Emilia pasó la madrugada del sábado rezando. El golpe del viento y la lluvia en las ventanas no la dejaba dormir. El huracán Irma azotaba el norte de Camagüey aun antes de tocar tierra en Cayo Romano, pero en la capital provincial se sentía como si estuviese al lado. Y lo estaba.
“A las 6:00 de la tarde Irma dijo ‘aquí estoy yo’ y poco después quitaron la corriente –cuenta desde su casa en el reparto La Vigía de la ciudad de Camagüey–. Seguí junto a mi esposo las noticias por la radio del celular, y ya por la noche arreció el viento. Las ráfagas eran impresionantes”.
Emilia fue hasta su cuarto y frente a una imagen de la Virgen de la Caridad comenzó a rezar un rosario. Católica de raíz, rezar la ayuda a calmar sus nervios y avivar su esperanza. “Todos los días lo hago, no fue solo por el huracán –dice–, pero esa noche lo necesitaba más que nunca”.
Rezó por ella y su esposo, por su familia en Cuba y en Miami, por su casa y toda la ciudad. Rezó hasta que el sueño la venció a pesar del viento, y se acostó con la esperanza de que al amanecer las noticias no fueran tan devastadoras.
“En la casa no nos hizo gran daño –cuenta más resuelta tres días después–. Tumbó ramas de los almendros del vecino que cayeron en nuestro patio y la mata de aguacate quedó algo acostada sobre la tapia y soltó los aguacates que tenía en sazón. También sufrieron la mata de higo y las de plátanos, pero nada en comparación con lo que hizo el huracán en todo el país.”
Este martes ya tenía electricidad y se había comunicado con su familia de Santa Clara, La Habana y la Florida. “Todos están bien, gracias a Dios –dice aliviada–. Mis rezos fueron escuchados y el huracán solo nos quedará como un mal recuerdo”.
Una rosa contra el viento
Como muchos cubanos, Yudy le pidió a todos los santos para que el huracán se alejara de la Isla. Pero no se alejó.
Irma recorrió toda la costa norte de Cuba y las noticias de cada sitio afectado no eran alentadoras. Yudy las siguió desde el municipio habanero de Playa mientras tuvo corriente eléctrica. Alcanzó a saber de su familia en Holguín y se alegró porque, a pesar de los malos augurios, por allá los daños no fueron tan grandes como temía.
Pero el huracán le tenía reservada una sorpresa. Demoró en girar rumbo al norte y “saludó” a La Habana entre sábado y domingo con la fuerza de sus vientos.
Yudy se refugió junto a su novio en su casa, en 60 y 5ta. Allí, en la oscuridad del huracán, solo pudo imaginar la destrucción que vería al día siguiente.
Cuando acabó el espanto, decidió salir a la calle. Tenía que ver el paisaje “dibujado” por Irma. Encontró árboles por el piso, postes eléctricos en las aceras, calles bloqueadas por escombros, gente de rostro demacrado. Nada parecía dar un toque de esperanza, de fe.
Pero en la iglesia de Santa Rita, en 5ta y 26, sus ojos dieron con el milagro. Junto a la estatua de la santa de Casia un rosal permanecía. La rosa es justamente uno de los símbolos de la religiosa italiana.
El jardín de la iglesia tampoco lucía muy afectado a pesar de que solo a una cuadra el parque de la calle 28 mostraba los demoledores vestigios del huracán.
Yudy sacó su celular y fotografió las rosas al pie de Santa Rita. “Para los que no me crean”, comenta y enseña la imagen “milagrosa” a todo el que incrédulo escucha su historia.
Yemayá sabe lo que hace
Escuchó que el agua entraría como nunca y Teresa, como hija de Yemayá, fue hasta el malecón, con el mar ya picado, y le lanzó siete monedas a la orisha.
“Que no nos lleve el mar”, le pidió, pero al otro día, cuando las olas comenzaron a saltar el muro como si nada y el agua amenazaba con entrar ciudad adentro, dudó un instante. Solo un instante.
“No nos puedes hacer eso”, volvió a hablar con la diosa, arrodillada frente al altar de su casa en Centro Habana. Decidió, no obstante, subir su televisor y su refrigerador a la barbacoa y pidió permiso para poner el altar al lado de su cama.
Su marido y sus hijos no parecían muy convencidos. Querían cargar con todo mientras fuera posible. Pero la ciudad bullía ya en el éxtasis previo al huracán y mover sus cosas a esa hora le pareció contraproducente a Teresa.
“El mar va a subir –les dijo a los suyos–, pero a nosotros no nos va a pasar nada”.
Su marido pensó quejarse de su resolución, burlarse de su confianza, pero no lo hizo. Su mujer ya le había dado antes otras muestras de su sexto sentido.
“El agua nos llegó casi a las rodillas, pero no se nos mojó ningún equipo ni el colchón –confirma Teresa mientras arregla su sala, libre ya de la huella del mar–. Tampoco el altar. Yemayá sabe lo que hace.”