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Las últimas horas de Carlos Manuel de Céspedes

En San Lorenzo fue libre: del yugo colonial de España, por un lado, y de sus ataduras con el poder revolucionario cuando fue echado de este y no titubeó en rechazar la opción de recuperarlo.

por
  • Rafael Acosta de Arriba
febrero 27, 2024
en Historia
4
Carlos Manuel de Céspedes. Dibujo de Juan Emilio Hernández Giró. Foto: Archivo personal del autor.

Carlos Manuel de Céspedes. Dibujo de Juan Emilio Hernández Giró. Foto: Archivo personal del autor.

La mañana del 27 de febrero de 1874 resultó fatal para Carlos Manuel de Céspedes. Había sido depuesto como presidente de la República en Armas y se encontraba abandonado y sin protección en una montaña de la Sierra Maestra, en San Lorenzo. Para muchos historiadores, la deposición y su posterior muerte marcaron de manera considerable el curso posterior de la primera de nuestras guerras por la independencia. 

Gracias al hallazgo del parte militar español sobre el asalto a San Lorenzo y la publicación del diario póstumo de Carlos Manuel de Céspedes, así como de otras informaciones, fue posible reproducir hasta los más pequeños detalles de aquel hecho. En San Lorenzo, Céspedes redactó sus ideas finales sobre la revolución y otros temas cardinales de aquella epopeya. No menos importante, en esas páginas se reflejaron sus estados de ánimo y las reflexiones más íntimas, que ayudan a calibrar el temple de un hombre excepcional. San Lorenzo fue el terruño que regó con su sangre.

Años después de los sucesos, Jose Lacret Morlot describió en el periódico La Discusión (10 de octubre de 1904, página 10) que Céspedes y una reducida comitiva llegó a la prefectura de El Lagial, situada en las márgenes del río Contramaestre, en la noche del 23 de enero de 1874. El testimoniante, en su calidad de subprefecto de Guaninao, fue la autoridad mambisa encargada de atender al expresidente de la República en Armas. Allí durmieron y a la mañana siguiente marcharon hacia San Lorenzo, distante una legua. En el predio se le ofreció a Céspedes un bohío donde se alojó junto con su hijo, su cuñado y el fiel Jesus Pavón, hombre mestizo que fuera su asistente personal desde los mejores tiempos de La Demajagua. Se le asignó, además, una buena cocinera, Alejandrina, y Lacret anotó sobre ese primer instante de la llegada del expresidente, “los lugareños se disputaban a agasajarlo”.

Carlos Manuel de Céspedes (retrato). Foto: Archivo del autor.

¿Cómo era el hombre que arribó a San Lorenzo? Una persona herida en su más profundo ser, con un balance de pérdidas familiares muy elevado, desgastado por la vida en la manigua, pero sobre todo por las luchas intestinas de la vanguardia patriótica, con fe viva en el triunfo de la causa independentista, que nunca perdió, aunque rebasados los estimados iniciales de una rápida victoria, contrariado y decepcionado por la posición calculadora del gobierno de Estados Unidos, que no acababa de reconocer la beligerancia de los patriotas; también frustrado y molesto ante la apatía de los liberales españoles que no justificaban ese título ante el caso cubano. Sin embargo, no era una persona derrotada y eso se puede comprobar en su correspondencia y diarios escritos en la cima de aquella montaña.

Así comenzaron los treinta y cinco días finales de la existencia del iniciador de la revolución de 1868. Estaba rodeado por gente sencilla y humilde, y unos pocos mambises heridos en proceso de recuperación. En esas jornadas deambuló por las inmediaciones; realizó su última conquista amorosa (de la que quedaría encinta su joven amante, Panchita Rodriguez, madre del último de sus hijos); enseñó a leer y escribir a unos niños y redactó las últimas cartas y páginas de su diario de campaña.

Una decena de versiones existen sobre la caída en combate del bayamés, enfrentado a tiros de revólver contra un comando del ejército español, el batallón Cazadores de San Quintín, pero utilizaré en esta descripción el resultado del cotejo del parte español de la acción con las restantes versiones, algunas  de las cuales, las menos, parecen apócrifas a todas luces o, cuando menos, increíbles. Este ejercicio de análisis y cruce de la información disponible permite conformar un cuadro bastante objetivo de lo allí ocurrido. 

