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Hay un dicho muy argentino que asegura que la vida siempre da revancha. En Cuba, quizás lo llamaríamos el desquite: esa oportunidad de sacarse una espina, de sanar y volver a la carga. Y eso fue, precisamente, lo que hizo Silvio Rodríguez en su tercer concierto en Buenos Aires.
Aquí van mis apuntes, entre foto y foto, como quien escribe desde el ojo del huracán: entre el obturador que respira y la emoción que apenas deja enfocar. Porque aquella noche no fue solo el cierre de una serie de conciertos; fue un punto de inflexión, un acto de restitución poética y humana. Lo que el trovador había dejado pendiente por culpa de una gripe, la vida —esa vieja cómplice— se encargó de devolvérselo con creces.

La revancha
La historia tiene ribetes de película. En su segunda presentación en el Movistar Arena, el hijo de Argelia y Dagoberto salió al escenario con un cuadro gripal y una disfonía que amenazaban con frustrar la noche. Sin embargo, lo que podía haber sido un desastre se transformó en uno de los conciertos más conmovedores de la gira. Fue tal la emoción que, en los días siguientes, las redes se llenaron de comentarios y la demanda por entradas para el último show se disparó. En los sitios de reventa, los boletos cotizaban casi como en la bolsa: la fiebre por verlo una vez más era total.
Por esas casualidades y azares que suelen acompañar a Silvio, Buenos Aires fue la única ciudad de la gira donde se agregó un tercer concierto, encajado entre las fechas de Montevideo y Lima. Hubo que cruzar dos veces el Río de la Plata para cumplirlo. Y así, en medio de ese ir y venir, la vida le ofreció al trovador su revancha: una noche para recuperar la voz, el aliento y el equilibrio perfecto entre emoción y canto.
El desquite fue rotundo. La voz sonó impecable, los músicos siempre de un alto nivel, el sonido técnico rozó la excelencia y el público —ay, el público argentino— se levantó de sus asientos una y otra vez para aplaudirlo de pie. Pero aquella no sería una noche más. Había algo en el aire, una suma de presencias y coincidencias que parecían haberse confabulado para hacer de ese recital memorable.

Encuentros y coincidencias
Antes del concierto, Silvio compartió un momento con Taty Almeida, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora, de 95 años. Ella le pidió que cantara Unicornio: “Siempre que la escucho me recuerda a mi hijo, que todavía estoy buscando”. Más tarde, el trovador le dedicaría la canción ante un estadio conmovido.

Esa misma noche se cumplía el centenario del nacimiento de Celia Cruz. Silvio la recordó en escena como una de las figuras más grandes de la música cubana. Alguien desde el fondo del público gritó “¡Azúcar!”, y los aplausos estallaron como si se hubiera encendido una chispa caribeña en medio de Buenos Aires. También evocó a Juana Bacallao, otra leyenda nacida hace cien años, y a su propia madre, Argelia Domínguez, quien también cumplirá el centenario en noviembre de este 2025.
La luciérnaga y el abrazo
A mitad del concierto, el escenario quedó en penumbra. Silvio anunció que invitaría a “un muchacho con mucho talento”, repitiendo la palabra talento como quien subraya una certeza. Entonces apareció Milo J, apenas un pibe de 19 años que ha revolucionado la música argentina. Subió con paso tímido, casi sin respirar. Silvio lo abrazó fuerte, lejos de los focos, y le cedió el escenario. El pibe formó un corazón con las manos; Silvio respondió con una sonrisa cómplice.

“Es la primera vez que lo veo… y estoy cagado en las pastas”, dijo el joven, con la voz temblorosa. Luego, guitarra en mano, interpretó Luciérnaga, la canción que escribió para su abuela y grabó junto al trovador. “Te veo, te sueño y te extraño”, coreó el público entero, acompañando la emoción.
Al terminar, Milo anunció que donarían las regalías del tema a las Abuelas de Plaza de Mayo. Silvio volvió a abrazarlo y el estadio se llenó de gritos: “¡Milooo, Milooo!”. El trovador le ofreció cantar otra canción, pero el chico, con los ojos brillando y todavía nervioso, respondió: “Gracias, maestro. Quiero disfrutar de su show”. Detrás del telón, lo esperaba su madre: “Lo lograste, hijo”, le dijo; “Lo logramos, ma”, respondió él, en plural.

