Ella y ella se besaron dentro del mar, rodeadas de un mundo de humanos afectos, y consagradas en el Espíritu que las hace valientes y hermosas. Compartieron votos al aire libre. Decidieron casarse públicamente en los márgenes de una playa preñada de significados: anchura, movimiento, expansión, profundidad, vida.
Un sol místico irrumpió de la tormenta, se hizo breve e intenso, recibió gustoso la ofrenda de estas dos mujeres que eligieron vestir con su luz la responsabilidad del amor en el que se consagran.
Decidieron casarse, también, en el epicentro político y religioso que entraña el tiempo histórico de su país, tenso y redentor en simultáneo. Tiempo de rupturas y despertares de ciertas conciencias de bien común y de derechos. Tiempo sin señales claras de caminos calmos, rectos y seguros. Tiempo en que la osadía de amar así es un acto que conjuga fe y política.
Dos mujeres cristianas, activistas en ámbitos diversos, ejercieron el derecho a celebrar su amor, que es también celebrar la lucha por la igualdad y el reconocimiento legal a la diversidad; lucha de tanto tiempo y de tantas personas. Dos mujeres contra esas normas, moldes, actitudes y lugares comunes que constriñen la plenitud humana.
El mar, la amistad, el proyecto liberador de Jesús de Nazaret, la altivez y la poesía, esculpieron la mística de aquellas horas hermosísimas; suerte de cumbre donde ambas llegaron tras un camino profético (denuncia y anuncio), que bendice al amor singular que han optado por recrear entre y desde ellas.
Tras la aprobación del nuevo Código de las Familias, espaldarazo hermoso del pueblo cubano a la justicia, han aparecido imágenes de ceremonias diferentes donde se consagra de manera legal (también política, ética y espiritual) la unión de dos personas del mismo sexo. Cuba crece en su espíritu de libertad y dignidad en cada una de esas ocasiones; más aún, cuando las personas directamente involucradas tienen clara conciencia de la polisemia de este acto de unión, como la tienen Izett y Glenda.
Ella y ella comprenden que aquellos abrazos con la brisa del mar y con la admiración de un montón de gente, aquellas horas intensas en que se dijeron, “al fin”, “aquí estamos”, tienen historias, no siempre felices; tienen dolores, no siempre superados; tienen de osadía; no sin incertidumbres; tienen certezas, no siempre comprendidas; tiene de conflictos internos, no siempre asumidos, tienen de un amor con los pies en la tierra y con el alma en su tiempo histórico. El amor de asumir una responsabilidad que las trasciende.
Hacer valer este derecho no es un final feliz de cuento de hadas. Quedan cosas por hacer, batallas por dar, almas por ganar, conciencias por remover, sostenibilidad para esos derechos por construir. La ley es un gran paso, pero no es todo el camino posible en materia de igualdad. Los muros del conservadurismo están aún levantados y firmes y pujantes; con su expresión más horrenda en los feminicidios que nos laceran. También con grupos que aluden a un Dios que castiga, reduce y somete las expresiones disímiles de la gracia y misericordia de ese otro Dios liberador.
Esa tarde de mayo junto al mar, los dogmas sobre el cuerpo, los afectos y el casamiento fueron impugnados. Dos mujeres entonaron, sin miramientos, resguardos ni disimulos, un suave canto de libertad. En esa tarde sonrió la convicción; la pequeña gran victoria hizo latir el goce por la justicia.
También fueron impugnados los rituales fatuos, las flores falsas, los ornamentos asfixiantes, las palabras empaquetadas, la estridencia del consumo, la música cursi de amores enquistados. Y es que el ajuste a los derechos se hace más sólido cuando se acompaña de una nueva estética, delicada y precisa.
Dos mujeres hermosas, vestidas con sobriedad, rieron, bailaron, comieron con la soltura de quienes se disponen a un nuevo nacimiento, a toda conciencia. Nacimiento como sinónimo de comienzo, que, al decir de la Pastora Presbiteriana, Dora Ester, en la bendición que ofreció a Izett y Glenda, lo es de un largo y difícil camino alternativo a la inseguridad, la ansiedad y la angustia que paralizan.
El camino de levantarse y andar, de volver al lugar de los comienzos, como proyecto humano, personal y comunitario. Comienzo bendecido por el Dios que acompaña la valentía de esas dos hijas que rompen los candados herrumbrosos de la mediocridad y el sinsentido, para dejar paso al Espíritu libres del Dios en el que creen, ese que, más que cualquier cosa, es Amor; tal y como afirmó apasionada la Pastora Dora Ester.
Y claro, el amor es una actitud política y de fe, un afecto hecho compromiso con la posibilidad de un orden social que dignifique, que eleve la condición humana a su infinitud. Amar, en sus íntimos sentires, es amar al prójimo que padece, al que se oculta; al que deja caer sobre sus espaldas el peso de la intolerancia, de los juicios excluyentes, del temor por la vida plena; aquel que se sobrecoge ante la libertad y las responsables consecuencias que esta entraña.
Estas dos mujeres defienden el derecho al amor, con sus voces al aire. En ese acto aman, además, a quienes, más allá de su opción de vida, creen, cultivan, impulsan, asientan su libertad en la libertad del prójimo. Ellas hacen parte de esa ruta entre quienes, al redimirse, redimen. Bendita libertad, hermanas queridas, esa de izar sus besos en el sol de ese mundo moral que es la justicia.