Nunca antes las imágenes de una Habana inundada se expandieron con tanta premura, con tanta abundancia, con tanto share en las redes personales y en los canales online de los medios noticiosos. Quizás el espasmo ante los tres fallecidos, quizás la gente ahora con más cámaras -pequeñas, portables, tan de fácil uso que hasta la tímida abuela puede convertirse en reportera intrépida-, quizás el Internet ahora más accesible -escandalosamente caro, pero siempre habrá en este país cinco o diez o cincuenta personas dispuestas a sacrificar su economía doméstica, o bienutilizar los megabites de su trabajo o lugar de estudio, por el bienhacerpúblico de registrar y compartir, lo que resulta imposible a las emisiones televisivas de nuestros noticieros-, quizás ahora con más gente tomándose en serio lo de ser pe-rio-dis-ta, o blo-gue-ro, o ciu-da-da-no-de-bien, o todo cuanto nos hace gente con preocupaciones sociales, muchos quizás podríamos conjeturar para hallar explicaciones a la atención inusitada que provocaron las inundaciones del pasado 29 de abril.
Pero un dato importante escapó: varias zonas de La Habana se inundan a cada rato, con cada diluvio. Las imágenes de apocalipsis, la gente en botes, las casas sepultadas en agua, la gente atravesando las calles a nado, se repiten una y otra vez en varios barrios habaneros. Por ejemplo, el cruce de Manglar e Infanta, una de las zonas más bajas de la ciudad, frecuentemente revive parte de cuanto usted vio los días posteriores al pasado 29 de abril.
La señora que protagoniza el relato del video, vecina del lugar, agotada de las inundaciones que le hacían perder mucho de lo que tenía, tomó una decisión algo radical, grave e hilarante: subir los muebles de la casa a resguardo de cualquier diluvio o colgarlos en las paredes como retratos familiares.