En 1989 Ernesto Cardenal mostró al mundo su Canto cósmico, “una oración” compuesta a base de cántigas increíbles sobre la creación de las galaxias en la que estaba el átomo, la mano de un dios sensorial, el sexo, el amor, la guerra y la eterna duda del hombre sobre su existencia.
¿Cuál es la importancia de nosotros? Uno que dice: mañana es lunes, hay que ir al trabajo. (…) Después de todo, la vida es un proceso. Todo es un proceso, después de todo.
Eran los tiempos del inicio del fin de la Unión Soviética y también de la Revolución sandinista en la cual Cardenal había ocupado el cargo de ministro de Cultura. Sobre esa etapa escribiría 16 años después, en el tercer tomo de sus memorias: La revolución perdida.
Desde entonces estaba convencido de un criterio que sostuvo hasta que le tocó la muerte este domingo de marzo de 2020: Nicaragua no vivía ya una “revolución”, tampoco era “de izquierdas” ni era “sandinismo”. “Es una dictadura personal de Daniel Ortega, su mujer y sus hijos”.
Sin embargo, no había perdido la esperanza de la justicia y el hombre. El universo ideológico seguía en expansión, su big bang hacía mucho había ocurrido y daba cuentas de ello en todas sus declaraciones y, aun mejor, en sus libros; tal vez con más intensidad en aquel de 1989 donde las preocupaciones estallaron al unísono, lanzando chisporroteantes sus creencias y dudas.
El libro, dijo alguna vez, le había tomado treinta años de recopilación de datos científicos y contaba con la inspiración de Ezra Pound, de quien había aprendido que la poesía debía tratar sobre cualquier tema. Después de tenerlo listo incluso lo puso a disposición de un comité científico alemán para que detuviera cualquier errata.
El poemario pertenece a una época sangrante. Al parecer no había otro modo de recoger el dolor de su espíritu que no fuera mediante la palabra.
Antes del espacio-tiempo, antes que hubiera antes, al principio, cuando ni siquiera había principio, al principio, era la realidad de la palabra.
Esa había sido la máxima. La palabra, porque “todo lo que es pues es verdad”, la palabra “misterio y a la vez expresión de ese misterio”.
Fueron las palabras la que lo arrojaron a la fama. Y no tanto el buen uso de las propias para comunicar su pensamiento, las que recogiera en sus primeros poemarios Hora 0 o Gethsemani Ky; incluso, tampoco las rebeldes que hubiera usado en los tiempos en que colaboraba con el Frente Sandinista de Liberación Nacional para derrocar la dictadura Somoza.
Las palabras ajenas e inconscientes de aquellos que un día había ayudado a formar lo afincaron en la poesía.
Después de haber sido ordenado sacerdote, en Managua, allá por 1965, Ernesto Cardenal y su hermano habían fundado una comunidad cristiana en Solentiname, ese archipiélago entonces de unos mil habitantes, alrededor de noventa familias protegidas en ranchos bastantes dispersos, según contaba.
Los domingos convocaba a reuniones en la iglesia y en esos encuentros, primero vistos con sospecha por los vecinos que nunca habían tenido la asistencia gratis de un sacerdote, se lograron diálogos increíbles que un día el poeta volvió literatura.
Los comentarios de los campesinos eran de tal profundidad, contaba, que poco después decidió grabarlos a instancias del escritor argentino Julio Cortázar.
Así nació, en 1975, El Evangelio de Solentiname, la evidencia de su perseverancia, de su fe humana y religiosa; porque el verdadero autor, escribía, eran el espíritu santo, que cada domingo hacía hablar a aquellos hombres y mujeres, cada uno con una marcada concepción del mundo, de la vida, del amor, de la revolución.
De ese modo, aquellos campesinos de poca cultura, muchos de ellos analfabetos, fueron tomando conciencia y llegaron a verbalizar sus sentimientos, transformándose en maestros del maestro, en filósofos y visionarios de un lugar donde antes no hubo mucho más que naturaleza.
Aquella primera vez que se vio desde la tierra a través de vidrios el cielo, cuando con arena convertida en lente Galileo vio Venus en cuarto creciente y los cráteres de la luna: el mundo mirándose a sí mismo.
La vida en Solentiname era primitiva, pero el pensamiento que brotó de allí contaba con la universalidad de los más grandes filósofos, y Cardenal aprendía de ellos: observaba y vivía y todo eso habría de llegar de alguna manera a sus libros posteriores y, claro está, a este su libro cósmico.
Y los átomos, se juntan los átomos amantes hasta que tantos átomos se han unido que empiezan a brillar y es una estrella. (¿Qué sucede en la unión sexual? ¿Y cómo produce nueva vida?)
El tiempo ha pasado desde entonces, el tiempo que es un fenómeno tan subjetivo como el espacio. A Cardenal se le vio envejecer sin perder la fuerza de sus palabras, sin perder la capacidad de pensar en todo y por todos: ¿Diseñar computadoras más inteligentes que nosotros para que diseñen computadoras más inteligentes que ellas y así en adelante? (…) ¿Y si los seres más inteligentes del cosmos, allá arriba, son supercomputadoras?
En Canto cósmico, escrito cuando Ernesto Cardenal contaba con 65 años, se funden la física, la mística, la teología y la militancia. Pero, por sobre todo, emerge la gran poesía que una vez lo llevó a ser nominado al Premio Nobel y que permite al hombre dibujar con palabras contundentes preguntas ancestrales como esta: ¿Y si el universo entero tiende a ser un solo ser universal?
Belleza!