Le sucedió a un amigo mío, en Santiago de Cuba. Un amigo escritor. De los que, sin excesiva vanidad, cree de veras en el valor de la letra impresa. Y más cuando es la suya.
Pudo sucederle a cualquiera. A fin de cuentas, todo el que haya publicado un libro, o un artículo en alguna revista –no importa si de literatura o de geodesia y cartografía– no escapa del riesgo.
Pero fue a él. Y mi amigo suele tomarse las cosas a pecho.
Resulta que compró un cucurucho de maní de a peso, cerca de la Plaza de Marte, y cuando terminó con el último grano –por pura acción mecánica– rompió el cucurucho y desplegó la hoja.
Una hoja impresa.
La hoja de un libro.
De poesía.
Suyo.
Todavía con restos de maní en las manos, dio media vuelta a toda velocidad y encaró a la vendedora. La pobre señora, sorprendida en un banco de la plaza, no atinó a responder su pregunta. Su asalto.
De dónde había sacado el libro para hacer los cucuruchos. Su libro.
—Ay, mijito –le dijo–. Lo encontré por ahí.
Todavía ofuscado, mi amigo se dio cuenta de lo inútil de su pesquisa. Contó del uno al cien y sintió cómo las orejas se le enfriaban. Aun así, pensó preguntarle a la mujer si, al menos, había leído sus poemas antes de convertirlos en conos de papel. Pero el sentido del ridículo lo detuvo a tiempo.
Dos cocotazos para su orgullo en el mismo día hubiesen sido demasiados.
Luego, en la noche –me contaría más tarde–, intentó ver las cosas de una manera más “constructiva”. Pensó que si la vendedora, o quien le dio su libro a la vendedora, no se hubiesen leído su poesía, siempre cabía la posibilidad de que –como había hecho él mismo– algún comprador abriera el cucurucho, descubriera su poema y lo leyera.
Incluso, podía ser que ese acto fortuito alentara al inesperado lector a buscar otros poemas. Suyos o ajenos. En otros cucuruchos o en los propios libros.
Ese pensamiento le reconfortó el ánimo y pudo dormir tranquilo.
Al otro día, sin embargo, al pasar cerca de un manisero no pudo resistir la tentación. Compró doce cucuruchos y se los comió uno detrás de otro, solo para ver qué libro había sido el “escogido”. Qué páginas terminaron siendo reutilizadas en virtud de la gastronomía popular.
Había de todo un poco. No poemas suyos, que hubiese sido el colmo, pero sí narrativa –incluyendo una página de una reciente reedición de Carpentier que mi amigo conocía– y también parte de un ensayo sobre artes plásticas, de un libro de física y dos poemas que no logró identificar en ese momento.
Terminaron siendo versos de un poeta conocido, con quien había compartido en eventos y talleres literarios y que había sido publicado por la editorial de Las Tunas.
Pero eso lo supo después. Cuando volvió a encontrarse con el poeta y este le regaló su libro autografiado como recuerdo de una “amistad labrada en los lances de la literatura”. Entonces leyó de nuevo aquellos poemas y, como cuando los encontró en el cucurucho, no le gustaron.
Sin embargo, ese no era el asunto.
El asunto era que un escritor, por bueno o malo que fuera, no publica para que sus palabras terminen enrolladas en un cucurucho de maní. Para posibles comensales y no para posibles lectores. Al menos eso pensaba él.
Decidió hacer una investigación. Exhaustiva. Y convenció a varios de sus amigos, entre ellos a mí, para que lo ayudáramos. Aceptamos divertidos.
Durante un mes le entregamos cuanto cucurucho de maní compramos por las calles. Después de comernos el maní, por su puesto.
Algunos se lo tomaron en serio y pusieron en sus manos una cantidad considerable de hojas impresas. Estrujadas o rotas, pero legibles.
Los maniseros debieron sentirse muy felices en aquellos días.
Al final, sumados los que mi propio amigo compró en diferentes lugares de Santiago, recopilamos más de doscientos cucuruchos.
—Qué manera de botar el dinero –se lamentó uno de los recolectores voluntarios–. Debimos habérnoslo tomado en cerveza.
Pero mi amigo estaba exultante. Cuando terminó de leer cada uno de los cucuruchos, nos convocó a su casa para informarnos los resultados. Fuimos casi todos, intrigados.
—No publiquen una palabra más –nos dijo con sarcasmo– a menos que quieran terminar en un cucurucho.
Según su exploración, tres de los que se sentaban en su sala habían “donado” páginas a los vendedores de maní. Él mismo había encontrado otros poemas suyos en los cucuruchos de un manisero de Ferreiro. Yo me libré, quizá, porque nunca había publicado poesía.
—¡Qué va –rectificó mi error–¡ Los maniseros no tienen bandera a la hora de escoger.
En efecto, como en aquellos doce cucuruchos que compró –y se comió– en su primera indagación, mi amigo descubrió en su “nueva muestra” una sorprendente variedad literaria.
Los libros de las editoriales territoriales parecían ser los favoritos. También los viejos volúmenes de Marxismo y Economía Política. Y los libros de texto ya en desuso por el sistema educacional.
Había, no obstante, verdaderas joyitas.
