Contra las canciones infantiles

"El Jardín del Sr. Bloom".

"El Jardín del Sr. Bloom".

Son tantos los que de un tiempo a esta parte se quejan de las canciones de reguetón, que hoy es casi un cliché arremeter contra ellas. Algunos de esos tantos odian el reguetón con las tripas (específicamente con el hígado), mientras que a otros les trae sin cuidado o incluso les gusta, aunque no lo admitan en público, porque admitir que a uno le gusta el reguetón es, en determinados círculos, una herejía.

A mí no acaba de gustarme, a pesar de que he invertido una cantidad considerable de esfuerzo mental y tiempo en tratar de conseguirlo, lo confieso, porque en determinados círculos te miran como a un bicho raro si no te gusta el reguetón. En esto, como en tantas otras cosas, soy un completo fracaso.

A cada rato oímos a alguien quejándose porque los niños escuchan reguetón, lo cual, según dicen, atenta contra la educación de los pequeños, que son como esponjas. Lo curioso es que muchos de los que se quejan no se lo piensan dos veces para propinarle una buena tunda a su hijo cuando el niño monta una perreta o cuando se niega a comerse el muslo de pollo que su mamá preparó con tanto amor. La violencia física, al parecer, tiene un potencial educativo extraordinario.

Sin embargo, casi nadie se queja de las canciones infantiles, y cuando lo hacen, al menos aquí en Cuba, es para echar pestes de Lidis Lamorú, la pobre. El caso es que hay canciones infantiles que son lo peor. Hay canciones infantiles que harían palidecer a una canción de reguetón, y que si uno se pone a escucharlas bien lo más probable es que termine tomando antidepresivos. Yo soy un defensor de la libertad de expresión y la censura me parece abominable, pero hay canciones infantiles que deberían estar prohibidas.

“Arroz con Leche se quiere casar con una viudita de la capital”. ¿Qué tipo de valores promueve una canción que pone los sentimientos en segundo plano y fomenta en cambio la discriminación territorial y el arribismo? Nos parece ofensivo que en el Estadio Latinoamericano les griten “palestinos” a los santiagueros, pero aceptamos una canción a la que solo le falta decir: “Viudas del interior, jódanse”. El colmo es que hay canciones infantiles que manifiestan abiertamente su rechazo a la educación y, por tanto, son cualquier cosa menos educativas, como esa famosa canción de ronda que estimula el ausentismo escolar: “A la rueda rueda / de pan y canela. / Dame un besito / y vete pa’ la escuela. / Si no quieres ir, / acuéstate a dormir”.

Dentro de las canciones infantiles, hay un subgénero al que podríamos llamar Horror Fisiológico. En este subgénero entran las canciones cuyos protagonistas padecen algún tipo de violencia o degradación física. Me viene a la mente la consabida canción del chino que cayó en un pozo y sus tripas se hicieron agua. La abuela de mi esposa suele cantarle a mi hijo de un año y medio una canción que perfectamente califica como Horror Fisiológico. Dice así: “La manito la tengo quemada. / Ya no tengo huesito ni nada”. La abuela de mi esposa no tiene aspecto de bruja a lo Hansel y Gretel, sino todo lo contrario. Es una viejita de lo más dulce, lo cual, paradójicamente, contribuye a hacer más espeluznante la canción.

El Horror Fisiológico, a su vez, tiene un subgénero: el Horror Gastronómico. A esta categoría pertenecen aquellas canciones cuyos protagonistas corren el riesgo de ser cocinados. El primer ejemplo que nos viene a la cabeza, seguramente, es el de Estela, ese granito de canela que no quiere caer en la cazuela. Y está aquella otra que la abuela de mi esposa, esa ancianita entrañable, le canta a mi hijo de cuando en cuando: “El pollito asadito / con su sal y su mojito. / Al pollito de la vecina / pronto lo llevan a la cocina”.

Habrá quien argumente que este tipo de canciones, repletas de tristeza, sufrimiento, enfermedad, muerte, malos hábitos, etcétera, miran de frente a la realidad en lugar de edulcorarla, que no son evasivas, que –en suma– preparan a los niños para la vida. Esa sería una manera de ver el problema. Otra manera sería: la vida misma, casi siempre, se encarga de prepararnos. Si de grande vamos a tener que lidiar con enfermedades, con tristezas, con el sufrimiento, con la muerte, ¿cuál es el punto? Si de adultos muchos aprenderán que vivir y tragar mierda son prácticamente la misma cosa, y lo que es peor, si algunos lo aprenden desde pequeños, ¿qué sentido tiene llenar las canciones infantiles con personajes mutilados y animales enfermos? No lo sé.

Sí sé, por el contrario, que si las canciones infantiles tienen el propósito de “preparar para la vida” a los niños, o si esa es la justificación que nos inventamos para aceptar tantas atrocidades disfrazadas de inocencia, deberíamos ser consecuentes. El problema, obviamente, es que no lo somos.

