Era el mes de julio de 1993 y mi padre, Eliseo Diego, sudaba copiosamente. Estábamos él, mi madre y yo en casa de mis tíos Cintio y Fina, en medio de uno de esos implacables apagones que duraban hasta dieciséis horas seguidas, y mi padre no podía hacer nada contra ese calor infernal, sólo sudar y tratar que la desesperación no acabara con su ya frágil sistema nervioso. Alguna leve brisa entraba por el pequeño balcón del apartamento de mis tíos, que trataban, junto con mi madre, de distraerlo un poco, pues se encontraba, además, batallando por salir de una de sus recurrentes crisis depresivas.
Al llegar a casa, recibió una llamada telefónica. Era Roberto Fernández Retamar, amigo de muchos años y vecino nuestro. “¿Dónde estabas?”, le preguntó, agitado. “En casa de Fina y Cintio”, le respondió mi padre, con su voz cansada y jadeante. “¡No te muevas de ahí! —casi le ordenó Roberto—, vas a recibir una llamada de México, muy importante”. Y colgó.
Sonó otra vez el teléfono. Era un miembro del jurado del Premio de Poesía Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo para comunicarle, con mucha delicadeza, que se le había otorgado el prestigioso premio, pero que necesitaban saber si mi padre lo aceptaba. Algo desconcertado por la pregunta y, por supuesto, por la noticia, mi padre dijo que sí, que por supuesto, que era un honor para él. Acababa de cumplir 73 años hacía muy poco (uno más que los que tengo yo ahora…) y temía que el “merecido ascenso” no fuera a llegar nunca. En Cuba había recibido todos los honores, se le conocía internacionalmente pero, aunque siempre fue un hombre muy modesto, sin dudas, deseaba una confirmación mayor, un reconocimiento concluyente de que, en efecto, había estado atento:
No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio. A lo que Dios me dio en herencia he atendido tan intensamente como pude; a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas —oscuras a veces y a veces leves. Conmigo se han de acabar estas formas de ver, de escuchar, de sonreír, porque son únicas en cada hombre; y como ninguna de nuestras obras es eterna, o siquiera perfecta, sé que les dejo a lo más un aviso, una invitación a estarse atentos. A estar, mejor que estuve yo nunca, en lo que Dios nos dio en herencia (Dedicatoria, Por los extraños pueblos, Impresores Úcar, García, S.A., La Habana, 1958).
La noticia de este premio le proporcionó una de las satisfacciones más grandes de su existencia, y así me lo dijo: “Conocer a tu madre y casarme con ella, el nacimiento de ustedes tres y ahora, este premio, han sido las alegrías más grandes de mi vida”.
Pero el premio se entregaba en noviembre, y el calor estaba acabando con él. En México tenía muchos amigos, había visitado varias veces ese hermoso país, era conocido, gracias, principalmente, a la sistemática y amorosa labor de difusión de su obra realizada por el joven editor y gran amigo de mi familia, Diego García Elío, “mi hijo Diego”, como le decía cariñosamente.
Llamó a Diego y Diego se comunicó con otros amigos mexicanos, escritores y profesores de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Uno de ellos llamó a mi padre, que le pidió, casi suplicó, que lo sacara del horno en que se encontraba. “Sí, Maestro —le respondió, con la cortesía natural del mexicano—, no se preocupe. Lo vuelvo a llamar pronto”.
A los pocos días papá recibió la llamada salvadora: “Maestro, solucionado el asunto: está invitado a venir a la UNAM a dar unas conferencias y ya se queda todo el tiempo que desee”. Mi padre, que era un hombre muy serio en su trabajo, tomó su pluma y una de sus tantas libretas de notas y le preguntó: “¿De qué debo hablar?”. A lo que el mexicano, con una voz que sonaba cantarina, le contestó: “¡De lo que quiera, Maestro! ¡Aquí lo esperamos!”.
Llegó a México el 5 de septiembre y dio sus conferencias, las últimas de su vida. Le entregaron el premio el día de la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el 27 de noviembre de 1993, hace hoy treinta años. Entre los presentes se encontraban el gran narrador mexicano Juan José Arreola ––premiado el año anterior y miembro del jurado— y el laureado novelista Gabriel García Márquez, entre muchos otros escritores, artistas, familiares y amigos.
Las palabras de presentación de mi padre estuvieron a cargo de su amigo de la infancia, el poeta y ensayista Cintio Vitier, quien, en 2002, sería el otro cubano en recibir ese importante reconocimiento. El galardón se lo entregó el presidente Carlos Salinas de Gortari. Por el protocolo de ese país, cuando está el presidente de la República en un acto, las personas que hablan o leen deben hacerlo de pie. Todos conocían el delicado estado de salud de mi padre y, por una gran gentileza y de forma excepcional, se le permitió leer sus palabras sentado.
