Ha vuelto. Ni ella misma puede creerlo. Le ha tomado ¡veintisiete años!… Cuando se enteró que la vía férrea atravesaría su casa, la que había levantado su padre en el santiaguero poblado de Boniato, sintió que la arrancaban de raíz.
Había que empujar la verja, tomar el sendero. Allí asomaba la majestuosa casona de tres corredores. La cocina infinita. Los closets de cedro. Las lámparas, los muebles, el estilo…
En apenas seis meses, apenas unos metros más allá, tendrá otra vez su vivienda… le aseguraron a finales de los ochenta. Los buldócer escarbaron la tierra, pero aquella promesa atravesó un camino inenarrable de burocracia y desidia.
Solo la poesía ―tenaz, vislumbradora― podría describir aquella sajadura: “¿Qué quieren esos hombres con sus torsos desnudos ⁄ y sus picas en alto? ⁄ ¿Qué buitres picotean mi cabeza?⁄ ¿De qué fiera el colmillo que me clavan?⁄ ¿Qué pez luna se hunde en mi costado?”.(1)
Cuando Nancy dijo que trabajaría fuera del hogar, los verdes ojos de la abuela le atravesaron. Nadie se atrevía a desafiarla; mas la estirpe de los Ravelo y los Nariño de su propia sangre, llegaba de Venezuela, de República Dominicana con aliento de libertadores. Y la joven se lanzó a buscar su destino.
Perdió los apellidos entre los niños que enseñó a leer durante cuarenta años, entre los alumnos que les llevaron a sus hijos de vuelta. Se convirtió en La señorita Nancy, de una vez y para siempre.
No le tocaron las grandes escuelas ni los barrios más favorecidos; pero eso nunca le arredró. Cuando hacía falta, ayudaba a los alumnos de su propio peculio, como algo natural, sin que se dieran cuenta. “Dar alegría a los demás, es la mayor alegría que uno pueda tener”, afirma.
Nunca la vi llegar tarde, no se lo hubiera permitido. Los cuadernos y los libros de su aula, permanecían impolutos. La sobriedad de su atuendo, sobrecogía, y la mirada recia. La estoy mirando…
La señorita Nancy no estuvo sin techo durante su larga espera, no podrá decirse eso. Se le asignó una vivienda provisional junto a su hermana, solo que aquella casa no olía igual, no había marcas ni agonías en la madera. Era una casa clavada en el aire, una casa sin fin.
La nueva casa que ¡al fin! le han construido es confortable, es amplia, es obra de estos tiempos. Desde su ventana asoma el metal que se alarga y retuerce. La nueva casa está en el lugar que siempre quiso, pero es otra; ella también. A los 83 años, solo la sostiene la fe.
¡Veintisiete años! Le robaron el tiempo, le secuestraron los recuerdos. Una avalancha amenaza con sepultarme cuando tomo su mano. Solo su voz me rescata: “Todavía estoy aquí.
(1) El fragmento pertenece al poema Últimos días de una casa de Dulce María Loynaz.
Excelente crónica, Cedeño
Donde tu pupila se detiene, un haz de luz directo va profundo “alla noce” para hacernos sentir El TODO que te eriza y nos eriza en un espagnol de puro CUBANO que es el idioma que sabe revelar y rebelarnos.
Te quiero mucho, mi REY !
Genial y sensible! Bueno, así es Reinaldo Cedeño y su literatura, ya sea en prosa o en verso, siempre me cautiva…
Bien, como siempre, hermano. No dejar de ser tierna la reseña. Abrazos
Por eso nuestra admiracion raya en el cariño, te dejas querer por esa sencillez que suele ser un lujo que no muchos pueden ostentar.Gracias ya conozco a La señorita Nacy, (nunca la he visto) esta aqui, en esta forma tierna y maravillosa con la que has escrito esta historia. Un abrazo.