En el imaginario popular cubano, como en otros países con costas, el mar está ligado a la emigración. Muchos relatos que abordan el tema acuden a la imagen del Malecón. “La maldita circunstancia del agua por todas partes” nos hace querer escapar del peso de la isla. No importa cuáles sean los motivos; las ganas de cruzar el charco están tan vivas como un árbol de raíces profundas.
Hoy más que nunca se tejen las historias de las despedidas. Historias tristes, esperanzadoras, de furia y de aliento, de amargura y de ilusión. Pero el Malecón, con su carga semántica, también puede ser el escenario del retorno. Y el sonido del mar puede ser la música que acompañe el viaje a la semilla.
Mariana sabe que la gente la mira como a un bicho raro. Cuando llega en bicicleta bajo de agua a un concierto; cuando ven su maestría y su técnica con el violín y descubren que prefiere irse a las periferias a enseñar música que tocar con una orquesta de cámara; cuando se sienta en el Malecón con unas chancleticas y una blusita de verano. La miran extrañados y casi siempre aparece la pregunta lógica: “¿Y tú qué haces aquí?”.
Algunos dicen que es holandesa y otros revelan que, en realidad, es alemana. Los que la conocen mejor saben que la Hutchinson mataperreaba en el Bahía y se iba caminando hasta la costa con un piquete. Quien la vio tocar el violín en el Koninklijk Conservatorium, no la imagina, de niña, ganando una competencia de estilo libre en la piscina de la Villa Panamericana.
El Hutchinson es de su padre, un cubano descendiente directo de jamaiquinos; y el Siemers es el apellido de su madre, oriunda de Alemania. Aunque Mariana había visitado la casa materna, Habana del Este era su universo. A los 8 años su madre decidió volver a Alemania por razones de trabajo. “Cuando me lo dijo, recuerdo que me pasé toda la noche llorando”.
Se la llevaron. Pero sus padres se las arreglaron para no arrancarla completamente de Cuba. Ella, a estas alturas, no se explica cómo pudieron traerla tantas veces. Así se pasó tres años, llevando a la par los dos sistemas de enseñanza: el cubano y el alemán. En su mesita de estudio, allá en su casa en la calle Oberer Lindweg, tenía los libros de primaria de la Raúl Gómez García, que seguía siendo su escuela, aún en la distancia.
En algún momento las materias se distanciaron mucho y era muy duro hacer exámenes en ambos países. Por suerte, el idioma del violín era el mismo; la misma cadencia familiar y entrañable que tenía para su madre y para su abuela y para todas las generaciones de mujeres en su familia alemana que eligieron un instrumento musical para acompañar sus vidas.
Sentada en el muro del Malecón, rodeada de gente, cuenta lo traumático que fue irse a vivir a Alemania. Sobre todo desde el punto de vista cultural. Se considera mitad alemana, pero recuerda que fue duro, que se sintió sola, invisible.
Pasó el tiempo. Su parte germana salió a defenderla y logró encajar en un contexto que le pertenecía por herencia.
Luego estudió música en Holanda y allá, durante dieciséis años, armó su proyecto de vida, como artista, como docente, como mujer.
Pero siempre tuvo una interrogante latente: “¿Quiero regresar a Cuba? ¿Cuánto de cubana hay en mí si llevo veintipico de años viviendo en Europa?” Pasó varios años con la idea de volver a establecerse aquí, dudando, soñando, preguntándose si sería un deseo de Mariana adulta por complacer a Mariana niña que no quería irse del Bahía.
Y decidió empezar de cero. Quiso volver a Cuba en un momento en que muchos de sus contemporáneos se habían ido a estudiar a Europa o estaban persiguiendo becas, porque allá está la élite de la música clásica. Ella iba a contracorriente, como un manifiesto ético y estético: “De Cuba la gente se quiere ir y para la música clásica, Europa es el sueño. Yo tenía la necesidad de hacerlo a la inversa para poder decir: ‘Aquí también vale la pena estar’”.
Ha tenido discusiones por pensar así. En la Europa que anhelan sus colegas cubanos, Mariana no siente lo mismo que cuando toca para los niños de Los Pocitos. Tocando Brahms en el Concertgebouw De Doelen no logra responderse cuál es el sentido de su arte. La respuesta la encuentra en su trabajo con el Ensemble Interactivo de La Habana.
Ella sabe que “vivir bien” es relativo, y para ella significa poder llevar adelante su proyecto de hacer música con niños y adolescentes cubanos. Es meterse en una Escuela de Oficios en Centro Habana y repartir instrumentos musicales entre los jóvenes que estudian para ser plomeros, torneros o chapistas. Su “vivir bien” es descubrir todo el potencial musical que tienen esos muchachos y poder crear algo juntos.
Mariana habla de su proyecto con el rostro iluminado. Dice emocionada: “No se trata de enseñar música, sino de crear música juntos y aprender unos de otros”. No se refiere a colegas ni a grandes maestros, sino a los niños del Proyecto Akokán y los adolescentes de la Escuela de Oficios.
Cuando Mariana me habla con tanta pasión siento que vale la pena seguir luchando por los sueños en la isla. Y no me siento sola. Estoy segura de que, como ella, hay más gente hermosa que prefiere pensar y actuar a contracorriente.
La miro y la escucho enamorada de este país y de sus conflictos, de sus angustias, de las posibilidades que le brinda para soñar y hacer soñar a otros a través del arte.
Ella habla alemán, holandés e inglés; pero también habla cubano sin ningún rasgo foráneo. Sabe negociar con los tránsfugas del mercado agropecuario y sabe hacer traducción simultánea en un evento internacional de música clásica. Tiene facilidades al tener a su familia fuera de Cuba, pero anda en bicicleta, bajo el sol, por toda La Habana. Sufre las precariedades y el desabastecimiento, los maltratos y la apatía, las trabas burocráticas y los apagones; pero es una persona resistente y sabe que aquí está su motor.
Desde niña le gustaba la sensación de salir del agua. El cansancio después de nadar es la metáfora de la resistencia. Hay algo físico que la conecta con el mar. “Hay algo espiritual”, me dice. “El mar hace música, me tranquiliza, y me genera una conexión profunda con la naturaleza”. Pero en Holanda hay canales, le digo. “No es lo mismo”, me responde.
Con una sonrisa casi aguada cuenta que, cuando estaba pensando en regresar, hizo varios viajes cortos a modo de prueba. Muchas veces iba a descargas en el Pabellón Cuba y cuando se terminaba la actividad sus amigos proponían seguir la rumba en el Malecón. Y ella, que “todo” lo tenía allá en Europa, pensaba: “¡Qué lujo! Es un regalo poder estar aquí sentada”. Desde el mismo muro de aquella noche en la que decidió volver, llora y se ríe mientras me lo cuenta.