Un domingo, mientras cenábamos en un restaurante de Miami, una integrante de mi familia abrió de pronto los ojos y dijo: “ay, he perdido el olfato y el gusto. La comida no me huele ni me sabe a nada”. Yo estaba sentado justamente frente a ella y la miré de una manera especial, sobre todo porque a esas aturas del partido ya habíamos compartido un entrante. El nasobuco, como se sabe, queda al campo mientras uno está comiendo.
Salí de ahí con la sospecha de que tendría problemas a pesar de haber recibido la primera dosis de la vacuna de la Pfeizer. Dos días después de aquella cena, un colega y amigo nos llevó a mi esposa y a mí a hacernos la prueba PCR en un conocido parque de Hialeah; sus resultados estarían dentro de tres días. Pero no hubo que esperar tanto. Ese mismo día, ya tarde en la noche, me sobrevino una tos seca, de esas que llaman perruna, y fiebre de 38 y medio. No lo dudamos ni un segundo: apenas veinte minutos después estábamos entrando por la zona de Emergencia del Palmetto General Hospital, en Hialeah.
Después de las preguntas clásicas en la admisión relacionadas con mis datos personales y seguro médico, lo primero fue hacerme la prueba rápida de PCR que, en efecto, comprobó lo que ya sospechaba: estaba en poder de la COVID-19. Decirlo y entrarme en un salón para mí solo fue casi lo mismo. Para empezar, me hicieron placas de los pulmones y análisis de sangre: tenía principios de neumonía, pero todos mis signos vitales, presión arterial incluida, estaban normales. Sin embargo, el oxígeno —dijo el técnico, un muchacho dominicano—, se veía moderadamente bajo: 93 de 100.
El tratamiento inicial que decidieron ponerme los médicos fue una bomba consistente en una combinación de antibióticos y esteroides, según lo establecido por el protocolo convencional. Tenían la determinación de dejarme ingresado, pero poco después de recibir esa noticia, que desde luego me revolvió las entrañas, vino a verme una doctora argentina comunicándome que yo reunía todos los requisitos para un tratamiento experimental recientemente aprobado en Estados Unidos para su estudio. Estamos hablando de un suero de anticuerpos monoclonales al que han bautizado de una manera peculiar: Bamlanivimab.
Precisamente ese nombre, apenas pronunciable, me hizo recordar un artículo que había leído poco tiempo atrás: en noviembre pasado la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) había aprobado una autorización de uso de emergencia para la terapia en investigación de anticuerpos monoclonales Bamlanivimab para el tratamiento del COVID-19 de leve a moderado en pacientes adultos y pediátricos.
Bamlanivimab está autorizado para los pacientes con resultados positivos en las pruebas virales directas del SARS-CoV-2 que tengan 12 años de edad o más y pesen al menos 40 kilogramos y que corren un alto riesgo de progresar a un COVID-19 grave y/o de ser hospitalizados. Esto incluye a quienes tienen 60 años de edad o más o que tienen ciertas condiciones médicas crónicas.
Aunque se sigue evaluando la seguridad y eficacia de esta terapia en investigación, en ensayos clínicos se demostró que Bamlanivimab reduce las hospitalizaciones o visitas a la sala de emergencias relacionadas con el COVID-19 en pacientes con alto riesgo de progresión de la enfermedad dentro de los 28 días posteriores al tratamiento, en comparación con el placebo.
Y más adelante, explicaba:
Los anticuerpos monoclonales son proteínas producidas en laboratorio que imitan la capacidad del sistema inmunológico para combatir antígenos dañinos como los virus. Bamlanivimab es un anticuerpo monoclonal dirigido específicamente contra la proteína de punta del SARS-CoV-2, diseñado para bloquear la adhesión y la entrada del virus en las células humanas.
“La autorización de uso de emergencia por parte de la FDA para Bamlanivimab proporciona a los profesionales de atención médica que se encuentran en la primera línea de esta pandemia otra herramienta potencial en el tratamiento de los pacientes con el COVID-19″, dijo Patrizia Cavazzoni, M.D., directora interina del Centro de Evaluación e Investigación de Medicamentos de la FDA.
Lo cierto es que el suero resultó tremendamente efectivo, tal y como me lo había dicho la doctora porteña. En menos de lo que canta un gallo desaparecieron la tos y la fiebre. Pero no el baile con la COVID. Era como cargar un piano de cola, solo, en medio del desierto. Primero a uno le sobreviene un cansancio bíblico, de manera que dormir es lo único que le pide el cuerpo. Segundo, aparecen unos mareos que le impiden tenerse en pie, incluso hasta para ir al baño. Tercero, los párpados pesan como dos planchas de acero inoxidable. Tercero, resulta del todo imposible fijar la vista: los dolores de cabeza son como rayos que no cesan. Cuarto: ganas de vomitar permanentes, al punto de tolerar solo líquidos y de perder diez libras en todo el proceso. Y quinto, unas diarreas que dejarían mudo al más pinto de la paloma.
Son cosas que, por supuesto, solo se saben habiendo estado ahí. La siguiente sería, si alguna, la lección fundamental: hay que utilizar los únicos instrumentos disponibles hasta ahora —las medidas sanitarias vigentes— partiendo de la responsabilidad individual y social, ese dueto inseparable. En breve: nasobuco, distancia física, lavado frecuente de manos. Y, sobre todo, no confiarse ni exponerse, incluso con la vacuna puesta.
Hacer lo contrario es, desde luego, factible; pero puede conducir a esa molestísima danza de diez o doce días con los lobos, y morir.