En su proceso de interacción y engagement con Cuba, la anterior administración de EE.UU. fue modificando progresivamente las regulaciones del Cuban Assets Control (CACR) para trabajar en pos de sus propios objetivos: “involucrarse con y empoderar al pueblo cubano”, e “incrementar los contactos para apoyar a la sociedad civil cubana”. Lo hicieron varias veces desde 2009. La última, el 15 de marzo de 2016, antes de la visita del presidente Obama a Cuba. En ese contexto, la Office of Foreign Assets Control (OFAC) y el Department of Commerce Bureau of Industry and Security (BIS) anunciaron “enmiendas significativas” al CACR en varios sentidos, una de ellas: permitir “viajes personales no turísticos”, medida destinada a despejarle el camino a los vuelos comerciales, que ya se habían anunciado en enero de ese año.
Ir a la Isla resultaría desde entonces más simple: ya no habría que hacerlo necesariamente en grupos o paquetes, sino mediante la base individual –la autocertificación–, variante que algunos bautizaron como el face-to-face. Solo había que llenar una planilla declarando el propósito educacional de la persona para poder viajar a Cuba. De hecho, con los vuelos regulares pudo reservarse un pasaje a Cuba on line, como mismo se hace para viajar a Buenos Aires, París, Moscú o Burundi.
En febrero de 2016 ambos gobiernos firmaron un memorando de entendimiento bilateral para restablecer los vuelos regulares directos a partir de lo esbozado en la tercera ronda de conversaciones en Washington DC (14-16 de diciembre de 2015). Se establecieron en principio 110 incursiones diarias de líneas aéreas norteamericanas a Cuba, conectadas con los aeropuertos internacionales de La Habana, Camagüey, Cayo Coco, Cayo Largo, Cienfuegos, Holguín y Manzanillo, entre otros. Una medida adicional del ejecutivo saliente para tratar de cementar su política antes de concluir su segundo y último término involucrando a este sector de la economía, sin duda uno de los más dinámicos y con buena capacidad de lobby.
El resultado no se hizo esperar. Las cifras de viajeros del Norte fueron aumentando de manera significativa. Baste señalar que, excluyendo a los cubano-americanos –libres como el viento por esas mismas políticas de Obama–, en 2016 estuvieron en Cuba 284 937 norteamericanos, esto es, el equivalente al 7 por ciento de los visitantes que llegaron ese año: 4,1 millones. De acuerdo con Josefina Vidal, jefa del Departamento de EE.UU. en la cancillería cubana, entre enero y mayo de 2017, viajaron a la Isla unos 284 565 norteamericanos, lo cual iguala la cantidad de los que arribaron durante el año anterior. Se trata de un tipo de turista con peculiaridades económicas que lo diferencian de otros, y ávido de tocar con sus propias manos la isla prohibida. Y también de Havana Club, mojitos de Bodeguita, Cohibas, Buena Vista Social Club y otras narrativas sobre Cuba y su cultura instaladas en el imaginario nacional durante muchísimo tiempo. Si a esos guarismos se agregan los cubano-americanos (166 455), un dato claro y distinto salta a la vista: los Estados Unidos se estaban reafirmando como el segundo emisor de viajeros, solo superados por Canadá.
Los cambios de la administración Trump en la política hacia Cuba se anunciaron, al fin, el pasado 16 de junio. Más rollo que película. Como un hurón que le ha sacado alguna sustancia al huevo, dejándolo prácticamente intacto, pero vistiéndolo con ropa vieja. Una rápida revisión en lo referido a viajes de norteamericanos, arrojaría como mínimo lo siguiente:
– El Memo presidencial firmado en Miami pone fin justamente a esa variante individual, no a los viajes a Cuba. En efecto, continuarán los vuelos y los cruceros, si bien con obstáculos y problemas, empezando por una disminución del flujo. Ello tendrá un impacto específico sobre la economía cubana, pero hay consenso de ambos lados en que no será el Armagedón. La industria turística no está atada a un solo mercado, y ha llegado hasta aquí sin la presencia norteamericana, por bienvenida que sea.
– Se persigue, entre otras cosas, la “prosperidad de los cubanos y la independencia del Gobierno”. Sin embargo, cancelar la autocertificación producirá inevitables afectaciones en el emergente sector privado, que de un tiempo a esta parte fue enviando desde la Isla mensajes a lo película mexicana: No me defiendas, compadre. De acuerdo con estimados, el sector no estatal recibe alrededor del 31 por ciento de los dólares que ingresan en el país por concepto de turismo, entre B&B, restaurantes privados (paladares) y alquileres de almendrones o de esos viejos descapotables en los que los norteamericanos suelen retratarse bastante, junto a las ruinas urbanas o el Capitolio. Como se recordará, durante los dos últimos años se transfirieron desde los Estados Unidos 40 millones de dólares a esos nuevos emprendedores, quienes por cierto también incluyen guías turísticos horizontales –en otros términos, “por la libre”. Pero hay otros parroquianos a los que se han venido ofreciendo esos mismos servicios: alemanes, franceses, italianos, ingleses, y hasta chinos, rusos y japoneses. Un refrán de los locales, diestros en el arte de búsqueda, captura y sobrevivencia, lo resume: a falta de pan, casabe.
