José Alberto Figueroa (Figo), uno de los grandes referentes de la fotografía cubana, cumplió 75 años el pasado 26 de septiembre. De todos los títulos merecidos, yo prefiero celebrarlo como “el más pepillo de los fotógrafos cubanos”.
Esa fue la primera impresión que tuve tras conocerlo en 2006 y recorrer Mis 60, una exposición personal colgada en la Fototeca de Cuba. La muestra celebraba las seis décadas de vida del fotógrafo con sus primeras instantáneas.
Son imágenes tomadas en los años sesenta del siglo pasado, cuando Figo era un veinteañero de clase media, de El Vedado habanero, que con una camarita de rollo registraba por divertimento su cotidianidad con un grupo de amigos.
Las muchachas y muchachos de esas imágenes no están vestidos de milicianos ni de alfabetizadores. Usan pantalones “campanas” y minifaldas. Están a la moda y se muestran orgullosos con un disco de música en inglés. Se funden en un beso en medio de un cementerio. Posan en la intimidad y al desnudo, serios en un parque cualquiera o a carcajadas desparramados sobre el pasto.
Figo y sus secuaces no estaban en las escenas de las grandes concentraciones y marchas del pueblo combatiente de la Revolución triunfante, que documentó la catalogada fotografía épica. Pero, de cierta manera, ellos vivían esos años y construían su propia revolución. Y lo hacían con mucha onda.
De esta forma y sin proponérselo, el fotógrafo en sus inicios nos legó un ensayo fotográfico de una Cuba pocas veces vista y contada.
En 1964, cuando se cruzó con la fotografía y tomó parte de esas fotos que conforman Mis 60, Figueroa había decidido quedarse en Cuba después que su familia emigró a los Estados Unidos.
En medio de ese abrupto contexto se lanzó a buscar trabajo. Sin estudiar, desocupado, empedernido del rock and roll y con su familia emigrada, Figo era una de esas personas “no confiables” para burócratas y decisores de la nueva sociedad.
Un día tocó la puerta de un apartamento en la calle 21 entre N y O, en El Vedado, en el corazón de la bohemia capital, al frente del Hotel Capri y a media cuadra del Hotel Nacional. Era la sede de los Estudios Korda, donde compartían una especie de “cooperativa” los fotógrafos Luis Pierce, Genovevo Vázquez y Alberto Díaz, autor de la foto del Che Guevara, la imagen más reproducida de la historia.
Sin pedirle currículo ni referencias, los experimentados fotógrafos le dieron trabajo como ayudante a Figueroa. El joven limpiaba el laboratorio, organizaba los pedidos de trabajo y las entregas, entre otras tareas. Al poco tiempo comenzó hacer su propias fotografías.
Los Estudios Korda fueron “intervenidos” y nacionalizados en 1968. Tras el cierre, el más famoso de los Korda propuso a su ayudante como fotógrafo para la revista Cuba Internacional. Figueroa ya estaba marcado como un Korda. Los setenta fueron el inicio de su consagración dentro del fotoperiodismo. Recorrió cada rincón de Cuba y sus fotorreportajes llegaron a ser de los más importantes de nuestra fotografía de prensa.
En plena cúspide de su éxito, Figo colgó la cámara y volvió a su faceta de ayudante. Se fue a cargar trípodes a los estudios de Cine Educativo del Ministerio de Educación (CINED). Al poco tiempo pasó a ser camarógrafo y se enroló en una misión militar a Angola como corresponsal de guerra. Junto a la videograbadora, siempre llevaba una cámara de fotos. De su autoría son las instantáneas originales que aparecen en la película cubana Kangamba, del director Rogelio París.
Como realizador audiovisual hizo una treintena de documentales y, en la década de los ochenta, dirigió algunos videoclips de manera particular.
