Tengo la costumbre de escribir. No es una vocación, ni algo que se decida, sino una costumbre, tal como lo definió Piglia al inicio de sus diarios. Eso significa que entiendo la realidad como constante objeto estético, mis pensamientos se mueven entre la curiosidad y el asombro inútil, y escribir es a menudo un intento de capturar la tensión interna que me produce un acontecimiento cualquiera: el olor peculiar de los asientos de los Lada, que persiste tras décadas de uso, las burbujas liliputienses que ascienden en la cerveza como una lluvia invertida, un hecho histórico.
Yo acababa de salir de una fiesta en el Fresa y Chocolate, estaba en un grupo en ese estado de levitación al que se llega cuando uno no sabe qué hacer, si ir para otra parte o regresar a la casa. Alguien recibió una llamada, y luego nos dijo lo que todos, de manera unánime, consideramos una broma. No fue unánimemente considerada una mala broma, algunos se rieron. Luego recibimos más llamadas de gente que lo había visto por televisión, o de un tipo que había ido a un concierto que tuvo que pararse. Una sensación extraña se escurrió en la noche, las lámparas solitarias y el viento que movía los árboles pertenecían a un mundo donde Fidel Castro ya no estaba.
Incapaces de aterrizar la idea, nos vimos inmersos en un diálogo torpe al respecto, hecho básicamente de elogios, amabilidades, críticas y especulaciones sobre el futuro del país. Una muchacha, con un tono intencional de ligereza, dijo que al final se alegraba, porque significaba estar más cerca de futuras mejoras que se producirían durante el capitalismo, mejoras para la clase media, en la que por supuesto ella se incluía. Ante mi inflexible protesta, el resto del grupo decidió que no tenía sentido discutir por política, que mejor nos calmábamos, y alguien sugirió irse cada cual para su casa.
Por el camino pasé un mensaje a tres personas preguntando qué se iba a hacer. Entonces yo era Presidente de la FEU de la Facultad de Artes y Letras. Las dos primeras personas me respondieron que no sabían, la tercera me dijo que mejor nos reuníamos en la escalinata de la Universidad de La Habana y allí entonces veríamos. Llegué a la casa, desperté a mis padres, no me creían, prendimos la televisión. Al final dormí alrededor de treinta minutos, y al despertar tenía el primer mensaje de alguien de la Facultad. Ya era de día, y llamé a los jefes de aula, a aquellos de los que tenía el teléfono, para que regaran la voz de que algo haríamos en la escalinata.
Cuando llegué ya habría alrededor de doscientas personas, era entre las siete y las ocho de la mañana, y apenas había tránsito en la calle. Seguí recibiendo llamadas y seguí contestando que vinieran a la escalinata, que todavía no sabíamos qué se iba a hacer. Encontré profesores de mi Facultad, y estudiantes a los que ellos habían avisado por su cuenta. Vi gente llorando. Muchos lloraban cuando se encontraban a otra persona, el ver a tal persona, el encontrarse y verse a los ojos, lo hacía más real. Un muchacho, que hasta entonces había estado jugando en el teléfono, se puso a fotografiar a los que lloraban. Alguien intervino y dijo que no lo hiciera, por una cuestión de respeto.
Escribí un discurso como mejor pude para que lo leyera otro, porque yo no era bueno en eso de hablar. Cuando lo escuché lo sentí falso e inapropiado. La tercera persona a la que pregunté qué hacer, la que me propuso la escalinata, habló de forma breve y con fuerza, improvisó lo que dijo, y le salió mucho mejor. A esa hora me enteraba de los que estaban festejando, de lo que dijo Trump, y sentí por primera vez, en toda su complejidad, la significación de lo que estaba viviendo.
Un grupo subía por la calle L, eran la gente del ISRI, gritando consignas. Me aparté de la muchedumbre y me escondí, tenía ganas de llorar, y nunca entendí por qué me pasó en ese momento, en ese lugar, con las consignas de fondo, y con la misma música que ponían siempre en los actos políticos. Me molestaba el abuso de consignas y canciones, que a golpe de repetición llegaban a perder el significado, y sin embargo funcionaron allí conmigo, sin ninguna lógica. Los lugares comunes dejaron de ser lugares comunes, y se recuperó una extraña atmósfera de sublimidad.
George Steiner habla sobre la pérdida de la sublimidad, de cómo nuestra civilización ha entrado en una etapa en la que la cultura es incapaz de entender la grandeza de las tragedias griegas. La posmodernidad hace cada vez más difícil emocionarnos por ciertas pinturas o ciertos juegos melódicos. En última instancia el fenómeno está relacionado con el declive de las religiones y la pérdida del sentido de lo sagrado, lo que trasciende al individuo. Creo que es aplicable a la política que, como sabemos, en un nivel afectivo suele reemplazar la esperanza que las religiones brindaban a las masas. La arquitectura soviética infundía en los ciudadanos, mediante un tipo de asombro estético, la fe en el progreso del socialismo, y a su vez la fe en el progreso del socialismo permitía a los ciudadanos soviéticos asombrarse por aquellas grandes obras arquitectónicas. Lo mismo que las catedrales con el cristianismo.
