Solo de paso, Bustamante vino a Cuba desde Finlandia. Negro, joven, alto, apolíneo. El Moro, negro de pelo engominado y lacio, rollizo y mediano de estatura, recibió la noticia a principios de enero, un día de diluvios, y fue a buscarlo bajo un paraguas a la casa, para una salida por el barrio. Mejor amigo, bróder, socio de la infancia. En la zona 13 de Alamar—lo saben ambos— no hay mucho que hacer, salvo una fiesta armada a la ligera en una esquina, pero Bustamante compareció con la generosidad de los años afuera y lo invitó a él, a El Moro, a unas cervezas de las caras, Bavaria y Heineken, y a una botella de Whisky probablemente escocés o que probablemente sabía a whisky escocés cuando El Moro sintiera el descenso suave por los conductos como una balada germánica. Bebieron y bebieron y bebieron hasta que cayó la noche entre los edificios cuadrados y plúmbeos de la arquitectura microbrigadista.
Después tomaron un taxi, un coche Plymouth de los cincuenta con las ventanillas desprendidas. Eso no se ve en Finlandia, primo, dice Bustamante arqueándose en una risa de borracho para deslizarse al asiento trasero. A todos sus amigos los llama primos, recuerda El Moro paseando el pulgar por la agujero de la Heineken. ¿Y a los amigos de Finlandia? ¿Tendría amigos en Finlandia? Bustamante habla entonces del pasado y del presente y del futuro inmediato. La mayoría de los pensamientos sobre los tiempos caben en un viaje en almendrón desde Alamar hasta cualquier punto de La Habana, pero Bustamante debe bajarse en la Zona 1, la conversación tiene que cortarse bruscamente y quedan asuntos sueltos que quizás se vayan por el caño en una hora de la noche, como los residuos de alcohol en el estómago que son, muchas veces, los residuos de uno mismo.
Bustamante le debe a El Moro lo que sería su filosofía constante. El Moro le dijo en una ocasión que las cubanas no servían más que para problemas y dolores de cabeza, en cambio, las yumas, las extranjeras le cambiarían la vida. Le dijo que Cuba era un país de putas y putos, y para putas y putos. El Moro daba consejos de jinetero viejo conquistador de turistas en las cercanías hoteleras del Parque Central. En una de sus cazas atrapó a una danesa y se fue con ella a visitar el país de Strauss por una temporada. Qué hubiera dicho Strauss de La Habana, qué relación guardaría La Habana con el vals. O los jineteros con el vals. El Moro no baila vals, pero sí un casino tremendo que junto al color de la piel y la idea del pene desmedido del negro le ha valido para seducir europeas. En Dinamarca, sin embargo, le fue mal. Tuvo problemas de salud y no encontraba empleo; al cabo, la danesa lo abandonó y tuvo que regresar a Cuba. Regresar a Cuba es una sacudida o un golpe duro en los sentidos desde la misma peste que te recibe en el aeropuerto José Martí, piensa Bustamante, jinetero bisoño, y le dijo que el objetivo de los cubanos debería apuntar a Europa y no a La Florida, a pesar del frío que te pela la bemba y las diferencias de la gente, que el mismo Alamar con unas mesas y con cervezas a pululu (a montones), sería un cuadro perfecto de La Florida.
Bustamante se despide de El Moro. En la Zona 1, al igual que en todo el barrio de Alamar, las lluvias inmensas que habían caído produjeron unos charcos profundos en las calles. Bustamante se ve obligado a bordear con cuidado uno de ellos, a riesgo de caer por el vaivén y el desequilibrio de la bebida. El Moro también baja del Plymouth y acuerda con el amigo, el bróder, un reencuentro en breve, sabiendo la posibilidad de no volver a verlo en las fechas siguientes. Después vuelve a introducir su corpachón en el interior del taxi, da un tirón a la puerta y se marcha.
El chofer, que acaso había estado a la escucha de la plática a sus espaldas, después le dice a El Moro que él, en su caso, nunca se iría de Cuba. El Moro lo mira pensando lo absurdo de que en estos tiempos alguien sea capaz de afirmar cosas por el estilo, cuando en el país las salidas y los movimientos migratorios son tan naturales que ya ni importan ni conmueven. En Cuba, cree, ya nada importa ni conmueve. El chofer, cuyo nombre seguirá siendo una incógnita para El Moro, explica que su suegro y su esposa viven en Estados Unidos, que ella le envió el dinero para comprar el almendrón; que el suegro trabaja haciendo muelles en Miami. “¿Qué es lo que hace tu suegro?”, pregunta El Moro. “Muelles, chico, ¿no sabes lo que son?”, dice el taxista. “No”, contesta con sequedad El Moro, y piensa que si no le importaba la respuesta, ni el significado de los muelles, qué recóndito pedazo de su interior, quizás oculto entre Alamar, el alcohol, los jugos gástricos y los sesos, se hizo la pregunta. “Son unos puentecitos de madera que se levantan en el mar o en los ríos, para amarrar los cabos de los yates y las lanchas, más los yates que son los que abundan en Miami”, le explica el taxista. Pero El Moro solo repasa cuán bien le ha ido a Bustamante en Finlandia con su novia finesa, y cuál hubiera sido su historia particular de haber permanecido y anclarse en Dinamarca.
Desde la ventanilla del Plymouth mira los charcos que pasan uno tras otro, en sentido contrario, hoscos; busca una imagen, un reflejo alegre en las superficies, y luego no vuelve a abrir la boca hasta que el auto lo deja en la esquina inundada del hotel Plaza.