata y otros jamás habían estado en el funeral de un miliciano palestino.
El campo de refugiados de Balata, en la ciudad de Nablus, se creó en 1950, poco después de la fundación del Estado de Israel. Inicialmente en sus 25 hectáreas vivían unos 5 mil palestinos desplazados por el conflicto. Hoy en la misma área residen en condiciones precarias más de 30 mil personas. Nablus históricamente ha sido un foco de resistencia y ahí surgieron, en el año 2000, las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa.
Llovía. Confieso que me aburría bastante, cuando de la nada veo llegar un grupo de hombres armados, de no más de 30 años y rodeados de niños, que se dirigen hacia la entrada del campo. Se detienen, hablan por sus teléfonos móviles. Miran recelosos a todos lados. Llegan otros, se saludan con abrazos y se van agrupando en los diminutos portales que los protegen de una lluvia de a ratos intensa.
Son miembros de la Brigada Balata. Combatientes sin filiación a ningún partido político o grupo armado reconocido. Son, como sus predecesores, los Lions Den —surgidos hace un año más o menos en la ciudad vieja de Nablus—. Jóvenes hastiados, muchos de ellos desempleados, sin perspectiva de futuro y cansados de la inmovilidad de las instituciones palestinas. Toman las armas frente a las incursiones de las Fuerzas de Defensa de Israel en su territorio. El campo de refugiados de Balata es su hogar y también su bastión.
Solo hablan árabe, así que la comunicación con ellos me resulta imposible, salvo por gestos. Pero se dejan fotografiar y algunos hasta posan mostrando orgullosos sus armas. Muchos llevan el rostro cubierto; pero a otros no les importa mostrar su identidad. Los niños, que cada vez son más, revolotean de un lado a otro y miran obnubilados las armas y a estos hombres, que hoy son sus héroes, pero mañana podrían ser sus mártires.
Pertenecientes a la generación Z, algunos son casi adolescentes. Son coquetos, usan peinados a la moda y llevan barbas y cejas bien arregladas. Descontando el verde olivo de algún pantalón o chaleco, visten ropa deportiva de negro riguroso.
Columbia, The North Face, Nike, Lacoste, Louis Vuitton y Adidas —sobre todo Adidas— son marcas (seguramente imitaciones) que estos jóvenes combinan con sus letales fusiles M-16 y alguna que otra granada. Hijos del siglo XXI, estos guerrilleros urbanos coordinan sus acciones a través de las redes sociales, sobre todo TikTok.
De pronto salen a la avenida, caminan unos 500 metros y se ponen a la cabeza del funeral, en el que otros jóvenes palestinos, sin armas, cargan sobre sus hombros en una camilla y cubierto por la bandera nacional el cuerpo de Mahdi Hashash, miembro de la Brigada Balata. Tenía 17 años.
Había estado en un funeral así en Ramala, cuando cientos de personas acompañaron el cuerpo de la periodista de Al Jazeera Shireen Abu Akleh en un recorrido por el centro de la ciudad. Pero en aquella avalancha humana, en la que se hacía difícil caminar y aún más tomar fotos, no había armas. Y mucho menos disparos.
En Balata sí hubo plomo. Y mucho. Los gritos de “Alá es grande” y otros en árabe indescifrables para mí fueron acompañados por ráfagas al aire. Decenas de M-16, el fusil habitual entre los insurgentes palestinos y algún AK-47 se dejaban escuchar por todos lados, a veces muy cerca de mi cámara mientras la marea humana que participaba en el funeral se adentraba en las callejuelas del campo. Nada de salvas, eran balas ordinarias, de las que matan.
Nos fuimos de allí cuando el cuerpo del joven Hashash y sus acompañantes entraron en la mezquita. Me habría quedado a seguir retratando el funeral, pero no podía separarme del grupo.
Salí de allí con el corazón un poco apretado y el retumbar de los disparos aún sonando en los oídos. No nos acostumbramos a la muerte, mucho menos cuando se va gente joven. Por edad, cualquiera de aquellos chicos podría ser mi hijo. El hijo que tengo lejos y al que, desde la distancia, intento proteger de tantas cosas.
Un amigo en Cuba vio estas fotos y me dijo que imágenes así solo las ve en el noticiero; otro que parecían sacadas de una película. Pero son reales y ahora las veo de cerca. Para los palestinos enterrar a sus hijos es una tragedia cotidiana.