Cada persona tiene una sensibilidad moldeable que no se limita, sospecho, a la apreciación de un libro o una canción, sino que reacciona ante cualquier evento de la realidad. La felicidad de un hijo que se reencuentra con su padre es un asombro estético, tal como el estremecimiento de un hombre que escucha en vivo el discurso de un político al que admira. Cada vez eran más raros en nuestro país, supongo, los actos políticos multitudinarios, frecuentes en otras épocas, y eso, unido a los sutiles pero nada despreciables cambios socioeconómicos, había provocado el declive del sentido de sublimidad, al centrarnos más en nuestros propios asuntos, escasamente vinculados con los del transeúnte que nos pasaba por al lado. Críticos y defensores del gobierno cubano, así como aquellos que se mantenían neutrales, volvieron a sentir un aire que superaba la mundanidad y superficialidad del calendario, todos estábamos siendo parte de ello.
En aquellos días apenas pude dormir. Recuerdo la velada por la noche, las guardias estudiantiles en la Facultad, en las que nos conectábamos a Internet y en las que comprobé, por mis propios ojos, lo que algunas de mis amistades de Facebook habían publicado. Borré algunas amistades, aquellas que, posiciones políticas aparte, demostraban una absoluta falta de humanidad.
Me preguntaron si quería hacer la Guardia de Honor al retrato en el Memorial José Martí. Dije que por supuesto. Esperé junto a otros estudiantes una hora afuera, y luego una hora adentro, en la que unos soldados nos enseñaron los movimientos del cambio. Pudimos tomar agua y café. Alguien que regresaba de haber hecho su guardia se tiró en un rincón a llorar. Yo lo conocía. Tienes que aguantar, me dijo, la impresión es muy fuerte. Cuando llegó mi turno todo lo que podía pensar era que no podía equivocarme, que tenía que dar la vuelta por tal lado y sustituir a tal tipo. Suelo ser un desastre en semejante tipo de actividades, que son sencillas para los demás.
La guardia era de unos pocos minutos. Todo lo que yo tenía que hacer era permanecer en firme y ver los pequeños buches de gente que iba entrando a rendir honor, a detenerse frente al retrato por un instante, tal vez a ponerle flores, tal vez a hacer un saludo militar, como hizo un hombre de unos cincuenta o sesenta, vestido de civil, con una energía que nunca había visto. Algunos lloraban frente al retrato, que ni siquiera era tan grande. Otros ya entraban llorando y se iban llorando. Algunos niños pequeños, con cierta confusión, se acercaban a pasitos diminutos a nosotros y los padres tenían que aguantarlos. De vez en cuando pasaban estudiantes de secundaria o de preuniversitario, fácilmente distinguibles no por el uniforme, sino porque no paraban de tirar fotos. Una que otra muchacha tenía los ojos aguados. Me fijaba en la expresión de la gente al ver el retrato, cómo la vista buscaba los ojos, y al encontrarlos, al saber que eran eso y nada más, una representación de algo que ya no existía, la decepción, la tristeza, el punto de quiebre.
Lo más impactante, tal como hablamos todos después, era ver a los ancianos, la cantidad de ancianos que hacían la fila interminable bajo el sol, subían los escalones, con los zapatos hechos pedazos, y se quedaban allí detenidos. Recuerdo una mujer en particular que al parecer quería quedarse mucho más tiempo en el instante de eternidad de ese espacio, como si todavía viviera en ese espacio e irse significara dejarlo morir. Nunca había visto algo semejante.
El gran acto en la Plaza de la Revolución fue, tal vez, el punto culminante de esa vuelta de la sublimidad. El millón de personas que no se veía desde hacía casi una década estaba allí, esperando los discursos de las condolencias: los trabajadores compartían sus cigarros en silencio, algún extranjero improvisaba un cartel, unas muchachas se pintaban banderas del 26 de julio en la cara, varios grupos gritaban consignas cada tanto tiempo. Estábamos esperando algo y no sabíamos qué era. Todo ocurría ante los colores indecisos del atardecer, y ante el frescor de la noche que ya se intuía. Quizás eso agregara un patetismo especial, no lo sé, pero sentíamos algo que no era exactamente tristeza, sino una complicidad en el murmullo infinito, supongo, la sensación de pertenecer a la muchedumbre que tanto se disfruta en las gradas de un estadio deportivo, si es que la comparación no es absurda. Hay una euforia física cuando se confunde nuestra voz con la voz de otras personas, y cuando nuestra vista se topa constantemente con ojos de desconocidos en los que nos reconocemos nosotros.
A la Plaza fui con una amiga, que justo cuando comenzaron los discursos le comenzó a faltar el aire. Estaba a punto de desmayarse y fuimos hasta atrás, hasta una de las ambulancias. Al llegar ya se sentía mejor y me pidió que nos quedáramos allí, donde había menos gente. El audio se escuchaba mal, y a nuestro lado estaban personas ya muy distintas, no eran estudiantes ni trabajadores en uniforme, sino gente de barrio, que había ido en camiseta, gente parada en firme aunque no entendieran el griego o el vietnamita. Era de noche y los reflectores nos cegaban la vista. Yo esperaba una última carta, dijo mi amiga, yo tenía la esperanza de que hubiera dejado unas líneas, al menos, nada del otro mundo, para que se leyeran hoy, no entiendo por qué no lo hizo.
Al finalizar los discursos fuimos para la Universidad de La Habana. Nos dieron comida. Acumulábamos el cansancio de muchos días. Me siento muy débil, me dijo, creo que no podré ir a la caravana. No te preocupes, le respondí, vamos a quedarnos aquí ya a esperar que amanezca, yo también estoy un poco cansado. Como muchos otros, nos quedamos dormidos al instante. Ese es mi último recuerdo, los bultos bajo las mantas en los rincones de la Universidad, bien entrada la madrugada.