En 1886, el mismo año de la fundación de Ybor City, un espía español advertía a sus superiores en Madrid: “muy pronto Tampa será uno de los focos de conspiración separatista que deberemos vigilar cuidadosamente”. Estaba en lo cierto, sobre todo considerando la experiencia de Key West, donde agentes como él habían provocado incendios en aquellas fábricas de madera atestadas de “laborantes” —por oposición a las construidas en Tampa, que desde el principio fueron sólidas fortalezas de ladrillo rojo o blanco.
En efecto, a pocos años de su informe, en Ybor City se habían constituido varias organizaciones revolucionarias, entre las que sobresalían la Liga Patriótica Cubana y el Club Ignacio Agramonte. Fundada en 1889 y presidida por el combatiente del 68 Néstor Leonelo Carbonell (1846-1923), esta última es la que invita a José Martí a su primer viaje a la ciudad, que tuvo lugar del 25 al 28 de noviembre de 1891.
Testimonia al respecto Gonzalo de Quesada y Miranda: “Como presidente del club Ignacio Agramonte de Tampa, Néstor Leonelo Carbonell, cumpliendo un acuerdo de esa asociación, invitó a Martí, por conducto de Enrique Trujillo, para tomar parte en una magna fiesta de carácter artístico-literario a beneficio del club. Martí llegó a media noche [a la terminal de ferrocarril de Ybor City] siendo objeto de una entusiasta ovación, no obstante lo avanzado de la hora y la fuerte lluvia que caía”.
El 26 y el 27 Martí pronunció en el Liceo Cubano sus famosos discursos conocidos por “Con todos y para el bien de todos” y “Los Pinos Nuevos”, respectivamente. Antes de regresar a Nueva York, el 28, dejó fundada la Liga de Instrucción, sociedad análoga a la ya existente en la gran urbe, y también fueron aprobadas las Resoluciones que resultaron ser precursoras de las Bases del Partido Revolucionario Cubano.
A ese primer viaje le seguirían otros con similares propósitos. En el de diciembre de 1892 se produciría un incidente en el que le pudo ir la vida: un intento de envenenamiento fraguado por las autoridades españolas utilizando como testaferros a dos traidores cubanos, evidentemente obedeciendo a un plan de penetración en el círculo interno de Martí.
De acuerdo con la narración histórica, el 14 de diciembre Martí había estado en Ocala junto a José Dolores Poyo, Carlos Roloff y una activista cubana de esos clubes: Carolina Rodríguez, a quien llamaban “La Patriota”. Allí habló en la fábrica de habanos Camino y Cuesta, participó en una junta del club revolucionario local, en la que fue nombrado miembro de honor, e impartió en el Marion Opera Home una conferencia en inglés acerca de la revolución independentista que estaba fraguando.
De regreso a Ybor City, dos días más tarde, el 16 de diciembre, el par de traidores —uno blanco, el otro negro— llevó a cabo el intento de envenenarlo utilizando una bebida que Martí solía degustar por sus efectos reconstituyentes, también consumida por el papa León XIII, el escritor Émile Zola y el presidente de Estados Unidos Ulysses S. Grant: el vino de Mariani, fabricado en Francia a base de tinto de Bordeaux y hojas de coca.
Cuentan que al notar un sabor raro al primer sorbo, Martí lo rechazó y que enseguida estuvo ahí mismo el médico cubano Miguel Barbarrosa Márquez, quien le hizo vomitar y le aplicó un lavado de estómago. El incidente se originó en un fallo de seguridad advertido por la propia Carolina Rodríguez Suárez, “La Patriota”, quien le había escrito a Gonzalo de Quesada y Aróstegui la siguiente nota: “No puedo olvidar ni un momento el susto que hemos pasado y desde ayer tengo una nueva pena: un español le dijo a un cubano cuando la enfermedad de Martí que tuviéramos cuidado con él porque el gobierno español daba una suma para que lo envenenaran”.
Esa suma fue sin dudas el motivo de aquellos traidores que lograron introducirse en su inmediatez como ayudantes. Pero el poco veneno que tragó no hizo sino complicar los problemas de su cuerpo. Para empezar, vómitos y diarreas; luego le afectó el estómago. El 19 de enero de 1893, de regreso a Nueva York, le escribió a Serafín Sánchez: “A Vd. puedo decirle que mi enfermedad de Tampa no fue natural, —que el aviso expreso que recibí de antemano sobre el lugar, y casi sobre la persona, fue cierto— y que padezco aún las de una maldad que se pudo detener a tiempo”. Y también: “mi estómago no soporta aún alimento, después de un mes”.
No se dispone de un expediente médico del paciente José Martí, pero sí de un conjunto de testimonios sobre distintos procedimientos a los que fue sometido para lidiar con sus problemas de salud, entre ellos unas úlceras que le atormentaron toda su vida por el roce de los grilletes en las canteras de San Lázaro.
Durante sus días en España tuvo que ser operado dos veces de un testículo por sarcocele. Un texto médico la define como “una enfermedad granulomatosa multisistémica de etiología desconocida y caracterizada histológicamente por granulomas epiteloides no caseificantes que afectan a diferentes tejidos y órganos. Aparece sobre todo en personas entre 20 y 40 años”. Y más adelante, precisa: “Cerca del 75% de los pacientes que padecen esta enfermedad presentan afectación hepática. Con mayor frecuencia afecta pulmón y ganglios intratorácicos. También son frecuentes las manifestaciones oculares y cutáneas”. A este cuadro se añade que en Martí eran bastante frecuentes las bronquitis y las laringitis, por lo que los médicos le recetaban reposos de voz, de ordinario incumplidos por la tarea que él mismo se había impuesto: levantar una Patria “con todos el para el bien de todos”, como lo anunció en aquella primera visita a Tampa, cuando se había bajado del tren con una broncolaringitis aguda, y para colmo en medio de un aguacero.
De regreso a Nueva York, menos de un mes después, el 15 de enero anotaba en una carta: “Ya no escribo más. En cama la semana sin voz, y en un temblor”. Y más tarde: “Cómo me iba a encontrar si me levanto de mi cama todos los días para ir a mi clase de noche ¿y de qué ha de vivir su amigo fiero? De la clase a la cama no escribo más porque el pulmón me quema y no me deja”…
Toda su existencia la pasó como partido por un rayo y arrastrando las huellas físicas y psicológicas de aquel infernal presidio de su adolescencia. A fines de 1892, cuando intentaron envenenarlo, era un hombre de apenas 40 años con una vida personal deshecha, marcada por la separación de su hijo y de su mujer y por la incomprensión de muchos que lo rodeaban. El Maestro, por su parte, se lo resumió a su confidente mexicano Manuel Mercado de esta manera: “Vivo con el corazón clavado de puñales desde hace muchos años. Hay veces en que me parece que no puedo levantarme de la pena”.