Es extraño que no haya más casos de Covid-19 en Manila, más muertos.
Metro Manila, eje de la vida política, económica y cultural de Filipinas, es una de las ciudades más densamente pobladas del mundo. Aquí viven más de 13 millones de personas, unos 5 millones en condiciones de pobreza extrema. De ellos 2,5 residen en villas miserias o slums, el resto ni eso, el resto vive simplemente en la calle.
Sin las mínimas condiciones de vida, para ellos es casi imposible quedarse en casa o lavarse las manos. Existe una única prioridad: comer, alimentar a la familia, a los hijos, que aquí son muchos. Hay que buscar los pesos para comprar arroz.
Esto es Manila y aquí estoy yo, que no soy de quedarme en casa.
Así que salgo, cámara en mano, a sus calles polvorientas, sucias y caóticas, habitualmente con un tráfico de locos, ahora vacías. Visito sus mercados populares olorosos a pescado ahumado, a fritanga, a comida callejera, donde los gatos y las ratas coexisten pacíficamente mientras se alimentan de desechos.
También los barrios más pobres y congestionados, barrios de chabolas construidas apiñadas unas junto a otras, unas sobre otras, como un panal de abejas. Barrios de gente pobre, muy pobre, pero noble. Gente que, a pesar de todas sus desgracias, ríe esperanzada y alegre.
El área metropolitana de Manila –conocida como Metro Manila- está bajo estricta cuarentena y toque de queda desde mediados de marzo por orden del presidente Duterte, que acaba de extenderla hasta el 31 de mayo, y quién sabe si más allá. Todo está cerrado, menos los mercados y las farmacias. No se puede circular libremente por la ciudad y hacerlo sin mascarilla implica una multa de unos 20 dólares. Estoy entre los privilegiados, los periodistas tenemos un pase especial para salir y eso me permite callejear, zapatear la ciudad.
Recorro, retrato las barriadas pobres donde la vida se hace en la calle. Las diminutas chabolas, hechas con lo que se tenga a mano, albergan familias numerosas en espacios inimaginablemente pequeños, asfixiantes, donde el calor, el puñetero calor, es insoportable. No les queda otra que salir a la calle, esa extensión de su vivienda. Los habitantes de los slums de Manila pasan el día en las calles, ahí juegan sus hijos, friegan, lavan, se bañan, pasan el rato con los vecinos. Entran en casa solo para dormir.
Y estas salidas siempre me hacen reflexionar sobre lo mismo: el calor, el sofocante y húmedo calor de Manila –más intenso que el de mi lejana Cuba- debe tener algo que ver con que el Covid-19 no se haya extendido más. Al ver las condiciones de insalubridad en que viven tantas personas es increíble que el coronavirus no esté haciendo aquí los estragos que ha causado en países desarrollados como España, Italia, o los mismísimos Estados Unidos.
Con la falta de higiene y el hacinamiento, los muertos deberían contarse por miles tirados en las calles como en la Edad Media, por suerte no es así. La gente sigue su vida, sus rutinas, su lucha por la subsistencia.
Cuando comenzó todo esto de la pandemia esperaba ver muertes a montones, escenas dantescas, terribles, algo como los grabados de Goya sobre la peste, no ha sido así.
Por suerte la vida sigue y los filipinos ríen, a pesar de todo.