En un artículo de la revista The New Yorker que puede leerse como un relato de John Le Carré, y que se va a publicar en su formato impreso el próximo 14 de noviembre, los periodistas Adam Entous y Jon Lee Anderson incursionan en los conocidos incidentes acústicos sobre personal diplomático estadounidense en La Habana.
Paso a paso, el texto va desplegando una trama en la que se imbrican funcionarios, políticos, congresistas y oficiales de inteligencia, envueltos en el torbellino de las bilaterales. Primero en un contexto de negociación y normalización, y luego de empeoramiento y crisis. Y, por supuesto, con Barack Obama, Ben Rhodes, Ricardo Zúñiga, Patrick Leahy, Donald Trump, Raúl y Alejandro Castro como personajes centrales.
El resultado es un cuadro palpitante de sustancia, piel y nervios, y alejado de cualquier asepsia, línea que prolonga a su modo el libro Back Chanel to Cuba. The Hidden History of Negotiations between Washington and Havana, de William M. LeoGrande y Peter Kornbluh (2014). En breve, una formidable pieza de periodismo de investigación.
La (casi) magia
“Poco después de que Obama fue reelegido, le pidió a Benjamín Rhodes, uno de sus más cercanos asesores de seguridad nacional, encabezar negociaciones secretas con los cubanos. Rhodes sabía poco sobre Cuba y apenas entendía español, por lo que llamaron a Ricardo Zúñiga, un funcionario del Consejo de Seguridad Nacional que había servido previamente en La Habana.
“Rhodes le pidió a los analistas de inteligencia entregarles toda la información que pudieran sobre los antecedentes e intenciones de Raúl y Alejandro Castro. Las fuentes señalaron que este último tenía títulos en ingeniería y relaciones internacionales y había publicado un libro, El imperio del terror, sobre la historia imperialista de Estados Unidos. Los analistas dijeron que era ‘probable’ fuera la tercera figura más poderosa del país. Pero no mucho más. ‘Estábamos volando a ciegas’”, dijo un funcionario”.
Más adelante, los autores escriben: “El 20 de julio de 2015, los Estados Unidos y Cuba restablecieron formalmente relaciones diplomáticas. Unas semanas después, un avión del gobierno aterrizó en La Habana con la última persona en el mundo que los cubanos podrían recibir: John Brennan, el director de la CIA. Viajaba para reunirse con Alejandro Castro y hablar sobre la cooperación de inteligencia entre ambos países. Consideraba que las agencias de espionaje cubanas eran las más capaces de América Latina, y esperaba trabajar con ellas contra los carteles de la droga y las redes terroristas.
“Pero su entusiasmo no lo compartían universalmente en la comunidad de inteligencia. Algunos funcionarios temían que Cuba pudiera explotar cualquier apertura para expandir sus operaciones contra Estados Unidos. Otros, sin embargo, encararon la idea de una mayor cooperación como una encarnación del viejo adagio: ‘Si no puedes vencerlos, únete a ellos’.
“La CIA, que se enorgullece de ser el mejor servicio de inteligencia del mundo, no hace publicidad sobre el hecho de haber sido repetidamente superada por las redes de espionaje de un Estado caribeño empobrecido. A lo largo de los años, los oficiales de inteligencia cubanos han tenido un éxito notable en el reclutamiento de estadounidenses. ‘Han penetrado casi a cualquiera que la agencia haya tratado de usar contra ellos’, dijo James Cason, ex jefe de la Sección de Intereses. ‘Básicamente, nos ganaron’”.
Nubarrones
Pero en noviembre de 2016 comenzaron a soplar nubarrones. Con la muerte de Fidel Castro, Obama emitió una declaración extendiendo una mano de amistad al pueblo cubano. Y escribió lo siguiente: “La Historia registrará y juzgará el enorme impacto de esta figura singular en la gente y el mundo”. Trump, como se sabe, reaccionó de otra manera. La jugada estaba cantada. En su equipo de transición había gente del bando contrario.
El tiempo entonces contaba y ambas partes se movieron: “Mari Carmen Aponte, la subsecretaria de Estado interina para Asuntos del Hemisferio Occidental, encabezó una delegación enviada a La Habana para entrevistarse con su contraparte, Josefina Vidal Ferreiro, y tratar de atar cabos sueltos antes de que Trump asumiera el cargo en enero. Sintió la ansiedad de Vidal por tratar con la nueva administración. ‘Josefina, comparto tus preocupaciones’–le dijo. ‘Estas personas no son como nosotros en absoluto’. Le sugirió a los cubanos enviar a Trump una señal de querer continuar la normalización. Al final la abrazó y le dijo: ‘Buena suerte’. Poco después se reunió con miembros del equipo de transición de Trump y se dijo para sus adentros: ‘Cuba está en problemas’.