Cuando uno tiene hijos pequeños se vuelve un especialista en programas infantiles, horarios y canales de transmisión, etcétera. Si quieren saber a qué hora, qué día y en qué canal ponen Pocoyó, no lo busquen en la cartelera que se publica en el periódico: pregúntenle al padre de un niño menor de diez años. Por el canal Multivisión ponen a veces un programa extranjero que se llama –en español– El Jardín del Señor Bloom. El Sr. Bloom es un hombre que tiene una suerte de vivero, en donde recibe la visita de varios niños a los que se les conoce como Tiddlers, que vendría a significar algo así como los Pequeñitos. Además de los Tiddlers y el Sr. Bloom, también están, entre otros, los Chicos McGregor, Joan Hinojo, Magui Repollo y Sebastian Berenjena. Los Chicos McGregor no son niños, sino un grupo de rábanos revoltosos, de modo que el Sr. Bloom y los Tiddlers son los únicos humanos en toda esta historia; el resto son hortalizas y vegetales.

Mi paranoia no alcanza para asegurar que esta clase de programas debería prohibirse, pero lo cierto es que tampoco deberíamos verlos tan despreocupadamente, porque estos programas no “preparan para la vida”. Un programa que “prepara para la vida” se encargaría de hacerles entender a los niños que no se puede confiar en todos los adultos, y que si un adulto que no conoces te invita a su casa lo mejor es decir que no y contarles después a tus padres. No digo que el Sr. Bloom sea necesariamente un pedófilo, porque no hay razones para pensarlo, pero podría serlo, y un programa que “prepara para la vida” debería enseñar a los niños a lidiar con ese margen de duda. Insisto, el programa no lo hace y eso no está ni bien ni mal. No hay que censurar al buenazo del Sr. Bloom (esta palabra, bloom, está cargada de connotaciones sexuales que me ahorraré en beneficio del lector y que convierten el apellido de este personaje en una pésima elección). Corresponde a los padres poner esa parte educativa que le falta al programa, pero ocurre que en ocasiones andamos muy ocupados pensando en otras cosas, como en la matrícula del círculo infantil, o en el reguetón, etcétera.

Ojalá que nunca suceda, pero si de aquí a unos años aparece entre nosotros un pedófilo y secuestrador de niños, de esos que van por la ciudad manejando una camioneta, algún periodista avispado lo bautizará atrevidamente como El Vendedor de Asombros.

El Vendedor de Asombros es el protagonista de una canción escrita por Ada Elba Pérez y popularizada por Liuba María Hevia. Uno, cuando escucha la canción, se lo imagina como un tipo misterioso, que va de pueblo en pueblo montado en un tren cargado de maravillas que atraen a los niños. La cuestión se complica en la quinta estrofa, que dice así:

El vendedor de asombros

tiene un cañón

que cuando se le aprieta

el disparador

arroja caramelos

en chaparrón.

En esta estrofa tenemos un símbolo fálico (el cañón), un tipo de manipulación (se aprieta el disparador) y un clímax eyaculatorio (arroja caramelos en chaparrón). Estoy seguro de que Ada Elba Pérez no intentó sugerir que el Vendedor de Asombros tenía la costumbre de masturbarse delante de sus clientes, pero la estrofa permite ser leída de esta manera por su desacertada elección de palabras. Claro –dirán algunos–, el problema no está en lo escrito, sino en la manera en que es leído, es decir en el receptor, que probablemente sea un depravado y por eso lo interpreta todo desde su lógica retorcida. Puede ser. No obstante, una canción infantil no debería admitir semejante lectura, y en este caso la implicación sexual es tan evidente que no hace falta un curso de Semiótica Avanzada para reparar en ella.

Esta clase de problemas no solo lo ofrecen las canciones, sino que va mucho más allá. Por ejemplo, si uno es padre de un niño pequeño sabe que en algún momento deberá afrontar el dilema del Ratoncito Pérez. Hay dos opciones. La primera: a tu hijo se le cae un diente y no haces absolutamente nada aparte de guardarlo o echarlo a la basura. La segunda: a tu hijo se le cae un diente y le cuentas que si lo pone debajo de la almohada, el Ratoncito Pérez vendrá por la noche, se llevará el diente y le dejará una cantidad X de dinero. Hay una canción sobre esto, y su estribillo dice así:

Vino el Ratón Pérez y se lo llevó.

Y mucho dinero él me dejó.

Porque el Ratón Pérez

le compra los dientes

a los niños buenos

buenos y obedientes.

Si te decantas por la segunda opción, debes saber que los niños poseen la habilidad de preguntar muy desarrollada. Sus dos palabras preferidas son “por” y “qué”. “¿Por qué el Ratoncito Pérez tiene mi apellido?”, me preguntaría mi hijo. Yo podría responderle que nuestro apellido es del montón, o bien que el Ratoncito Pérez es familia nuestra. No lo duden: a cualquiera de estas dos preguntas le seguiría otro “¿Por qué…?”. Sin embargo, la pregunta del apellido, más las otras que se desprendan de esa, serían fáciles de responder comparadas con otras. Uno, como padre precavido que es, empieza a imaginar posibles preguntas y, enseguida, descubre que está en aprietos.

¿Qué hace el Ratoncito Pérez con ese diente que se lleva? ¿Para qué lo necesita? ¿En qué lo emplea? ¿Él y otros ratones se dedican a fabricar botones de nácar con los dientes de nuestros hijos? ¿Existe un mundo de los ratones, donde los dientes se intercambian por comida y refugio? De ahí a imaginar a cuatro ratones sentados alrededor de una mesa de póker en la que se apuestan dientes de leche hay solo un paso. Cuando uno se para a pensarlo, da un poco de miedo, más miedo incluso que el Vendedor de Asombros o la canción de la manito quemada.

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