Palabras olvidadas

Foto: Desmond Boylan

Foto: Desmond Boylan.

Hay un pasaje de Marcel Proust que me recuerda a mis tías abuelas: el narrador de En busca del tiempo perdido describe, con delicioso énfasis, los giros arcaicos de la conversación de la duquesa de Guermantes. Mis tías no eran mujeres ilustradas ni aristocráticas, pero usaban un vocabulario extraño y elegante.

Aquellas palabras suyas se me presentan asociadas a objetos extraviados del siglo XIX. Algunos entendidos pretenden que la centuria acabó de veras al principio de la I Guerra Mundial, y yo también lo creo. La más joven de mis tías nació en 1912. Ellas recibieron una educación decimonónica.

Recuerdo que decían “chinelas”. Mi idea de la chinela es una chancleta de tela gruesa, cerrada por los dedos; había algunas en un armario de zapatos viejos. Para mis tías cualquier par de chancletas plásticas eran chinelas. Solían enfatizar la “ch” al decirlo: sshinelas… No he visto caminar a nadie más con la anticuada intimidad de esa palabra.

Cuando mis hermanos y yo íbamos a clases, no salíamos hacia la escuela, sino al colegio. Siempre dijeron “colegio”. Sé que el término se usa frecuentemente en otros países hispánicos.  Procede del latín. Solo me parece raro que jamás dijeran “escuela”. ¿Les parecía vulgar?

“Hereje” fue el insulto favorito de ellas, y remite sin duda a la Inquisición. Decían “hereje” con una vehemencia de hoguera, cuando algún gesto parecía inadmisible o desnaturalizado para sus sensibilidades arcaicas. Vestigios de aquel terrorífico apelativo hallé hace poco en un pueblo aislado del centro de la Isla. “Yo tenía unos sobrinos que eran herejes” –contaba la vieja tía de alguien de mi edad–, “y así estaban hasta que los llevé a bautizar”. “¿Tú eres católico?” –preguntó la señora. Tuve ganas de decirle que no, que era hereje, hereje olvidadizo de tantas palabras de pátina cobriza.

Por último, tengo nítida memoria de que mis tías acostumbraban a decir “esencia” por “perfume”. ¿Perfume es una palabra muy francesa? Una fragancia casi diluida de una antigua “esencia” conservo en un frasco de vidrio azul que les perteneció. Un verdadero “frasco de esencia” se me presenta con un prestigio alquímico que no tiene ningún “pomo de perfume” al uso.

Hace pocos años conocí a una anciana que se despedía diciendo “abur”. Murió poco antes de cumplir el siglo y recordaba, entre tantas estampas de la primera mitad del siglo XX, el estrepitoso paso de los tranvías por las callejuelas de Camagüey. Como Marcel, yo “la escuchaba casi con la tranquila despreocupación que tenemos cuando estamos solos, con los pies sobre los morillos de la chimenea, como si estuviera leyendo un libro escrito en lenguaje de otro tiempo”. Al despedirme le dije: ¡abur!

Hay palabras que se despiden con la gente y no retornan.

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