La Habana recibe primeros vuelos regulares de los Estados Unidos
– Al colocar a los militares cubanos como una especie de apeiron, a menudo queda entre paréntesis el hecho de que estos tributan al Estado los ingresos obtenidos en sus facilidades turísticas. Si de lo que se trata, en última instancia, es de privarlo de esos dólares, la nueva política acabaría concentrando a los viajeros norteamericanos en instalaciones oficiales. El clásico boomerang o tiro en el pie. A partir del discurso de Trump, a la burocracia federal se le ha dado un plazo de 90 días para anunciar las nuevas regulaciones, una de ellas la lista de lugares donde los norteños pueden quedarse. Obviamente, las casas e incluso hostales privados no tienen suficiente capacidad como para acoger grupos más o menos grandes, salvo quizás algunas excepciones de rigor que no hacen sino verificar la validez de la norma. Para decirlo de manera más gráfica: el gobierno les prohibiría hospedarse en el Manzana Kempinski, un joint venture de Gaviota con esa cadena suiza, pero no en hoteles de Gran Caribe, Islazul, Palmares u otras de las cadenas no controladas por los antedichos. No hay otra alternativa. En Cuba no existen hoteles privados sino, a lo sumo, mixtos.
– Eliminando la autocertificación se golpea también un rasgo/valor de la cultura norteamericana: el papel del individuo en sus propias decisiones, así como la libertad de elegir. La reservación por Airbnb (vía Internet) ofrecía múltiples opciones para bolsillos diversos, y los clientes iban directamente del aeropuerto a la casa particular seleccionada sin mediación oficial alguna. Ahora no quedaría más remedio que volver atrás y enrolarse en una experiencia grupal supervisada. Según trascendidos, este “empleado, consultante o agente del grupo debe acompañar a cada grupo para asegurarse de que cada viajero mantenga un programa completo de actividades de intercambio educacional”. Pero, como siempre, el diablo está en los detalles. Resultaría un ejercicio interesante comprobar en la cruda realidad si, por ejemplo, puede impedirse que algunos vayan a Santa María del Mar u otra playa durante un hueco o bache del programa, que siempre los hay. Como ir a Egipto y no pasar por las pirámides. O abandonar París sin la Torre Eiffel. O Grecia sin la Acrópolis –en breve, eso que los técnicos del turismo llaman “marcas”. Y, más allá, si puede bloquearse que ciertos espíritus descarriados acudan por su cuenta a cualquiera de los restaurantes de la corporación CIMEX o a cualquiera de los bares de Habaguanex en la atractivísima Habana Vieja, admirablemente restaurada por el maestro Eusebio Leal y sus colaboradores. Tal vez no haya nada tan educacional como tomarse un trago fuera del programa interactuando con un cubano, principio del fin de los estereotipos y hallazgo de confluencias.
– Las nuevas regulaciones no solo tendrían impactos sobre el sector privado, sino también sobre Airbnb y las líneas aéreas. Como también se recordará, para la primera Cuba es el mercado de más rápido crecimiento, el destino más popular no. 9, por encima de Australia, Alemania, Holanda y Tailandia: 70 000 huéspedes mensuales. Las segundas verían reducida la demanda, algo que ya viene ocurriendo no solo por razones de mercado y competencia, sino también por el componente de incertidumbre desde que en febrero pasado se anunciara la tan sonada como temida full revision de la política hacia Cuba.
– Por último, la burocracia federal exigirá a los viajeros norteamericanos cosas tales como conservar los comprobantes durante cinco años a fin de certificar dónde se hospedaron, lo cual podría introducir en muchas conciencias la idea de que no valdría la pena pasar por ese vía crucis, mucho más cuando la infraestructura criolla no se caracteriza precisamente por su funcionalidad y eficiencia, a pesar de los nuevos desarrollos en el turismo. Y con características casi proverbiales como la lentitud y la calidad en el servicio –lo cual esos visitantes no perdonan–, de lo que no están exentos ni siquiera los nuevos emprendedores. Mejor entonces Dominicana, Aruba o Cozumel. Menos complicado.
Todo esto viene a contrapelo de un proyecto bipartidista (Flake/Leahy) tratando de poner fin a una violación a los derechos constitucionales de los norteamericanos, es decir, al hecho de que pueden viajar libremente a países como China y Vietnam, e incluso a la gran bestia negra norcoreana, cuyos sistemas políticos, como el cubano, están regidos por partidos comunistas. Lo de Trump prolonga y profundiza algo que ya estaba ahí, de alguna manera aminorado: la existencia de dos categorías de norteamericanos: una de origen cubano que puede viajar cuantas veces quiera a la Isla, y otra de origen no cubano que debe respetar regulaciones federales, que limitan sus derechos.
Es esa básicamente, desde este enfoque, la (nueva) vista del amanecer en el Trópico.