Mapa con ubicación de San Lorenzo, donde Céspedes pasó sus últimos días. Foto: Archivo personal del autor.

Caída en combate, retrospectiva de un día trágico

Sobre las siete de la mañana, hora del amanecer en la escarpada elevación de San Lorenzo, Jesús Pavón —fiel ayudante de cámara, aunque sería mejor decir en ese momento, de bohío o de campaña— despierta a Céspedes. Mientras esto ocurre, el batallón enemigo, que había desembarcado veinticuatro horas antes por la Playa de Sevilla (costa sur de la Sierra Maestra), a bordo de las cañoneras Alarma y Cuba Española (procedentes del puerto de Santiago de Cuba), y había ascendido con dificultad las elevaciones que conducían a San Lorenzo, tomó posiciones con sigilo teniendo a la vista el predio.

Céspedes comienza su cotidiano ritual de aseo matutino; decide no asistir a un almuerzo en casa de un campesino amigo que vive a varias leguas, debido a las fuertes lluvias del día anterior y las que saludan esa mañana; toma su café y comienza a escribir en su diario las tres cuartillas que serán las últimas que redactará. Sobre las diez horas, Céspedes consume un frugal desayuno-almuerzo serrano (costumbre de la vida mambisa), en compañía de su primogénito Carlos y, probablemente, del prefecto Lacret. Acto seguido, atraviesa solo y a pie el centenar y medio de metros que separan su bohío del que ocupan las hermanas Beatón, donde conversa con estas mujeres, amigas desde los viejos tiempos de Bayamo. En este lugar, Céspedes prosigue unas lecciones de alfabetización que ha impartido desde su llegada a un grupo de infantes. Estando en esa faena, una niña que llega a pedirle un poco de sal a Panchita descubre la presencia de los soldados españoles y da la voz de alarma. Comenzó así el drama de ese 27 de febrero.

Solamente quien no haya estado en San Lorenzo y desconozca la geografía y la topografía del lugar puede dudar de que el operativo español tenía una misión bien determinada y que se valió de una información muy exacta. De otra forma, no se hubiesen desplegado los dos comandos (el de El Cobre llegó al punto, pero retardado) hasta un mísero caserío extraviado entre montañas poco menos que inaccesibles. Quizá, algún día, un documento ponga al descubierto la verdadera razón que llevó a la columna española de tropas élites al nido de águilas donde moraba el iniciador de la revolución de 1868. Mientras eso no ocurra, el que escribe estas líneas es partidario de la hipótesis de que el refugio de Céspedes fue denunciado (ya sea por delación cubana —felonía y traición— o por trabajo eficaz del servicio de inteligencia español, o por ambos al mismo tiempo).

La mitad de la columna española se desplazó por el flanco derecho del cuadrilátero que conforma la explanada de San Lorenzo, en el mismo instante en que Céspedes sale del bohío, revólver en mano, y emprende una veloz carrera para ponerse a resguardo. Lamentablemente, inició su escape en la dirección incorrecta. Los atacantes rompieron el fuego y Céspedes, quizás confundido por la sorpresa, quizás presintiendo que el enemigo ha llegado por el norte, avanza hacia el suroeste rompiendo el maniguazo y bordeando el claro. Un capitán, un sargento y cinco soldados lo persiguen, mientras el resto de la columna invade el lugar. Dos disparos de su revólver y quizá de otro de los hombres lisiados del predio, fueron la respuesta a la balacera del batallón de San Quintín. 

