Sergio Carbó es sin dudas uno de los grandes nombres de la prensa cubana de la primera mitad del siglo XX. Dos publicaciones bastarían para consagrarlo como tal: el semanario satírico La Semana, que fundara en 1925 y al que se considera heredero de La Política Cómica, y Prensa Libre, nacido en 1941 y que para no pocos especialistas es uno de los principales periódicos cubanos de la época.
Pero sucede que Carbó (La Habana,1892-Miami,1971) tuvo también una activa vida política, en la que llegó incluso a los principales planos de la Isla y que no puede verse deslindada de su labor periodística. Para él, el periodismo y la política iban de la mano, eran causa y consecuencia.
Hijo de una maestra y un periodista –de casta le viene al galgo–, fue primero maestro de instrucción primaria antes de comenzar a trabajar en El Fígaro y La Discusión. Ese sería el inicio de una meteórico carrera periodística, en la que pasaría a publicaciones como La Prensa y El Día, en el que llegaría a ser editorialista y director, con solo 23 años.
Pero desde entonces, ya estaba involucrado activamente en la política. El perioódico La Libertad, que fundara en 1921, fue clausurado a las pocas semanas por su oposición al gobierno de Alfredo Zayas. Luego, desde las páginas de La Semana –que llegó a alcanzar la mayor tirada entre los semanarios del país– se opuso a la dictadura de Gerardo Machado, lo que provocó más de una vez el cierre de la publicación y, a la postre, lo envió al exilio en España.
De él regresaría en 1931 en la fallida expedición de Gibara, que elevaría su prestigio político y de la que lograría salir ileso gracias a la ayuda del entonces gobernador de Oriente. Tras la caída de Machado volvió a Cuba, retomó la publicación de La Semana y ganó protagonismo en la sublevación de sargentos y soldados del 4 de septiembre de 1933, del que se derivó el efímero gobierno de la Pentarquía.
Convertido en uno de los pentarcas, Carbó ocupó la Secretaría de Gobernación, Guerra y Marina, cargo desde el que ascendió de sargento a coronel y jefe del Ejército al tristemente célebre Fulgencio Batista, lo que terminó precipitando el fin de la junta gubernamental.
Tras dar de lado al llamado Gobierno de los Cien Días, encabezado por Ramón Grau San Martín, y retirarse durante un tiempo de la vida política, regresó al quehacer periodístico con la fundación en 1937 del Radiario Nacional y se convirtió en profesor de la Escuela Profesional de Periodismo “Manuel Márquez Sterling”. Luego, ya en tiempos de Batista presidente, creó Prensa Libre, publicación de de tendencia liberal que se cobijaba bajo el sugerente lema “Ni con los unos ni con los otros: con la República”.
Con esta publicación impondría un estilo moderno y ágil en el periodismo cubano con el que alcanzaría gran popularidad. En Prensa Libre llegaría a sobrepasar los 100 mil ejemplares diarios en sus momentos de mayor auge y en ella se mantuvo hasta el triunfo de la Revolución Cubana de 1959, tras la cual abandonó la Isla.
Entonces, se radicaría en Miami, donde mantendría un espacio radial y donde finalmente fallecería. Pero, más allá de no pocas contradicciones y aspectos polémicos –como su vínculo histórico con Batista, que de sargento llegaría a convertirse en dictador–, su legado político y periodístico ya estaba escrito. De ello da fe su texto “A la salud de Cristo”, publicado en Prensa Libre, el 27 de diciembre de 1944, que le haría ganar el reputado premio Justo de Lara y en el que, con agudeza e ironía, hace un retrato del carácter nacional a partir de las celebraciones de la Nochebuena.
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A la salud de Cristo
En medio de una algazara enrevesada de “congas” y libaciones, la ciudad alegre y confiada que puede gastar dinero celebraba el nacimiento de Jesús. Los hombres, enfundados en su atuendo funeral de rigor: el smoking, que más que traje de fiesta parece un uniforme de riguroso duelo. Las mujeres, amplias de escote, se dejaban besar por el aire fresco de una anticipada Epifanía que esta vez llegaba de la cantina, y que la vez primera vino del desierto.
