Es probable que cualquiera haya escuchado alguna de sus emblemáticas canciones en bandas sonoras de películas, series de televisión o la radio. Es posible, incluso, que algunos se hayan topado con sus temas en recopilatorios de éxitos de los 80, oído como música de fondo en un bar o hasta en alguna fiesta o discoteca.
The Cure desembarcó hace unos días en la capital argentina como el plato fuerte de un potente line-up del Primavera Sound Buenos Aires, festival originario de Barcelona.
Desde el momento en que se anunció que la banda estaría en el país por tercera vez en sus más de cuarenta años, el entusiasmo se desató entre cientos de miles de seguidores. El encuentro prometía ser memorable. Así que me embarqué en la experiencia de sumergirme en el universo musical de The Cure y compartir la energía del encuentro con sus apasionados fanáticos de la tierra del tango.
La historia de la banda comienza en 1976, en Crawley, Sussex, en el sur de Inglaterra. La formación del grupo eran el vocalista y director Robert Smith, el bajista Michael Dempsey y el baterista Lol Tolhurst.
En 1979 The Cure hizo su entrada triunfal con su álbum debut, Three Imaginary Boys. En esa instancia, Dempsey fue reemplazado por Simon Gallup y llegó también el teclista Matthieu Hartley.
El disco, post-punk, introdujo la banda al mundo con una mezcla de sonidos sombríos y letras cargadas de existencialismo. Fue relanzado para el mercado estadounidense con el título Boys Don’t Cry, y marcó el comienzo de una carrera de experimentación y evolución constante del sonido.
El tema “Boys Don’t Cry” se transformó en el primer éxito reconocido de The Cure. Cruzó el Atlántico y se difundió en las radios del continente americano. Además, la canción me resultaba familiar porque en los distantes 90 mi vecino rockero, Gonzalito, solía escucharla.
Entre la aparente alegría de las melodías y las letras más sombrías se gestaba un estilo distintivo en The Cure que conectaría con audiencias de todo el mundo.
Precisamente su transformación hacia el género gótico entre 1980 y 1982 fue un viaje estilístico notable. Durante aquellos años, la banda lanzó tres álbumes fundamentales: Seventeen Seconds (1980), Faith (1981) y Pornography (1982). El período, conocido como la “Trilogía Gótica”, no solo marcó un cambio para el grupo, sino que influyó en la percepción del género gótico en la música.
Smith asumió una imagen teatralmente dark durante esta época que se mantiene hasta el día de hoy. Su peinado excéntrico y el uso abundante de maquillaje contribuyeron a la creación de una estética única que reflejaba la oscuridad y la introspección de la música de la banda en ese momento. Smith no sólo lideraba con su voz; se convirtió en un ícono visual que personificaba la esencia del gótico.
En 1987 The Cure dio un timonazo. Lanzaron el séptimo disco de su carrera, Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me, en el que entraron al pop por la puerta ancha. Fue un éxito que los catapultó al estrellato global.
En la década de 1990 la banda continuó explorando territorios sonoros con álbumes como Wish (1992), que incluía el éxito “Friday I’m in Love”. Este período mostró una faceta más luminosa del grupo; sin perder la profundidad lírica que los fans apreciaban.
Ya convertida en una banda de culto, este disco consolidó el triunfo comercial del grupo, destacándose el brillante sencillo pop “Friday I’m In Love”. Este es el otro tema que recordaba haber escuchado en mi adolescencia, aun cuando no sabía el nombre ni qué banda lo tocaba.
Durante los 90 y los 2000 The Cure hizo seis discos y sumó giras multitudinarias por todo el mundo. En 2008 salió 4:13 Dream, su último fonograma.
Quince años después, al cumplirse una década de su última visita a Buenos Aires (cuando abarrotaron el Estadio River Plate) y con el anuncio de la llegada de un nuevo álbum, Songs of a Lost World, en 2024, The Cure hizo vibrar a unas 40 mil almas a lo largo de casi tres horas de concierto.
Desde la oscuridad del escenario salió un Robert Smith sesentero pero fiel a su célebre look dark de labios pintados, ojos delineados y cabello revuelto y electrizante. Vestía un pulóver con el Sol de Mayo de la bandera argentina, también con los labios pintados. Lo flanqueaban el legendario bajista Simon Gallup y el guitarrista Reeves Gabrels. En la batería estaba Jason Cooper y en los teclados, Mike Lord.
Ante la ovación ensordecedora de la multitud, The Cure tomó el control del Primavera Sound Buenos Aires con la maestría que solo una banda con más de cuatro décadas de experiencia puede ofrecer.
El repertorio, elaborado con una treintena de canciones, fue un viaje a través del tiempo que hizo delirar a los presentes. El público demostró ser una parte esencial de aquella sinfonía. Cada tema fue recibido con cantos, aplausos y un mar de luces provenientes de los celulares, creando un espectáculo visual único.
Me resultó llamativa la diversidad etaria de la audiencia. Pensaba, por prejuicio, encontrarme con mayores de 50 años. Nada que ver. En el público, una joven maquillada con estilo gótico lloraba emocionada. A unos metros, un hombre de unos 50 años, con tatuajes de The Cure en el hombro y la firma de Maradona en el brazo, representaba la simbiosis perfecta de lo que estaba ocurriendo. En primera fila, con un óleo que retrataba a un Robert Smith veinte años más joven, alguien muy parecido al cantante entonaba los temas extasiado.
La mezcla de tantas caras veinteañeras con rostros que pasaban los cuarenta o fanáticos contemporáneos con la banda, da testimonio de la atemporalidad de The Cure, como sólo ocurre con los verdaderos clásicos.