A Lisandro Otero, el hijo, lo conocí –lo leí– primero como novelista. Fue a inicios de mis años en la universidad, en una etapa de avidez incontenible por la lectura, de descubrimiento de muchos autores, sobre todo cubanos y latinoamericanos, más allá de los clásicos estudiados previamente en las aulas.
No recuerdo cómo cayó en mis manos La situación, la novela con la que ganó el premio Casa de las Américas en 1963, la primera de una trilogía con Luis Dascal como protagonista, que luego completaría con mis lecturas de En ciudad semejante y Árbol de la vida.
Por el camino también leí, no preciso si antes o después de la trilogía, Pasión de Urbino –la novela responsable de su polémica con Cabrera Infante y su exquisita Tres tristes tigres— y Temporada de Ángeles, mi favorita por el minucioso retrato que hace de la Inglaterra de Oliver Cromwell. Y por el camino también supe, estando todavía en la universidad, de su amplia e intensa labor periodística, dos adjetivos nada gratuitos en su caso.
En Otero (La Habana, 1932-2008), el periodista da paso al escritor, aunque no se eclipsa por completo. Tenía, claro está, un ejemplo demasiado cercano en su padre, Lisandro Otero Masdeu, apreciado por su labor periodística en la primera mitad del siglo XX y a quien el tiempo ha opacado, inmerecidamente, con la sombra de su hijo.
Otero Masdeu tuvo en los años 40 su época de mayor reconocimiento, en la que ganó con sus textos varios de los principales premios gremiales de por entonces: el Juan Gualberto Gómez, el Enrique José Varona y el Justo de Lara; y en la que impulsaría la fundación de la Escuela Profesional de Periodismo “Manuel Márquez Sterling”. Pues precisamente a fines de esa década, su hijo se iniciaría como periodista.
Fue en 1949 que el todavía adolescente Lisandro Otero González publicó su primera crónica en el periódico El país, sobre el compositor alemán Handel. Sería ese el comienzo de su trayectoria como crítico y cronista cultural, un perfil que mantendría durante toda su vida.
Dos años después, en 1951, entra a la revista Bohemia por la puerta grande, con una entrevista nada menos que al célebre compositor ruso Igor Stravinsky. Pero en esa publicación cambiaría de cauce, primero como corresponsal en México, luego en Europa y finalmente a África, donde cubre la guerra de liberación de Argelia contra Francia. Su reportaje Lo que yo vi en Argelia” le valdría el premio nacional “Juan Gualberto Gómez”, que antes ya había ganado su padre.
De regreso a Cuba, se mantendría vinculado con El País y con Bohemia, en la que formaría parte del equipo de la sección “En Cuba”, que dirigía Enrique de la Osa. Además, escribía en el Diario Nacional la muy leída columna “Menú” y colabora con el periódico Revolución, órgano del movimiento revolucionario 26 de Julio, del que sería miembro.
Tras el triunfo de la revolución de 1959, su labor periodística también sería intensa. Se mantendría en Revolución, sería jefe de redacción de La Gaceta de Cuba –la publicación de la recién fundada Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC)–, y dirigiría las revistas Revolución y Cultura y Cuba, en la que, apunta Ciro Bianchi, impuso un estilo de trabajo en el que no se hacía periodismo, se vivía.
Además, a la par de su creciente obra literaria, también publicó libros con textos periodísticos, y a fines de los años 70 se desempeñó como director de prensa en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba.
Ya a mediados de la década del 90, pasaría a México y trabajaría en el periódico Excelsior, en el que ejercería la dirección editorial y colaboraría como articulista. Además, dirigiría suplementos y fundaría la revista cultural Arena, además de trabajar en la Organización Editorial Mexicana, para la que escribía un artículo diario, incluidos sábados y domingos, ya en la primera década del siglo XXI, en la que moriría.
Según recordaría Ciro Bianchi, Lisandro Otero “no vio dualidad entre periodismo y narrativa. De hecho, muchas de sus novelas partieron de una indagación periodística, y la literatura, por otra parte, le ayudó a practicar un periodismo más observador, profundo e intenso. Cuando le preguntaron que, si no lo agotaba el ejercicio diario del periodismo, dio una respuesta tajante: ‘Uno solo se agota cuando acomete tareas que le desagradan'”.
Les dejo entonces con un texto de su autoría dedicado a ese otro gran narrador y periodista cubano que fue Alejo Carpentier, un retrato breve pero intenso de quien como él, nunca vio un divorcio entre el periodismo y la literatura, y apostó siempre por hacer crecer a través de la palabra.
