El hombre del contrabajo no sabe que ha quedado inmóvil, perpetuado entre los marcos invisibles del plano. No levanta la vista, apenas cambia la posición de sus piernas, acomoda el cuerpo y continúa como si el mundo no existiera. Permanece absorto mientras, una y otra vez, el hombre de la cámara presiona el obturador.
El hombre de la cámara fotográfica necesita algo más. Le parece interesante que a aquella hora indefinida de la tarde, en un portal sin historia, un hombre se aferre a la lija para tratar de quitarle las arrugas al instrumento. Pero precisa más que aquella tozudez contenida en un plano medio. Quiere atrapar en un primerísimo plano la incertidumbre de si aquellas son las arrugas del contrabajo, o las del luthier.
El hombre del contrabajo, en tanto, sigue haciendo coincidir el pedazo de papel rugoso contra la madera empecinada, y no entorna la mirada, ni siquiera cuando el lente se acerca, desafiante. Pasa la lija y luego pasa la mano callosa que, no obstante, conserva blandas las yemas de los dedos y todavía sienten. Roza levemente la superficie solo para confirmar que no ha terminado.
El hombre de la cámara no quiere pronunciar palabras porque sospecha que al hacerlo rompería el conjuro. Todavía no es la imagen que busca, mas cree que en algún momento llegará el premio a su paciencia. La fotografía, piensa, a veces es un ejercicio de rapidez ante lo fugaz, pero otras es de espera, ante lo definitivo.
El hombre del contrabajo no sabe nada de música. Mirado desde la distancia de un plano general, parecería, sin embargo, que sí, que desentraña el amasijo de las claves de sol y las corcheas dibujadas sobre el pentagrama, que puede hilvanar una nota y otra, y otra. Pero no. Digamos que puede bailar, eufemísticamente hablando puede bailar, puede mover los pies, pero sin mucho ritmo, digamos que es una especie de sordo musical. Aprendió el oficio de reparar instrumentos, pero artista no es.
El hombre de la cámara tampoco sabe de música, ni de reparar instrumentos, ni de sentir bajo los dedos el alma de un contrabajo, mas tiene la convicción de que es artista. Dispara y mira con insistencia el display de la vieja Canon que lo acompaña desde hace tanto y, acaso, se detiene un segundo para acariciarla, cuando vuelve a la carga, a apretar el obturador. Se mueve, cambia de ángulo, toma distancia, regresa.
El hombre que lija el contrabajo no conoce la diferencia entre una negra y una blanca, a no ser cuando se trata de mujeres. En el pasado debió tenerlas, de todos los colores. Pero eso fue antes. Ahora se conforma con las curvas del contrabajo, que yace en el piso, soportando el papel rugoso contra su piel, porque dicen, la belleza cuesta.
El hombre de la cámara se da por vencido y la apaga. Rumia en silencio la frustración de no tener la imagen que buscaba y ya se va a un plano general cuando el luthier pasa una mano por la cintura del contrabajo y con la otra le sostiene el cuello, lo levanta del suelo, lo aprieta contra su pecho, y por primera vez en su vida siente que entiende la música, que le entran los acordes desde la planta de los pies y baila, baila, baila… Un contrabajo es una mujer, en alguna parte, alguna vez.
El hombre del contrabajo baila y el hombre de la cámara lo mira, sin apretar el obturador.