“Antártida” me resultó siempre una palabra fuerte. Me daba idea de lugar “inhóspito”. Así fue desde las clases de Geografía en la primaria, cuando supe de la existencia del llamado Continente Blanco, el sitio más austral del planeta, único pedazo de territorio sin ser conquistado por un Estado-nación, sin Gobierno.
En 2023, muchos años después, el niño de una isla caribeña cuyo slogan turístico por excelencia es “Cuba, un eterno verano” llegaría al hemisferio sur para pisar el continente más frío, seco y ventoso del planeta.
Días atrás, a bordo de un Hércules C-130 (avión de transporte de la Fuerza Aérea Argentina), aterricé en suelo antártico, en la base Vicecomodoro Marambio, una de las trece estaciones científicas de Argentina en el continente.
Habíamos sobrevolado por un par de horas el océano Austral o Antártico, considerado el quinto del mundo porque en él convergen aguas del Pacífico, el Atlántico y el Índico.
Desde el sorprendente pájaro de hierro podían divisarse témpanos de hielo que parecían náufragos en la inmensidad del mar o glaciares que se extendían como largas lenguas blancas sobre montañas nevadas. Las escenas revelaban ante mis ojos —y mi cámara— la concreción de aquella sensación que me producía la fonética de “Antártida”.
Es enero. Pleno verano austral. Aunque “verano” por estos lares no signifique lo mismo que en la mayor parte de la Tierra. La temperatura apenas sobrepasa los 0º C durante pocas horas, y desciende si aparece cualquier ráfaga de viento. En la Península Antártica, entre diciembre y febrero, en lo que denominan verano, se puede “disfrutar” de una temperatura promedio de entre -1 y 2 grados Celsius.
Eso sí, en esta época casi siempre es día. Nunca llega a oscurecer del todo. El cielo es refulgente, con extraños colores anaranjados y azules, porque el sol no se esconde completamente.
El astro rey queda como agazapado en el oeste, en una línea del horizonte que parece prendida de fuego. En un par de horas saldrá nuevamente por el este, como si no hubiese descansado. “En mi país la luz / es mucho más que el tiempo…”, escribió Eliseo Diego. Recordé el verso, aun cuando el país del poema esté lejos de los polos.
En invierno, por el contrario, la luz natural es escasa. Dura al día apenas unas tres o cuatro horas. Las noches son largas y muy frías. La temperatura media anual oscila entre los -10°C en la costa antártica y -60°C en las partes más elevadas y cercanas al polo sur. El récord más bajo ha sido -89,2°C. Se registró en la base rusa Vostk el 21 de julio de 1983.
Las condiciones climáticas extremas hacen que la flora se resuma en algas, hongos, líquenes y musgos, en su diversidad. La fauna, por su parte, incluye varias especies de pingüinos (entre ellos, dos autóctonos, el emperador y de adelia); focas “leopardo”; leones marinos; orcas (que aparecen en una época del año) y algunas aves, como gaviotas, golondrinas de mar, petreles y albatros, que constantemente merodean la costa.
“El término ‘Antártida’ proviene de dos palabras griegas: “anti” (lo opuesto de) y “arktos” (el oso). Los griegos denominaban “arktos” al Polo Norte, en referencia a la constelación de la Osa Menor, en la que se encuentra la estrella polar, referencia guía para ubicar rápidamente el norte durante la noche”, leí en un folleto que hallé al husmear entre los libros de la biblioteca de la base Marambio.
Recopilé otros datos. Me sentía como el niño curioso de la primaria elaborando un trabajo práctico de ciencias naturales. Solo que no estaba en la Biblioteca Provincial Alex Urquiola de mi natal Holguín, sino en una biblioteca ¡en la mismísima Antártida!
Supe que el continente rodea el Polo Sur y tiene más de 14 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales menos del 1 % constituyen áreas libres de hielo. Eso hace que en “el desierto de hielo”, como también se le conoce, se albergue el 90 % del hielo del mundo y el 70 % del agua potable.
“Los suelos antárticos están congelados de forma perpetua, saturados de sales tóxicas, y no han albergado cantidades considerables de agua líquida durante al menos 2 millones de años, de forma similar a los suelos marcianos”, leo en un artículo de National Geographic que, además, da la noticia de que, al parecer, “los suelos de las crestas rocosas del centro de la Antártida no albergan microbios, algo que no se había descubierto hasta ahora”.
El hielo se divisa a lo lejos. Estoy en una isla amesetada, a 200 metros sobre el nivel del mar. El agua nos rodea y, como si fuera una flota de barcos, navegan los témpanos de hielo. Parecen cercanos por su tamaño; pero están a decenas de kilómetros de distancia.
Es el famoso Mar de Weddell, que baña las costas de la Península Antártica hacia el oeste. Se ve apacible, como una gran alfombra azul. Pero es uno de los mares más peligrosos y traicioneros del mundo por la gran cantidad de témpanos de hielo, las fuertes ráfagas de viento, sus corrientes subterráneas y las bajas temperaturas del agua.
En el Weddell se hundió el famoso barco Endurance, capitaneado por uno de los más célebres y conocidos exploradores polares, el británico Ernest Shackleton. Quedó varado y preso entre gigantes placas de hielo. ”Lo que el hielo atrapa, se lo queda”, expresó el propio Shackleton en las postrimerías de su vida, al recordar el naufragio.