Con esa ingenuidad patética que procura el alcohol en las madrugadas –la hora extraña en que un ángel despierta en el alma de los libertinos, según dijo Baudelaire–, alguien levantó su vaso de high-ball y musitó, entornados los ojos y trémula la voz: –Señores: han dado las doce. Brindemos una copa por el pobre Cristo, que para eso estamos aquí.
Nadie le hizo el menor caso al arrepentido pecador. Hubo un bisbiseo imperceptible en sus labios como si orase el Padre Nuestro; de sus ojos vidriosos rodó una furtiva lágrima hasta el vaso, y se bebió la lágrima y el vino…
Ilógicamente, inesperadamente, la orquesta rompió a tocar el Himno de Bayamo, dando a la fiesta calidades de fiesta patriótica, como si el Nazareno hubiese visto la primera luz en Cuba. Después continuó la “conga”, confundida con el dulce tañido de las campanas de Noel, campanas lejanísimas, rebosantes de piedad y pidiendo misericordia a lo largo de los siglos. Por la bóveda celeste cruzaron, en caravana deslumbrante, Melchor, Gaspar y Baltasar. El que había brindado rectamente inclinó la cabeza, como en éxtasis. Era el único cristiano digno de la noche maravillosa, y estada en completo estado de embriaguez.
¿Será inoportuno y ridículo, en la época delirante en que se vive, aludir con melancolía al pasado tradicional, pleno de tierna belleza, en que las Nochebuenas tenían otro sentido superior y otra mística, aún dentro de la clásica comilona? La familia reuníase alrededor del piadoso arbolito de Navidad, talismán de compenetración y afecto, y el profeta admirable que nació en el establo llenaba de fantasía el alma de los niños y hacía meditar a los mayores aún entre los vapores de la cena…
Ah, la Humanidad siempre fue licenciosa y alegre, pero había más espiritualidad, más elegancia en los recuerdos, en las ceremonias, en los símbolos inmortales y en las creencias. No es que seamos más malos; pero sí somos más vulgares. Por el camino que vamos llegaremos al colmo de convertir en baile hasta los entierros, y en “arrollar” hasta con ocasión del óbito de nuestros héroes…
He aquí esta Nochebuena: noche de sangre en los campos de batalla donde cientos de miles de hombres caen en el abismo de la muerte, para que nosotros podamos seguir bailando y seguir comiendo lechón en años venideros… Noche terrible, en que la palabra de Cristo es consuelo de moribundos y esperanza de pueblos esclavos, porque la doctrina publicada por el Galileo, de igualdad y de respeto a la personalidad humana, de tolerancia y de cooperación, vivifica el dogma de la Democracia…
Noche navideña en que el cañón homicida no dio tregua a la azulosa tribulación de las madres que esperan, leyendo desesperadas las listas de bajas de los estados mayores, igual que aguardaba María, atravesada por mil puñales, entre las zarzas del Calvario…
Noche ilustrada por la más sublime de las apariciones, en que el Hijo del Hombre vino a decir la única fórmula de armonía, sin la cual serán inútiles las conferencias de la paz: amaos los unos a los otros… Apotegma que flora como un espantoso remordimiento sobre los millares de tumbas de los hijos segados por el odio del Anticristo…
Y esta noche triste, esta noche delicada, nosotros bailamos la “conga” y catamos el licor, mientras allá lejos corre la sangre… ¿Sentimental, acaso ridículo hablar de estas cosas?
Quién sabe. Pero la última Nochebuena, más que el Himno de Bayamo metido a la fuerza en la navidad del Redentor, más que la “conga” estridente, nos queda en el cerebro un rastro indeleble y perfumado: aquel borracho hermano del Buen Ladrón y campeón denodado de las últimas gentilezas de un mundo irredento que al filo de la hora mágica brindó por Cristo con un vaso de high-ball…