Ese plural lo dijo todo: no era solo un triunfo personal, sino una conquista colectiva. Lo que había ocurrido en ese escenario trascendía el gesto artístico; era una conversación entre generaciones, una herencia que se renueva. En ese abrazo entre el trovador que marcó una época y a varias generaciones y el pibe que representa otra, se selló una continuidad: la de la canción como refugio, como memoria y como acto de amor compartido.
Y en ese intercambio se cruzaron generaciones, geografías y heridas, como si una luciérnaga se posara por un instante sobre la memoria colectiva.
Los hermanos de ruta
En el tramo más íntimo del concierto, Silvio rindió homenaje a sus compañeros de generación: Vicente Feliú, Noel Nicola y Pablo Milanés. “Siempre recuerdo que no empecé solo con esto —confesó—. Les estoy enormemente agradecido.”

A guitarra limpia, interpretó “Créeme” de Feliú junto a su hija Malva; luego “Te perdono”, de Nicola, con un diálogo hermoso entre piano y flauta; y “Yolanda”, de Pablo Milanés, que provocó un coro espontáneo y cariñoso desde la platea. Entre esas voces estaba sentada la compañera de Pablo, justo frente al escenario, cantando entre lágrimas.

Halt!, el poema y la historia
Otro momento intenso llegó cuando Silvio recitó Halt!, el poema de su hermano de vida, Luis Rogelio “Wichy” Nogueras. Como si las fechas se empeñaran en encontrarse, aquel 21 de octubre se cumplían 46 años del día exacto en que Wichy visitó Auschwitz y luego escribió el poema. En él, contrapone el horror nazi con una noticia contemporánea: el bombardeo israelí sobre campamentos palestinos en el Líbano.

“Pienso en ustedes y no acierto a comprender cómo olvidaron tan pronto el vaho del infierno”, termina el poema y un silencio espeso cubrió el estadio. Luego, como si el texto se extendiera en canción, arrancó los acordes de La era está pariendo un corazón. Fue uno de esos momentos en que la historia y la música se confunden en una sola respiración.
El falso final
El cierre llegó con “Ángel para un final”. Digo “el primer cierre” porque todos sabíamos que vendrían los gritos de “¡otra, otra!” y el infaltable “¡una más y no jodemos más!”. Silvio no fingió retirarse. Saludó, sonrió, y volvió a sentarse en el centro del escenario.

“Ahora les voy a tocar un estreno”, bromeó. Y lo que sonó fue “Ojalá”, en la poderosa versión que hace junto al trío Trovarroco: guitarra, tres y bajo. Pero la noche todavía guardaba un as bajo la manga. Con las luces de la sala ya encendidas y parte del público emprendiendo la retirada, un coro improvisado empezó a rugir: “¡Y Silvio no se va! / ¡Y Silvio no se va!”.

Entonces, contra todo protocolo, el trovador regresó. Se aferró a la guitarra y cantó “Óleo de mujer con sombrero”, que hasta entonces no había interpretado en esta gira. Los presentes la cantaron de principio a fin.
En los versos finales, Silvio le hizo una seña a Jorge Aragón, en el piano, para que lo acompañara y cerrara la canción siguiendo el pulso del público. El personal de seguridad no pudo contener el regreso de quienes ya habían salido: la gente corrió nuevamente hacia sus asientos. A esas alturas, nadie permanecía sentado. Aquello, más que un recital, parecía un concierto de rock.

La crítica
“Si un concierto en vivo se puede medir por la audacia del repertorio, por el clímax entre músicos y público, por la entrega de su líder y por la espontaneidad de la experiencia artística”, escribió luego la revista Rolling Stone, “el tercero y último de Silvio Rodríguez en Buenos Aires fue uno de los más excelsos y memorables del año, y quizás de toda su historia con el país”.







Y ese elogio, por supuesto, va también para la banda: Rachid López (guitarra), Maikel Elizarde (tres), Niurka González (flauta y clarinete), Oliver Valdés (batería y percusión), Jorge Reyes (contrabajo), Jorge Aragón (piano), Emilio Vega (vibráfono) y Malva Rodríguez (piano y coros). “Brilló en cada arreglo. La sonoridad fue elástica, precisa y cálida, un colchón perfecto para que el trovador manejara los tiempos con maestría”, se puede leer en la crítica de la citada revista.
Epílogo

Silvio, antes de despedirse definitivamente, miró al público y sonrió. Esa sonrisa tenía algo de alivio y de ternura, como quien entiende que la vida, a veces, devuelve lo que se lleva. Quizás pensó —como al comienzo de esta crónica— que la vida siempre da revancha.

En Cuba diríamos que se desquitó. Pero no con rabia ni revancha, sino con gratitud. Se desquitó cantando, entregándose entero, reafirmando que todavía hay canciones que pueden iluminar la oscuridad y hacer comunidad.
Porque, al final, cada una de sus canciones —las de amor, las de lucha, las que acompañan y las que duelen— son parte de eso: un desquite contra el olvido.










