El secreto de la vida va volando en las diminutas patas de una abeja. De una flor a otra poliniza y liba y crea un nuevo árbol que da frutos para que otros seres puedan subsistir. Luego el pequeño insecto llega a la colmena y para alimentar a sus larvas crea la miel que cosecharán los humanos.
Mi abuelo Caro decía que si alguna vez se quedaba solo en una isla y le ofrecían tres animales, lo primero que escogería sería una abeja reina, después una vaca y una gallina. Su amor por los enjambres había comenzado mucho tiempo atrás, allá por el año 60 cuando conoció a Fico Varela.
Caro hubiese querido ser amigo personal de este hombre, pero era muy difícil verlo porque siempre andaba perdido en algún lugar del Cabo de San Antonio cazando colmenas. Fico tenía un talento natural, conocía los lugares precisos donde hallarlas: en los árboles huecos, en lo alto de las matas donde se extendían ramas en las cuatro direcciones, o en el suelo, que es donde hacen la miel las llamadas abejas de la tierra, endémicas de Cuba. Las españolas se introdujeron con la colonia. Cuentan que fue un monje gregoriano quien las trajo en una goleta, para hacer el vino de la fermentación de la miel que representaba la sangre de Cristo en la comunión católica.
Cuando el viejo hablaba de Fico hacía primero una pausa, se le perdía la mirada en el jardín precioso del patio de la casa, como si desconectara los sentidos y solo apelara al recuerdo.
Para él fue inolvidable una vez que necesitaba miel para su hija mayor, enferma de la garganta con frecuencia. En todo Malpotón las colmenas estaban secas, se perdió la miel como se pierde la lluvia en la sequía, y el doctor había dicho que lo ideal para la garganta de la niña era una cucharada cada mañana. Entonces un amigo le propuso que fuera a ver a Fico por el Valle, llegando a la Bajada. Si él no tenía miel, no habría miel en toda Cuba, le dijeron.
Montó en su jeep ruso cuatro puertas y hasta el Valle no se detuvo, preguntó a algunos campesinos cómo encontrar a Fico y le dijeron que un par de kilómetros más adelante, a la orilla de la carretera, vería unas colonias de abejas y que seguramente estaría allí.
En efecto, se arrimó a una cuneta de hierba fina y bajó del auto con un cigarro prendido. Ya había visto a un hombre en medio del colmenar, agachado como quien busca un detalle mínimo y perfecto. Antes de cruzar una cerca de alambre de púas que se estiraba entre pequeños árboles, sintió una voz: “Hágame el favor de apagar el cigarrito…”.
Caro tiró al suelo la colilla y continuó avanzando, tres pasos y ya tenía una abeja en el lóbulo de la oreja dejándole un recuerdo, el aguijón para extraños, para enemigos que se acercan. Caro comenzó a manotear bruscamente y la misma voz le advirtió: “Si no se queda quieto lo van a picar mil veces más…”. Hasta que se acercó al señor de las abejas, los separaban casi cinco metros y aun el hombre buscaba el detalle. Mi abuelo le dijo: “Usted debe ser Fico Varela”. “El mismo que viste y calza”, le contestó.
Luego intentó explicarle su situación: “Mire, yo vengo a verlo porque…” y la frase la terminó Fico: “Porque la miel anda perdida y usted la necesita con urgencia. Nadie se expone a la picadura de una abeja sin necesidad…”. “Así mismo”, dijo Caro con todas sus palabras en la boca.
Entonces al fin se levantó Fico, con una abeja reina entre el índice y el pulgar de su mano derecha. Caro decía que aquel momento había sido mágico. En menos de dos minutos todo el cuerpo de Fico comenzó a cubrirse de abejas como si se estuviese transformando en un enorme oso. Sus manos, su sombrero, su camisa y hasta los zapatos fueron colonizados por un enorme enjambre. Caro comenzó a retroceder mientras observaba cómo aquel misterioso ser introducía a la reina en un cajón donde progresivamente entraba todo su séquito.
Cerca del jeep no tuvo otro remedio que esperar. Unos 15 minutos después llegó Fico a su encuentro y le estrechó la mano, le dijo: “Usted debe ser el hijo de Don Ramón. Yo conocí a su padre, excelente persona”. Caro sintió que desde el “más allá”, la bondad de su padre le abrían otra vez las puertas.
Fico le propuso que fueran a su casa, allí tenía la miel que necesitaba la niña. Por el camino hablaron mucho de abejas. Fico siempre descubría cosas nuevas sobre ellas. Caro se rascaba la oreja, por el mismo lugar donde le entraba una disertación científica, la ciencia de un hombre de monte, de un observador tenaz.
“El brillo de sus botas existe por la cera de mis abejas. Esos animalitos son los más organizados de la Tierra. Tienen una reina, un puñado de zánganos cuya vida casi siempre es más corta y la inmensa mayoría son obreras, trabajadoras que no se detienen nunca. Imagínese que una abejita vuela decenas de kilómetros, encuentra un sitio rico en alimentos y cuando llega a la colmena, en un lenguaje misterioso de danza y zumbido avisa a sus hermanas que luego van al mismo lugar”.
A Caro le sorprendían aquellas cosas como si estuviera delante del Santo Grial. Casi llegando a casa de Fico le preguntó: “¿Cuántas veces le han picado las abejas a usted?” y Fico sin pensarlo dijo: “Jamás y nunca me ha picado una abeja, ellas ya me conocen bien y saben que lo único que quiero es que vivan y se propaguen por el monte. Que extiendan la vida vegetal. Además, las abejas detectan la realeza, yo debo tener sangre azul de algún ancestro que fue rey” terminó sonriendo.
Al llegar a su casa, Fico le ofreció una taza de café. Un café exquisito que invitaba luego a un buen cigarrillo, pero no podía fumar, porque la casa estaba rodeada de colmenas también.
Luego en la terraza siguieron las clases sobre abejas. Lo último fue que cada miel sabe a la flor que libaron las abejas y conserva sus propiedades curativas. Para probarlo Fico sacó dos botellas, “esta –dijo– es miel de la tierra, más oscura y concentrada que la de abejas españolas, es de flor de azahar, porque estas colmenas las encontré en un lugar donde crecen muchos naranjos, tómala. Y esta otra es de flor de romerillo que también es ideal para la garganta de tu niña. Es miel de abejas españolas, más clara y suave”.
Caro tomó las dos botellas, fue hasta el auto y las dejó en el guardapuertas. Volvió a despedirse de Fico y su familia, a agradecerles por el gran favor y la clase magistral. Introdujo su mano en el bolsillo y no recuerda bien cuánto dinero le fue a ofrecer al apicultor. Este último, al verlo, extendió su mano en señal de detención y sus palabras quedaron para toda la vida: “Guarde su dinero. Páguele a mis abejas”. Y durante todo el viaje de regreso le resonaba aquella frase final de Fico, a quien conoció solo una tarde. Trataba de descifrar el enigma, ¿cómo pagarle a una abeja?
Cuando mi tía curó su garganta, ya mi abuelo tenía sembrado en el patio un jardín de flores, el mismo donde se le perdería la mirada años después cuando hablara del hombre que amaba las abejas.