Por estos días el Festival del Caribe debía ser una realidad por las calles de Santiago de Cuba. Delegaciones de toda la región caribeña y más allá debían confluir en la tórrida y empinada urbe oriental, y animar galas, desfiles, exposiciones y conciertos, con la cultura popular como protagonista.
La pandemia no lo ha permitido. Otra vez.
Como en 2020, la populosa y colorida Fiesta del Fuego ha tenido que trasladarse a los escenarios virtuales, ante una funesta oleada de la COVID-19 que golpea con fuerza a toda la Isla y tiene a Santiago como uno de sus territorios más afectados.
Hoy, que la capital santiaguera debía bullir de animación y alegría, de arte y celebración, la mortal enfermedad obliga a cierres y confinamientos, y le niega al evento su esencia misma: el caluroso intercambio entre personas y culturas diversas, el disfrute en vivo y no pocas veces multitudinario de congas y merengues, plenas y corridos, toques de santo y cantos espirituales.
Los organizadores, con la Casa del Caribe a la cabeza, no han renunciado a la realización de la cita ni a su espíritu festivo y unificador, y han apelado a las plataformas online para no perder una continuidad que suma ya 40 ediciones. Es un recurso válido y hasta necesario ―que ha ganado indiscutible relevancia durante la pandemia― para mantener en la palestra un festival que identifica a Santiago en todo el mundo, y que ha sabido preservar un más que merecido sitio de privilegio en el calendario cultural cubano.
Sin embargo, quien ha estado alguna vez en la Fiesta del Fuego, quien ha podido sentir en carne propia su intensidad y pasión, no puede menos que lamentar que las cosas deban ser ahora de esta manera. Que un virus invisible, pero letal, obligue al evento a refugiarse en internet, mientras las calles y plazas santiagueras quedan huérfanas de su añorada musicalidad y color, del desborde de gente de todas las latitudes que se mezclan con naturalidad con los anfitriones y unen la noche con el día en un gran abrazo de pueblo.
Eso es el Festival del Caribe: un gran abrazo que nace desde las raíces mismas de cada país, de cada participante. No es una cita de élites, de académicos y artistas desconectados de la realidad y la cultura profunda de sus naciones. Por el contrario, es esa cultura la que nutre e inspira las creaciones que se exhiben, los diferentes intercambios que animan sus talleres y simposios. Es la base de todo el arte y el saber que se comparte durante los siete días ―siempre del 3 al 9 de julio― por los que se extiende el encuentro.
La Fiesta del Fuego, en condiciones normales ―si es que la expresión conserva hoy su significado de hace apenas dos años―, no es un único evento. Es, en realidad, una sucesión de varios, de muchos, que confluyen al mismo tiempo en Santiago de Cuba con la cultura popular y caribeña como eje central. Algunos duran solo una jornada; otros, varias; pero todos enriquecen desde sus propias manifestaciones y perspectivas el gran caleidoscopio de la cita.
Hay, sí, momentos señalados que nadie, ni visitantes ni lugareños, se quieren perder. Son, sin lugar a dudas, el clímax del “Caribeño”, como llaman muchos santiagueros al festival.
El Desfile de la Serpiente es seguramente el más esperado. En él, durante varias horas, las delegaciones y grupos participantes desfilan por el mismo centro de Santiago, desde la Plaza de Marte hasta el Parque Céspedes, con sus coreografías y evoluciones, con sus trajes, emblemas e instrumentos musicales. Es como un paseo multicultural y multinacional, un pasacalles con toques de tambor y danzas haitianas y mexicanas, con figuras carnavalescas y expresiones religiosas, con invocaciones y cantos y colorido fascinante.
La gente, que abarrota las aceras para ver pasar los artistas, para fotografiarlos y moverse a su ritmo, lo extrañó sobremanera este año, como también extrañó la concurrida ceremonia en el monumento al Cimarrón, en las cercanías del poblado de El Cobre, que reúne a religiosos, especialistas y no creyentes, a santeros, paleros, espiritistas, practicantes de vudú y de liturgias cruzadas con músicos y creadores plásticos, investigadores y población en general, que ascienden hasta los alrededores de la escultura ―obra de Alberto Lescay― para reverenciar el espíritu mágico y rebelde del Caribe.
Y qué decir de la quema del Diablo, en la jornada final del festival, cuando el fuego deja de ser un mero símbolo para iluminar la noche santiaguera ―generalmente en áreas del Paseo de la Alameda, bien cerca del mar― y hacer arder la representación del mal entre vítores de cientos, de miles de personas. Con ello no solo se da por concluido el evento, sino que se destruyen simbólicamente los malos augurios y energías, para que los participantes puedan regresar sin dificultades a sus lugares y puedan también volver a Santiago el próximo año.
Existen, por su puesto, muchos otros momentos dignos de mención, desde la gala inaugural en el majestuoso Teatro Heredia hasta la entrega de la mpaka, objeto ritual de la Regla Conga o Palo Monte convertido en emblema del festival, a figuras reconocidas o representantes de los países a los que se dedica la celebración. O ceremonias mágico-religiosas como la dedicada a la deidad yoruba Yemayá en la playa Juan González. O festejos populares como El Platanal de Bartolo, dedicado a la cultura campesina. O las numerosas presentaciones artísticas en teatros y tarimas callejeras. O las exposiciones plásticas y lanzamientos de libros y lecturas de poesía y eventos teóricos.
Entre estos últimos destaca el Coloquio “El Caribe que nos une”, que cada año convoca a prestigiosos investigadores y académicos de varias naciones, quienes disertan sobre arte e historia, etnología y religión, entre otros temas, y que esta vez desarrolla sus conferencias en el entorno virtual. No faltan tampoco otros talleres e intercambios, en sedes distribuidas por toda la ciudad, desde la propia Casa del Caribe a la Casa de las Tradiciones, el Centro Cultural Francisco Prat Puig y la Casa Dranguet, sede del Centro de Interpretación y Divulgación del Patrimonio Cultural Cafetalero.
Pero incluso en estos encuentros, supuestamente más serios y encumbrados, no falta la praxis, lo terrenal, el espíritu ardoroso y alegre del Caribe.
Escribo y no puedo dejar de sentir cierta tristeza, añoranza por lo que ha sido durante muchos años y ahora no es, por lo que tuve la oportunidad de vivir yo mismo en varias ediciones del festival que tuve la fortuna de cubrir y disfrutar. Porque, aún trabajando, la Fiesta del Fuego es precisamente eso: una fiesta, una epifanía, un disfrute de los sentidos.
Y aunque este año ya no podrá ser, aunque la pandemia nos haya privado nuevamente en 2021 de la celebración directa, presencial, sé que sus llamas se mantienen vivas, crepitantes, en sus protagonistas, en sus organizadores, en Santiago y su gente, a la espera de que la pesadilla de los últimos meses quede finalmente atrás y puedan volver ―ojalá― en 2022 a dar luz y calor a los festejos y a quemar el Diablo en medio de los cantos y los vítores populares.