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Carpentier cumple 100 años
El pasado domingo 26 de diciembre se conmemoró el primer centenario del natalicio del gran escritor cubano Alejo Carpentier. Fundador de la nueva literatura latinoamericana, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar no habrían podido realizar su obra si Carpentier no hubiese realizado la suya primero. Fue él quien primero descubrió los componentes maravillosos en la historia y la naturaleza americanas, el primero que advirtió que en lo cotidiano existían elementos prodigiosos, que la magia subyacía en cada ángulo, en cada suceso del fascinante nuevo mundo.
Carpentier realizó el hallazgo de un lenguaje nacional, distanciado de lo vernáculo, se percató de la necesidad de una expresión nativa sin incurrir en el folklorismo pedestre o la sumisión a la dictadura del pintoresquismo, que comenzaba a ser rechazado en aquellos tiempos de exploraciones estéticas. Carpentier no aceptó el decorativismo, el delito estético de utilizar trucos fáciles y estereotipos consagrados por el uso. Para él el acto de la creación debía estar inmerso en un desenfreno imaginativo, en un proceso de ferocidad que arremetiese ávidamente contra el objeto del deseo, en una metabolización de la alegoría, en una apreciación de la áspera poesía visual de los arcanos.
Tinta añeja: el periodismo real y maravilloso de Alejo Carpentier
Carpentier siempre antepuso los espejismos delirantes a los ritos congelados. Así procedió en sus letras, así exigió que fuesen los productos del consumo espiritual: enseñó a respetar la verdad. Su pertenencia al Grupo Minorista le dejó un abordaje al cubismo en pintura, la poesía de vanguardia, las modernas tendencias musicales, pero se ignoraba el surrealismo en el instante de su plenitud. La preocupación esencial consistía, entonces, en “plasmar lo nacional”, pero a la vez se quería alcanzar una dimensión universal, extraer a Cuba de su insularidad.
Al establecerse en Europa se identificó con el surrealismo que le enseñó a ver texturas, aspectos de la vida americana que no había advertido, los contextos: telúrico y épico-político. Al surrealismo le debió el aprendizaje del arte de las correspondencias: hallar lo que de general hay en lo particular, subrayar lo universal en lo nacional, establecer vínculo entre los denominadores comunes. Se percató que no aportaría nada al surrealismo, rechazó la fabricación en serie de maravillas, los “códigos de lo fantástico”, la burocratización de lo imaginativo y se dedicó a leer todo lo que podía sobre América, desde las cartas de Cristóbal Colón hasta el Inca Garcilaso. América se le presentaba como una enorme nebulosa, que trataba de entender. Al final del prólogo que escribió para la primera edición de su novela El reino de este mundo, Alejo Carpentier presentó su teoría de lo real maravilloso, patrimonio de la América entera, donde todavía no se había terminado de establecer un recuento de cosmogonías.
Carpentier fue, también, un hombre arraigado en su tiempo de conmociones políticas y sociales. Tuvo que emigrar debido a su resistencia contra la dictadura machadista de los años treinta. Asistió al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Madrid, en 1937, en defensa de la república española, junto a Malraux, Hemingway, Ilia Ehrenburg, Tzará, César Vallejo, Antonio Machado, Alberti y John Dos Passos. En 1959, al triunfar la revolución cubana, vivía en Venezuela y regresó a su país de origen para ponerse al servicio del nuevo movimiento de renovación social.
La contemporaneidad de Alejo Carpentier no sólo se define por su compromiso con las grandes corrientes políticas y estéticas de su tiempo, también puede apreciarse por su temprano uso de las modernas técnicas de comunicación. En Francia se vinculó a la radiofonía que comenzaba como un modernísimo medio de comunicación en los años veinte. Laboró en los primeros experimentos de grabación del sonido en hilo y en disco de acetato. Junto a Edgar Varese exploró la música electrónica. Trató de crear una preceptiva de la radio y escribió en Cuba, Venezuela y Francia libretos de programas radiofónicos.
Alejo Carpentier experimentó esa curiosidad inagotable por cuanto acontece que caracterizó a los genios del Renacimiento. Por sobre todo lo demás Carpentier enseñó a estimar la revelación poética, la apreciación apasionada, la invención proscrita, el develamiento milagroso. Al cumplirse su centenario se reafirma lo mucho que le debe América toda a este visionario de las letras, al adelantado de la identidad, al gran novelista que supo legarnos textos de una delicada textura barroca.
Temporada de Ángeles es en efecto, un minucioso retrato de la Inglaterra de Oliver Cromwell, pero es mucho más que eso. Es una profunda meditación sobre el poder político.