Entre los ejemplares más “exclusivos”, mi amigo encontró –en algunos casos luego de un meticuloso cotejo– páginas de Milán Kundera –de una edición española de La broma, irónicamente–, de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata; de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaños; y de Las partículas elementales, de Michel Houellebecq.
También halló páginas de clásicos como El Quijote, La Odisea, El Satiricón y Romeo y Julieta, además de Por quién doblan las campanas, de Hemingway, y Claudio, el Dios, de Robert Graves.
De Cuba, descubrió partes del teatro de Virgilio Piñera, poemas de Botti y Lezama Lima, fragmentos de ensayos de José Antonio Portuondo, y una reciente compilación de artículos periodísticos de la época republicana.
Carpentier había “aportado” páginas de varias de sus novelas.
No pocos conocidos de las más jóvenes “huestes literarias” santiagueras, también terminaron “antologados” en los cucuruchos.
En total, más de cien autores entre cubanos y extranjeros, vivos o ya fallecidos, famosos y desconocidos, de literatura científica o de ficción.
—Toda una biblioteca –dijo mi amigo como conclusión. Descorazonado.
Luego nos comunicó que, preguntándole a los vendedores, supo del origen del material cucuruchil. Algunos libros, nos dijo, eran de los propios maniseros, pero la mayoría los habían comprado barato en librerías del Estado –de ahí la preminencia de las editoriales locales– o los habían recibido como regalo.
Un vendedor, de los que se atrincheraba en el Parque Céspedes, le contó que un desconocido se le acercó un día y le propuso regalarle buena parte de su biblioteca personal. El hombre fue con un primo y una carretilla.
Otro le dijo que había pasado por una escuela y vio que estaban botando libros de diferentes asignaturas. Recogió todos los que pudo y luego volvió varias veces hasta llenar algunas cajas.
Una tercera le comentó que sus vecinos, solidarios, le regalaban todas las semanas libros y revistas –algunos recién comprados– y que, como recompensa, ella les ofrecía cucuruchos de maní “más cariñosos”.
Mi amigo sentenció que, definitivamente, Dios le daba barba a quién no tenía quijada.
Esa noche la terminamos comprando ron en el barrio y brindando a la salud de los maniseros.
—Y de los compradores de maní, que no saben el tesoro que tienen en sus manos –agregó mi amigo.
—Y de los que sí lo saben –remató alguien.
Todos reímos, ya con algunos grados de alcohol en vena.
Mi amigo pareció olvidarse del asunto durante un tiempo. Se dedicó a su poesía y, que yo sepa, no volvió a comer maní. Pero después de un viaje a La Habana regresó preocupado. No tardó mucho en desembuchar el motivo.
Sentados en un banco de la Plaza de Marte –allí donde había empezado todo– me dijo que en la capital los maniseros no usaban hojas impresas para hacer sus cucuruchos.
—Usan de las blancas, compadre –me reveló desconcertado–, de las buenas. Con el trabajo que pasamos acá para conseguirlas.
Me comentó que, atónito, había intentado saber cómo los vendedores conseguían las hojas. Pero los maniseros lo miraron desconfiados y no soltaron prenda.
Su acento santiaguero, suponía, alimentaba la posibilidad de que los vendedores lo confundiesen con un policía.
Para superar este inconveniente, planeaba involucrar a unos parientes habaneros en la pesquisa la próxima vez que visitara la capital.
—Porque si terrible es que se cojan libros para hacer cucuruchos –me dijo entonces–, más terrible es que se empleen hojas buenas para eso. Hojas que se pudiesen usar para hacer libros.
Quise decirle que para hacer libros con los que luego pudiesen hacerse más cucuruchos. Cucuruchos más cultos.
No lo hice porque me pareció cruel. A fin de cuentas, ya les dije, mi amigo es de los que se toma las cosas a pecho.
Solo le deseé suerte en su nueva investigación y le dije que cuando tuviese alguna conclusión me contara.
Desde entonces, no hemos vuelto a hablar de los cucuruchos. Él no me ha dicho nada y yo no le he preguntado. Pero cada vez que compro maní en la calle me acuerdo del asunto.
Un día de estos le pregunto.
Resulta poético en si mismo el descuartizamiento alevoso de los libros de poesía por parte de los maniseros. Una pequeña lección de humildad para los escritores con ínfulas de grandeza. No estoy aludiendo a nadie en general. El libro tal cual es un objeto venerable que se vacía de contenido si se deja empolvar en una estantería sin ser manoseado. En lo particular me parece bien. Es otra manera de reciclar y ser consecuente desde el punto de vista ecológico.
bueno pues que se va a hacer, que se les va a pedir a los maniseros, acaso se pudiera regular en las licencias que se le otorgan la prohibicion de utilizar hojas de libros, u hojas blancas porque sirven para hacer libros, y que los inspectores se encarguen de que estas regulaciones se cumplan. Pues se me ocurre interesante, y me voy a ocupar de ello, averiguar antes cuando no habian estas carencias que papel utilizaban los maniseros, que por cierto eran abundantes en en el malecón por las noches, lo dificil será encontrar alguno que viva todavia, quizas por facebook se podria localizar alguno, y les pregunto, si logro saberlo como me comunico para que siga completando su investigacion y conozca cual era el material que antes se utilizaba.
Jajaja, muy bueno esto