En poco tiempo se lo tragaron las gélidas aguas. La tripulación logró salvarse en tres botes salvavidas y recalar en una isla.
Durante más de un siglo no hubo ni rastro del buque, construido especialmente para aguas polares con 44 metros de eslora, cascos de roble macizo de 70 centímetros de grosor y tres mástiles.
En 2022 un equipo de investigadores, a través de vehículos submarinos autónomos, anunció el hallazgo del famoso barco a más de 3 mil metros de profundidad, en perfecto estado de conservación.
Por donde camino el terreno es rocoso. Árido. Quedan algunas manchas de escarcha de una nevada de días atrás. No parece un paisaje terrestre.
La Antártida fue la última región del planeta en ser descubierta por los humanos. Según registros históricos, el navegante español Gabriel de Castilla dejó asentado en su bitácora haber avistado el continente en el verano de 1603.
Posteriormente, otros exploradores ratificaron su existencia y hasta navegaron sus gélidas aguas. Se sabe que durante el siglo XIX, intrépidos cazadores de focas operaban por estas tierras. Sin embargo, no fue hasta 1895 que un grupo de exploradores noruegos desembarcaron en la Antártida.
Argentina, en 1904, fue el primer país en izar su bandera aquí. Desde entonces, una parte de la península antártica como las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur, es considerada parte de la provincia Tierra del Fuego.
De hecho, Argentina es la única nación con presencia ininterrumpida entre todas las que reclaman un sector del continente antártico.
Siete países tienen reclamos territoriales en el continente blanco (en algunos casos, coinciden en parte). Son Argentina, Australia, Chile y Nueva Zelanda, por cercanía; Reino Unido, por una supuesta parte lindante por las Malvinas (que pertenecen a Argentina). Francia y Noruega basan su derecho en la nacionalidad de los primeros exploradores antárticos. Una parte del continente no la reclama nadie.
El interés radica en una competencia por poseer los ricos y abundantes recursos naturales que cubren la masa de hielo y sus mares.
Se estima que hay 200 mil millones de barriles de petróleo; más que lo que poseen algunas regiones del Medio Oriente. Además, posee carbón, plomo, hierro, cromo, cobre, oro, níquel, platino, uranio y plata.
Sin embargo, está prohibida la explotación de la Antártida, que no es de nadie y es de todos. No tiene Gobierno. Se rige al pie de la letra por el Tratado Antártico, firmado por doce países en 1959, en medio de la Guerra Fría.
El documento, que entró en vigor el 23 de junio de 1961, establece que la Antártida es una reserva científica internacional.
“Los Gobiernos de Argentina, Australia, Bélgica, Chile, la República Francesa, Japón, Nueva Zelandia, Noruega, la Unión del Africa del Sur, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y los Estados Unidos de América. Reconociendo que es en interés de toda la humanidad que la Antártida continúe utilizándose siempre exclusivamente para fines pacíficos y que no llegue a ser escenario u objeto de discordia internacional”, dice la introdución del tratado.
Gracias al acuerdo, las naciones firmantes originalmente, más otros países que suscribieron luego (como Alemania, China, Estados Unidos, India y Rusia), levantaron bases científicas permanentes por toda la Antártida.
Hoy son unas sesenta estaciones de investigación, donde la presencia militar está llamada a ser solo el brazo logístico de la parte científica. El personal que habita las estaciones oscila entre mil personas en invierno, y alrededor de 5 mil en verano.
Llegué a la Antártida sin saber mucho sobre ella; apenas unas pocas lecturas días antes de partir a “la tierra desconocida del sur”, como le llamaron los primeros exploradores que llegaron hace casi dos siglos.
Más que por hojear en la biblioteca, aprendí de argentinos que llegaron hace un par de meses y permanecerán durante un año realizando estudios científicos. Uno de ellos, al saber que soy cubano, exclamó: “¡Un cubano en la Antártida! Debes ser uno de los primeros aquí”.
Me hizo hurgar en Internet para conocer de la presencia cubana en el continente antártico. Hace cuarenta y un años, cuando yo tenía apenas un año de vida, los científicos y espeleólogos Antonio Núñez Jiménez y Ángel Graña González, fueron los primeros cubanos en pisar la Antártida. Llegaron el primero de noviembre de 1982 como parte de una expedición conjunta cubano-soviética. Se quedaron por nueve largos meses.
Yo, en cambio, solo estuve tres días y dos noches, con escasas horas de sueño y negado a descansar para poder conocer y fotografíar lo máximo posible. Recorrí solo unos pocos de los más de 14 millones de kilómetros cuadrados que tiene el continente.
Me llevé en la mochila y en mi cámara un cúmulo de sensaciones. “Cuando llegaste, apenas me conocías. Cuando te vayas, me llevarás contigo”, reza una frase en el comedor de la Base Marambio.
Muy buen articulo, cada oracion me hacia pensar de que estaba viviendo en la Antártida, sin dudas una aventura inolvidable.
No entiendo la categorica afirmacion del autor de que Las Malvinas (Falkland) pertenecen a Argentina. Me pregunto si basa su criterio en aquello de “finders keepers”.