Lo sucedido con El Taiger —sus repercusiones y significados más allá del trágico final del artista— ha sido un golpe de realidad sobre lo que hoy es Cuba. Sobre quiénes somos los cubanos como país, más allá de lo geográfico, como colectividad.
Una tormenta de reacciones, enfrentadas incluso, desbordó las redes, los medios y las plataformas digitales, mientras en las calles y casas, en la isla, Miami y muchos otros sitios, miles, millones, estaban pendientes de su estado, le dedicaban oraciones y vigilias, pedían por la recuperación que finalmente no pudo ser.
A la par de los mensajes de conmoción y dolor por El Taiger, de tristeza y esperanza mientras se mantuvo con vida, de condolencias y homenaje tras su fallecimiento, se han disparado las opiniones y controversias, las interpretaciones y comentarios acerca de un suceso que, fuera de toda duda, ha calado profundo entre los cubanos en medio de la crisis, los apagones y las carencias.
El abanico de criterios —no pocas veces vocingleros y polémicos a la usanza de las redes sociales— ha sido amplio, desde su elogio y elevación a las escarpadas cumbres del reparto y la música urbana, hasta el cuestionamiento de su calidad artística y del género del que fue y es ídolo, y la insistencia en sus vicios y oscuridades personales, como eco y espejo —incluso— del reparto mismo.
No han faltado, tampoco, los oportunismos políticos y artísticos, los ensalzamientos y las denostaciones levantados por algunos para “ganar puntos” o recuperar visibilidad a partir de su tragedia. Así como los asombros y descubrimientos —de El Taiger, del reparto, de su influencia y raigambre hoy en Cuba— por un hecho que ha tomado a más de uno por sorpresa y ha sacudido prefiguraciones y estereotipos.
La repercusión popular de lo ocurrido con El Taiger, cuyos funerales tienen lugar este fin de semana en Miami, debe intentar comprenderse desde más de una arista. En primer lugar está el propio artista, su popularidad cierta dentro y fuera del “ambiente” y la sonoridad del reparto; su música, sus hits, su “pegada” en el gusto de muchos, jóvenes y no tan jóvenes, cubanos en Cuba y en medio mundo.
Están además su carisma, su look que marcó tendencia, la solidaridad y empatía emanadas de su tragedia, y su postura personal —su apego, su defensa explícita e implícita— en temas como la familia, el barrio, Cuba —“la tierrita, papi”—, su gente —“el que no es de los suyos no es de nadie”—, que lo conectaron con muchos, más allá de afinidades musicales y de sesgos ideológicos.
Sin embargo, en esa amalgama de motivos no puede soslayarse la popularidad o, más que la popularidad, el arraigo del género, del movimiento musical que lo lanzó a la fama, del que fue resultado y cumbre. ¿Si El Taiger hubiese cantado son o bolero hubiese sido igual de popular? ¿Su muerte habría alcanzado la misma repercusión en Cuba y todas sus orillas y extensiones? Aunque a ciencia cierta no puede saberse, la respuesta parece fácil: no.
Si algo ha dejado claro lo sucedido con El Taiger es que el reparto no es un fenómeno marginal en la Cuba contemporánea, en su cultura. No está confinado en los márgenes, en la periferia social, en el entorno físico y simbólico en el que nació y que lo sigue definiendo y alimentando. Se ha expandido y ramificado.
Cuba toda, o casi toda, se ha convertido en su territorio. Como lo son ya zonas, circuitos, de EE. UU. y otros países a los que ha llegado de la mano de los inmigrantes cubanos y del mercado, que rápido comprendió su potencial, su capacidad de conexión con un sector del público, así como su sello dentro de la música urbana y la música latina contemporánea, su “cubanidad”.
¿Cómo ha llegado a ser lo que es? No es una pregunta con una única respuesta, ni sus respuestas están todas en la isla —hay, sin duda, influencias musicales, culturales y comerciales externas—, aunque muchas sí, y van más allá de la música y el mercado para sumergirse en lo profundo de la sociedad, en su precariedad ascendente, en la lucha por la sobrevivencia y su resignificación.
Sobre el reparto pesan muchos estigmas, más o menos justificados. Violencia, vulgaridad, machismo, “reparterismo”, son ingredientes ineludibles del contexto social en el que cobró forma y sentido como vía de expresión, de liberación. Todos ellos están en su médula, en su naturaleza primigenia —aunque no necesariamente obligatoria— y han sido amplificados por el propio reparto fuera del reparto.
Pero como género y manifestación cultural, no pasa de ser un mensajero y un síntoma de una realidad que lo supera con mucho. Y su expansión es, al mismo tiempo, resultado de esa realidad, una en la que “matar al mensajero”, censurarlo, cerrarle puertas, resulta cada vez más inoperante y anacrónico.