En los ochenta también se reencontró con su maestro y amigo, Alberto Korda. Solo que ahora, el ayudante se había convertido en un gran fotógrafo. “Volvimos a coincidir en el trabajo y la vida”, me contó en una ocasión Figueroa que, además, me narró detalles de ese reencuentro: “Fue el momento en que Cuba entabla nuevamente trabajos para la publicidad, para comercializar sus productos, y recurren a aquellos viejos publicistas y a su vez, ellos buscaron al mejor fotógrafo publicitario, que era Korda. Había que contar con él. Se empiezan a hacer los salones de la moda cubana y recuerdo que él (Korda) hacía los catálogos y yo era quien hacía las fotos de las pasarelas. Era un trabajo muy rico, porque yo seguía asistiendo como en los tiempos de los Estudios pero ya también como fotógrafo, generando ideas al mismo nivel de profesionalidad. Igual que los publicistas llaman al mejor fotógrafo, Korda me llamó a mí, su mejor asistente”.
Mientras trabajaba a la par con Korda, Figueroa no abandonó sus series fotográficas. Esos proyectos los desarrollaba de acuerdo a los acontecimientos sociales de los que era testigo y se entremezclaban con su vida.
Una de sus series más conmovedoras lleva por nombre Exilio. Es un registro que inició en 1965, cuando sus familiares comenzaron a irse del país y que, sesenta años después, aún no se cierra. Las primeras fotos tienen a sus primos, a sus tíos y hasta Olga, su mamá, como protagonistas.
A su madre, por ejemplo, Figo la retrata en noviembre de 1967, el día que dejaba definitivamente Cuba. En una primera instantánea en su casa, Olga, en primer plano y frente al espejo, se pinta los labios.
Más tarde, en una segunda foto ya en el aeropuerto, Olga diminuta, en medio de la escena, camina por una pista para abordar el avión hacia Estados Unidos. Olga muy nítida dice adiós y otras manos, fuera de foco y en primer plano, contestan con el mismo gesto.
Treinta años después, en 1991, otra fotografía familiar engrosaba la serie Exilio. Sus primos sentados en el malecón de Key West, el lugar más cercano a Cuba desde los Estados Unidos, contemplando al horizonte, en dirección a la Isla.
En esa misma década de los noventa, pero desde la costa de Cojímar, al este de La Habana, Figo incluyó a otros cubanos en su serié al retratar a un grupo de balseros lanzados al mar. Exilio también comprende el espacio como emblema. En un plano aéreo captó el Malecón de La Habana, donde el muro, el mar bravío y los vestigios de rocas en cruces conforman un monumento para tantas vidas perdidas.
Esa capacidad de conjugar lo estrictamente documental y, a su vez, lo simbólico es una constante en la mirada fotográfica de Figueroa. Así lo sugieren las semblanzas fotográficas en sus recorridos por la Sierra Maestra o, sencillamente, desde el balcón de su antigua casa en la calle 17, en La Habana. De igual forma, lo sugieren las series alrededor de iconografías como el busto de José Martí, la célebre fotografía del Che Guevara de Korda o la bandera cubana.
Esa lucidez para crear sentidos entre la realidad y lo figurado no la dejó de lado para fotografiar cuando lo sorprendieron por azar hechos tan tensos como el devastador atentado a las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001.
En esa oportunidad se encontraba en la Universidad de Nueva York con motivo de la exposición colectiva Shifting Tides (Mareas cambiantes). En medio de una ciudad paralizada y en pánico Figueroa sintió que el lugar específico de los hechos no era el objetivo que buscaba sino las avenidas siempre concurridas y ahora desiertas. “Era Nueva York con un miedo que se expresaba en la soledad”, sentenció el fotógrafo.
A sus 75 años Figueroa sigue inquieto. Es un tipo que tiene un poco de Beatle, de Indiana Jones y de Robert Capa. El Figo es todo eso y más. Aunque es un veterano y una leyenda sigue siendo “el más pepillo de los fotógrafos cubanos”.