El inicio de la consulta popular ha puesto sobre la palestra, de manera más intensa, posiciones divergentes respecto al Código de las Familias. Lo interesante es que, con más claridad, organización y sistematicidad, se articulan campañas a favor de sus disposiciones, y otras en contra. La pluralidad de visiones y propuestas acerca de la realidad cubana y sus salidas se hace notar con el debate de esta ley, al tiempo que despliega la oportunidad de ventilarlas sujetas a normas de convivencia social, fórmulas de participación ciudadana, reconocimiento institucional, y derechos de manifestación pública.
El actual contrapunteo no es nuevo, tuvo su episodio primero alrededor del Artículo 68 del entonces proyecto de Constitución, donde se afirmaba que el matrimonio era la unión voluntaria de dos personas, lo cual resultaba una ruptura con la formulación vigente en el Código de Familia de 1975, donde se circunscribe esta institución a la unión entre un hombre y una mujer.
Aquel proceso develó la existencia de una fuerza política organizada, centrada en iglesias evangélicas conservadoras y, en algunos casos, fundamentalistas. Por primera vez, estas organizaciones mostraban músculo en la política nacional, en semejanza de contenido, no así de alcance, respecto a movimientos similares en países de la región.
Frente a esa tendencia se manifiesta, además, un grupo de organizaciones y activistas, también diversos, que han esgrimido durante años contenidos y propuestas inclusivas, de respeto a las minorías y de amplitud de sus derechos, destacándose los diferentes feminismos y el variopinto movimiento LGTBIQ+.
La salida que entonces encontró la comisión de redacción de la Constitución fue eliminar el Artículo 68, al tiempo que redactaba varios artículos sobre derecho de familias, lo cual condicionó que aquel controversial asunto quedara postergado hasta el momento de elaborar, debatir y llevar a referéndum el nuevo Código de las Familias. Más bien se pospuso la contienda política por los derechos que evidenció aquella polémica formulación.
Llegado el momento de consulta popular del Código, regresan los debates, esta vez con aquellas y otras oposiciones. En este momento circulan mensajes, muy similares entre sí, dirigidos en lo fundamental a comunidades de fe del amplísimo espectro cristiano, pero no reducido a ellas, en declarada postura de “No” respecto al Código. Aun y cuando algunos de esos textos matizan su posicionamiento al reconocer beneficios de la propuesta, abogan por “defender la familia tradicional”. Evocan en esas notas el “derecho cívico a expresar sus opiniones” y anunciar “proféticamente las consecuencias del desvío” del “modelo original”.
Es destacable que el conservadurismo evidenciado en los debates, —formales e informales—, no se reduce al mundo de la fe, a las doctrinas religiosas y a “mandatos bíblicos” sobre el matrimonio, la procreación y la crianza. También es notorio el conservadurismo social, más específicamente la tradición patriarcal, sobre todo en materia de crianza, de moldes familiares históricamente asentados y de derechos sobre los hijos y las hijas.
Resulta llamativo que la sustitución de la Patria potestad por la formulación de responsabilidad parental haya despertado lecturas encontradas. Esto evidencia la disputa entre una crianza basada en la autoridad, la obediencia, cierta permisibilidad con la violencia, así como la preponderancia de núcleos heterosexuales, por una parte; y la crianza responsable, respetuosa, dignificante, sin violencia, y con diversos modelos de familias, incluyendo un orden aleatorio de los apellidos, por la otra. Esta disputa muestra los rostros claramente visibles del patriarcado que no acaba de morir y de una nueva relación de género que no acaba de nacer.
El asunto que, si bien está relacionado directamente con el patriarcado, merece una mención aparte dentro de este contrapunteo, es el concerniente a los derechos, sobre todo de las minorías. La cuestión es que las doctrinas de todo signo y las tradiciones sociales tienen un punto de contención en el momento en el que transgreden el derecho de quienes no se reconocen en ellas. Al mismo tiempo, y contrario a lo que suele argumentarse, esta es una ley que reconoce y protege a sujetos e identidades diversas, sin imponerlas como modelo único.
El tema del derecho alcanza tesituras de registro más amplio cuando se trata, como contempla la norma a debate, de niñas, niños y adolescentes. En buena ley, se les protege de relaciones de subordinación, de violencia, de límites a su desarrollo personal. Pasan, como impulso de la norma, de ser objeto, posesión y dominio de sus padres y madres, a ser sujetos de derecho, con autonomía progresiva, acorde a su edad y madurez emocional.
Contrario a este precepto, se expande el slogan “no voy a permitir ninguna injerencia de nadie en los destinos de mi familia”, como núcleo que integra la oposición a la propuesta de ley, para lo cual se propone mantener los artículos del Código vigente, que afirman la Patria potestad, el derecho al castigo físico (Artículo 86), y donde el respeto y la obediencia son unidireccionales.
Un dato a tener en cuenta es que, tanto desde un lugar del espectro político como del otro, se legitima la consulta popular como territorio público para dirimir las diferencias, para disputar sentido y posicionar criterios, así como el momento del referéndum como etapa del mismo proceso. Matices más, matices menos, se aboga por aprovechar las posibilidades que brinda el método de la Consulta para afirmar contenidos o realizar contra propuestas.
Si bien es visible la presencia de fuerzas contendientes en este proceso, no es menos cierto que se nota, al menos en una observación simple, una pobre motivación general para la participación en los espacios convocados para la Consulta, así como cierto formalismo y ritualidad del proceso, además de un desconocimiento de los aportes específicos de la norma, más allá de la afirmación general de su carácter avanzado.
A pesar de que, con excepción de la Constitución, el debate de las leyes no es todo lo cotidiano que debiera ser en una estructura social socialista, como la cubana, habría que observar el alcance que tendrá ese debate, en tanto implicación del soberano, en la definición de una parte importante de su convivencia, como es el orden familiar, los valores y derechos que lo sustenta.
Este proceso será, además, un botón de muestra de los avances logrados al interior de la sociedad cubana, de posiciones conservadoras, de un lado, y percepciones progresistas por otro. El país plural que somos dirimirá sus diferencias en las urnas, un paso loable para la convivencia moral y política que necesitamos como sociedad de digno liberador.