El bayamés siguió avanzando, pero la distancia que lo separaba de sus perseguidores se acortaba por instantes. Era un hombre de cincuenta y cinco años, vital aún, pero ya desgastado por los cinco años de vida en la manigua y con la visión bastante debilitada. Corre y se vira para hacer un primer disparo, al que responden los españoles tirando al aire con la intención de cogerlo vivo. El capitán, a gritos, le conminó a entregarse. Céspedes se vuelve nuevamente y dispara sin detener la carrera. Uno de los soldados españoles, el sargento Felipe González Ferrer, casi se le encima y el bayamés, sintiéndolo próximo, se volvió y le disparó por última vez; el sargento también accionó su fusil, y prácticamente a quemarropa (la camisa de la víctima estaba chamuscada en el lugar del orificio) le perforó el corazón. Céspedes, ya sin vida, cae por un barranco de más de seis u ocho metros de profundidad. Durante unos quince minutos más prosigue el tiroteo hasta que los españoles, al no recibir respuesta, pasaron revista al lugar y reunieron a los escasos prisioneros, casi todos mujeres y niños.

El cadáver, única baja del asalto, fue izado y llevado ante el jefe de la columna. Panchita, inconscientemente, mediante su dolor, reveló la identidad del caído. De inmediato son ocupadas sus pertenencias, el diario entre ellas; saqueado el lugar e incendiado el caserío. El jefe español no dilató la partida, llevaba una presa muy valiosa: el cadáver del iniciador de la revolución, por lo que lo colocaron sobre un mulo y emprendieron el camino de regreso a la costa. Céspedes cumplimentó lo que había dicho siempre, que no sería capturado con vida por el enemigo; murió como uno más de los miles de mambises, hombres sencillos y humildes, que respondieron a su llamado del 10 de octubre de 1868.

De lo que sí estoy convencido es de que Céspedes fue allí absolutamente libre desde la perspectiva política; libre del yugo colonial de España, el primero en serlo, libre de sus ataduras con el poder revolucionario cuando fue echado de este y no titubeó ni un segundo en rechazar la opción de recuperarlo. Acaso quedó dependiendo solamente de los demonios interiores, sus pesadillas y las dificultades que, a esa altura de su vida, aquejaban a sus afectos, ese tipo de problemas de los que el hombre solo puede librarse con la muerte.  

Es digna de atención su conversación en San Lorenzo con una mujer negra de las inmediaciones, una liberta que le pide intercesión ante una decisión del prefecto del lugar y que se dirige a él con los apelativos de “Mi presidente, mi amo”, a lo que Céspedes le responde afectuosamente: “Yo no soy ni tu presidente, ni tu amo, yo soy tu hermano”. 

Pocos han reparado en ese intercambio absolutamente simbólico. La larga parábola de transitar de terrateniente dueño de esclavos a expresarle tal respuesta a la sencilla mujer de la anécdota, es, a mi juicio, un hecho representativo de los cambios propiciados por la revolución, de los que Céspedes fue la avanzada. 

Su último diario es la bitácora de viaje del primer hombre libre de Cuba. Céspedes se entregó por completo, abandonando lo material, posesiones y propiedades, sacrificando la felicidad de sus seres queridos y su carácter; tal como reparó Martí, quien estudió al hombre a fondo. Céspedes se entregó a la causa de Cuba con una limpieza de actuación que merece el reconocimiento y el respeto perenne de todos sus compatriotas.

Etiquetas: Carlos Manuel de CéspedesHistoria de CubaPortada
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Rafael Acosta de Arriba

Rafael Acosta de Arriba

Doctor en Ciencias Histórias y en Ciencias, investigador, escritor y crítico de arte. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Academia Cubana de Historia. Actualmente es profesor titular de la Universidad de las Artes (ISA) y de la Facultad de Historia del Arte de la Universidad de La Habana.

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Comentarios 4

  1. ERNESTO says:
    Hace 1 año

    Formidable articulo!!!, realmente emocionante y heroico

    Responder
  2. Miriam says:
    Hace 1 año

    Excelente artículo sobre el Padre de la Patria. Hace Falta un film sobre Cespedes

    Responder
  3. Maida says:
    Hace 1 año

    Bello e interesante artículo, felicitaciones profesor, lástima que las nuevas generaciones no se interesan por la historia desd el lugar dónde se encuentren.

    Responder
  4. Hola says:
    Hace 1 año

    Gracias por traernos parte d nuestra historia!

    Responder

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