Pablo Novak, con sus 89 años a cuestas, panea su mirada sobre los escombros de Villa Epecuén (a 600 kilómetros al suroeste de la ciudad de Buenos Aires), un pueblo fantasma que fue turístico y refulgente hasta que hace más de tres décadas sufrió una apocalíptica inundación.
“Ahora no parece, pero hubo un tiempo en que todas esas calles y ruinas que alcanzas a ver, eran pura vida y fiesta. Lleno de gente y comercios abiertos todo el tiempo”, revela el abuelo, acompañado de su perro Chozno y sentado a la sombra de lo que fue un rimbombante hotel.
A partir de los años 20 del siglo pasado este lugar comenzó a emerger como uno de los balnearios más visitados de Argentina. De todas partes del país, incluso desde países vecinos como Chile y Uruguay, llegaban miles de visitantes en busca de las aguas medicinales de la laguna que, por su alto grado de salinidad, colocaron como segunda de su tipo detrás del Mar Muerto.
Entre la mole de escombros saltan a la vista las huellas de esa prosperidad y jolgorio de los que cuenta Pablo. Se nota que hubo un tiempo en que el pueblo creció de forma vertiginosa.
En 1938, por ejemplo, se construyó “El matadero”, obra monumental de estilo Art Déco, creación del arquitecto italo-argentino Francisco Salamone, referente de la arquitectura, el urbanismo y la ingeniería de la época. Hasta este coloso llegaban diariamente centenares de camiones cargados con vacas, novillos y toros para ser sacrificados, y posteriormente faenados y así abastecer gran parte de los asentamientos del sur de la provincia Buenos Aires. Funcionó hasta 1980. Hoy es una de las moles en ruinas que presenta el paisaje.
También fueron inauguradas aquí fastuosas instalaciones para baños termales, salones de baile, teatros, restaurantes, paseos para compras, bares, fábricas de alfajores, heladerías artesanales y más de un centenar de hoteles para saciar la demanda de los hasta 25,000 turistas que llegaban en los meses de verano.
En poco tiempo Villa Epecuén se convirtió, además, en la principal plaza nocturna de la región. Tanto, que en la década del 70 desde la estación Plaza Miserere, en el corazón de la capital argentina, salía regularmente un tren expreso que llegaba hasta la estación Lago Epecuén.
Todo ese paraíso terminó abruptamente el 10 de noviembre de 1985 con una sudestada (fenómeno meteorológico común a una extensa región del Río de la Plata). Luego de varios días de intensas lluvias y vientos, el caudal de agua rebasó la capacidad de la laguna y se quebró el muro de contención que protegía la villa. El pueblo se inundó por completo.
Durante cuatro días estuvieron evacuando a los más de 1,200 habitantes que perdieron absolutamente todo.
A treinta cuatro años de esa catástrofe, Epecuén es un inmenso conjunto de ruinas devenido museo al aire libre. Incluso, la parte del pueblo colindante con el lago aún sigue ocupada por el agua.
Si antaño el lugar era visitado por sus aguas curativas y en busca de divertimento, ahora llegan decenas de curiosos por día atraídos por la leyenda del pueblo fantasma, cuyos únicos habitantes son Pablo Novak y su perro.
“Yo vi nacer, crecer y morir este pueblo. Ahora lo único que disfruto es caminar entre estas ruinas y conversar con las personas que aparecen por aquí”, confiesa el anciano antes de despedirse y alejarse en su bicicleta, también en ruinas, por lo que alguna vez fue la concurrida avenida de Mayo, principal arteria de la otrora populosa Villa Epecuén.