La especulación de La Habana
“El 30 de diciembre de 2016, el primer afectado visitó la oficina de salud de la Embajada. Era un oficial de la CIA que operaba bajo cobertura diplomática. Le dijo a una enfermera haber experimentado extrañas sensaciones de sonido y presión, seguidas por dolores de cabeza y mareos. Los oficiales lo consideraban un agente experimentado y, como sus colegas, había sido entrenado para reconocer signos de operaciones de contrainteligencia. Desde su llegada a La Habana, había estado sujeto a vigilancia. Estas acciones fueron molestas, pero no inesperadas. La inteligencia cubana sabía dónde vivían todos los diplomáticos y los observaba atentamente para tratar de discernir quién trabajaba para la CIA”.
Como bien se sabe, después sobrevinieron otros casos, hasta desatarse la crisis. “En abril, Alejandro Castro recibió una llamada de Washington vía Skype: negó enfáticamente que su gobierno estuviera involucrado. ‘Muy convencido, apasionado’ –dijo un ex funcionario de Trump. DeLaurentis y otros estaban dispuestos a otorgarle a Raúl y Alejandro Castro el beneficio de la duda. No creían que tuviera sentido autorizar medidas que pudieran poner en peligro sus logros distintivos: la apertura diplomática y el aumento de los ingresos asociados a la afluencia de estadounidenses en Cuba”.
Pero si no eran responsables, entonces ¿quién? “Una de las principales teorías fue que los cubanos de línea dura decidieron actuar de manera encubierta. Estos podrían haber actuado a solas o conspirado con un adversario extranjero que les proporcionó los medios tecnológicos para causar las lesiones. Otra, que los cubanos, alarmados por la afluencia de personas y equipos de comunicaciones, estaban desplegando un nuevo tipo de equipo de espionaje diseñado para vigilancia o acoso, que causó daños sin darse cuenta”.
Las numerosas pesquisas de entonces a la fecha condujeron a un callejón sin salida. Los periodistas-investigadores entonces se preguntan: “Si había un arma de cualquier tipo, ¿quién la manejaba? ¿Y con qué fin? El gobierno de Estados Unidos no puede responder estas preguntas. ‘Ha pasado más de un año y medio desde el primer incidente de salud reportado en La Habana, y hoy no sabemos la causa’ –dijo el senador Patrick Leahy. En septiembre, la NBC informó que las agencias de inteligencia consideraban a Rusia el principal sospechoso. Pero los oficiales de inteligencia, en entrevistas con The New Yorker, insistieron en que todavía no tenían evidencia de la complicidad rusa.
“Los cubanos dicen que su investigación se ha estancado. Cuando los legisladores estadounidenses visitaron La Habana, en enero pasado, el Ministerio del Interior les mostró una presentación en PowerPoint: se habían quedado sin todas las posibilidades de investigación para arrojar luz sobre los acontecimientos.
“Una funcionaria del MINREX argumentó que simplemente no había nada que encontrar. ‘Después de un año y medio, la nación más poderosa de la Tierra no ha podido presentar una sola pieza de evidencia’, dijo. Pero algunos lo ven como prueba de una operación sofisticada. ‘Cuanto más difícil es resolver esto, más da crédito al hecho de que fue algo dirigido’, dijo Marco Rubio. ‘La Habana es una de las ciudades más vigiladas del planeta. No hay forma de que los cubanos no sepan quién lo hizo, si no lo hicieron ellos mismos’.
“La funcionaria dijo que no estaba de acuerdo con prácticamente nada lo que Rubio había dicho sobre Cuba. ‘Pero en una cosa sí estoy de acuerdo con Rubio. Tal cosa no puede pasar en Cuba sin que los cubanos lo sepamos. Y la cosa es que no sucedió’ .
“Hace más de un año que el Departamento de Estado anunció que retiraría a la mayoría de su personal de La Habana. La cantidad se redujo de cincuenta y cuatro a unos dieciocho. Muchos diplomáticos se mostraron reacios a abandonar la misión. La parte cubana dijo que algunos de los que no habían experimentado síntomas recibieron llamadas telefónicas de sus superiores: ‘Usted está enfermo. Se va. El Departamento de Estado lo niega.
“En las últimas semanas, la Embajada se ha visto desierta, con todas las luces apagadas por la noche. ‘Nuestra Embajada está operando con soporte vital’ –dijo Leahy. ‘No puede procesar visas. No puede llevar a cabo una diplomacia efectiva. No puede comprometerse con los derechos humanos’.
“Una funcionaria dijo: ‘Nos encantó nuestro tiempo en Cuba. Fue casi mágico’. Y también se explicó por qué el Departamento de Estado decidió retirar a los empleados. Simplemente no sabíamos a quién iban a golpear, cuándo o por qué’. Al mismo tiempo, le molestaban las implicaciones de la decisión: ‘Si esto realmente es un arma que alguien usó contra nosotros, fue muy triste que les dejáramos ganar”’.