Por un lado, ya tiene un nicho de mercado, dentro y fuera de Cuba, lo suficientemente redituable como para no necesitar de los mecanismos institucionales y artísticos tradicionales de la isla. Y, por otro, por su propio carácter periférico, outsider, tampoco esos mecanismos, que siempre lo marginaron, le son necesarios para su popularización, más en tiempos de democratización tecnológica.
El reparto, por demás, se ha erigido como signo de identidad para muchos cubanos. La identidad y la cultura no son estáticas; están en permanente reelaboración, y el contexto en el que se asientan y reconfiguran es una inevitable fuente nutricia, a la par de la tradición. En ese horno candente, el reparto tomó códigos cubanos —musicales, lingüísticos, sociales— para plantar su bandera y crear su sello.
Junto al reguetón y otros ritmos importados que lo han nutrido, que han abonado su camino, el reparto echó mano de la música cubana y se ha definido como tal. Y en propiedad lo es, por carta de nacimiento y voluntad, con independencia de las valoraciones artísticas y musicológicas, y de su posible trascendencia en el tiempo, de sus derroteros futuros.
Su génesis y repertorio a priori marginales no bastan —no deberían bastar— para descalificarlo. Habría que recordar lo ocurrido con otros géneros como la rumba, el son, la guaracha, la timba, cuestionados y segregados en sus inicios por sus orígenes y hoy convertidos en emblemas de la cultura cubana, en tradición, y, para algunos, en antagonistas del propio reparto.
Sin embargo, aunque no faltan quienes lo siguen viendo como un gueto, el reparto se ha ido abriendo, mezclando, escalando, compartiendo micrófonos y escenarios con otros géneros y artistas, en una simbiosis de la que, sin ir más lejos, El Taiger fue protagonista. Ahí están, como evidencia, sus colaboraciones con Alain Pérez, con Descemer Bueno, con la Orquesta Revé, con Alexander Abreu, que recién le dedicara una pesarosa carta a la juventud a nombre de la música cubana.
Se puede ser cubano sin consumir reparto, claro, sin estar al tanto de sus códigos y circuitos, de su star system. Pero cada vez se hace más difícil estar al margen, porque con su capacidad expansiva, su pegajosa rítmica e incluso su lenguaje directo, soez y hasta ininteligible para muchos, se ha colado aun allí donde no lo han llamado, donde se supone que “no pega”, donde “oficialmente” no debería estar.
El reparto está hoy en las playlists de más de media Cuba, se ha convertido en la banda sonora de la cotidianidad. Se ha entronizado en fiestas y bailables populares, también en los festejos “de caché”, en los clubs nocturnos “finos” y las graduaciones universitarias, en los cumpleaños infantiles y matutinos escolares, en las bocinas de los ómnibus, en las celebraciones oficiales y comunitarias.
Achacar únicamente esta situación a brechas e ineficiencias de la política cultural y el sistema educativo cubano, o a una degradación social, es perder de vista su capacidad real de conectar con la gente, del estrato que sea; de representar y/o energizar y/o regocijar a muchos apelando a los mecanismos a su alcance, a la humanidad básica, primordial, instintiva, y servir al mismo tiempo como reflejo y alienación de un contexto social poco edificante y esperanzador.
El reparto, tengámoslo claro a estas alturas, no es un fenómeno pasajero. Es marca de una época y un país. No digo de “el país”, de toda Cuba; pero sí de una parte importante que parece serlo cada vez más, con sus implicaciones y resonancias.
A alguien puede no gustarle el reparto —algo que, a fin de cuentas, es su derecho—, puede no compartir sus códigos y representaciones; incluso intentar ignorarlo, soslayarlo, descalificarlo; pero no por ello va a dejar de ser y estar, ni va a perder su significado para otros, para muchísimos en verdad.
En lugar de denostarlo y negarlo desde posturas elitistas o de espaldas a su realidad, sería mejor intentar comprender su sentido y razones, sus códigos y dinámicas, sus mecanismos de reproducción y reconfiguración, su alcance real. Y a partir de ahí, valorar.
De lo contrario, se corre el riesgo de ahondar más la brecha, de aumentar la desconexión con la realidad insoslayable de la que nació y en la que se expande hoy el reparto. Obviar zonas cada vez más amplias de lo que hoy es Cuba, social y culturalmente, no solo en la isla, sino fuera de ella además, en EE. UU. y otros países.
Esa Cuba que salió espontáneamente a la calle a rezar y a llorar por El Taiger, a ponerle velas lo mismo en el malecón de La Habana que en el Santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre, en Miami que en Barcelona. La que recorrió ciudades en apagón entonando sus temas y también hizo vigilias y oraciones fuera de la isla. La que se fotografía junto a un mural suyo pintado en Marianao, o se tatúa su rostro… Esa Cuba sigue llorando, cantando y bailando por él, a ritmo de reparto.
Muy buena valoracion del reparto por fin visto con ojo critico serio.sin marginalizacion ni coqueteria..pero si con punteria sociologica.