Copio algunos fragmentos del extenso texto leído por mi padre:
Queridos amigos y amigas, hermanos y hermanas:
Hacia el crepúsculo de nuestras vidas comienzan a acompañarnos los recuerdos, como breves ráfagas consoladoras, soplos de dicha quizás. A veces son amargos, y nos reprochan desde el fondo de los años. Aun así, la distancia los amansa un poco, y todo queda como en sordina. Pero de pronto irrumpe algo que nos desgarra la costumbre de vivir. Puede ser una explosión de dicha, como me ha sucedido a mí. Bienvenida sea, digo yo, porque ha roto mi costra de viejo. Sólo los jóvenes tienen el coraje de enfrentarse a la dicha. Doy gracias, entonces, al pueblo de México que ha tenido la generosidad de establecer el que es hoy el más alto y prestigioso premio de cultura de la América nuestra.
(…)
Allí está Juan Rulfo [en su intervención ante los estudiantes de la Universidad de Caracas] en persona, Juan Rulfo vivo, tal como yo había intuido, aunque nunca tuve el privilegio de estrecharle la mano. Taciturno, ensimismado, tímido, riendo a hurtadillas de todo y, ante todo, de sí mismo. Gabriel García Márquez compara con la de leer a Kafka la experiencia de leer a Rulfo, y con cuánta imprevista razón, me parece, Kafka y Rulfo comparten la increíble facultad de poder sonreír ante sus propias creaciones, lo que vale tanto como poder sonreír ante el terror de estar vivo. Pero no es su mirada sobre el horno de la creación lo que me interesa ahora subrayar. Por otra parte, siempre prefirió hacer que reflexionar, y para acercarnos a esa actitud ante estas cuestiones tremendas no quedaría otro camino que volver a los blancos, escuetos, hirientes huesos de El llano en llamas y Pedro Páramo. Esas son sus únicas, terribles respuestas.
(…)
Una última consideración que me parece indispensable. Cada poeta tiene su propia “poética”, y es bueno que así sea, pues, si no, terminarían las sorpresas, y con ellas la poesía misma. La mía es muy simple: uno escribe porque tiene necesidad de hacerlo, y lee porque le falta algo. ¿Qué nos falta? Quién sabe. Cada cual debe hallar su propia respuesta. Pero el principio es válido también para el oficio de escribir. Lo que en una obra es necesario, vale; lo que no, sobra y debemos sacrificarlo sin vacilar. Se trata de algo difícil y sin duda doloroso. Por ahí nos viene el rumor de Juan Rulfo diciéndonos: “no le corté las páginas así, arbitrariamente, no, no fui arrancándolas y tirándolas- fui quitando las explicaciones…”. Ya que escribir no es un placer, sino un trabajo. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, está escrito en el Libro del Génesis. ¿Y acaso los escribas estamos exentos de sudor y de lágrimas?
Amigos y amigas de México, ustedes me han concedido un premio que es para mí un orgullo por el nombre que lleva. Nunca conocí en persona a Juan Rulfo. Quizás si nos hubiéramos encontrado en alguna de las recatadas mesas que solía ocupar en los cafés, nos habríamos pasado la tarde tomando en silencio no sé qué. Él fue un hombre taciturno: yo también lo soy. Pero es precisamente la austeridad de su silencio lo que admiro. Sería absurdo suponer que Juan Rulfo carecía del genio y el dominio del oficio que le habrían permitido escribir diez o quince libros más de excelente factura. Imaginemos lo que le habrían significado en prestigio y fortuna. Pero Juan Rulfo no lo hizo. Se limitó a escribir dos libros. Aquellos dos que tuvo necesidad de escribir. Semejante austeridad es la que me asombra.
(…)
Entre tanto, hombre precavido que soy, he escrito de mi propio puño y letra el necesario testamento. Quizás algún benévolo jurisconsulto que me escuche atrape algún que otro giro protocolar en estas palabras de última voluntad, pues entiendo que existe un lenguaje universal para estas cosas. Con permiso de ustedes, entonces, procederé a leer mi
“Testamento”:
Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;
habiendo llegado a este tiempo;
y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;
habiendo llegado a este tiempo;
y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la sombra;
y no poseyendo más que este tiempo;
no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;
no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
decido hacer mi testamento.
Es
éste: les dejo
el tiempo, todo el tiempo.
La eternidad le llegó apenas dos meses después, el martes 1ro de marzo, alrededor de las 7:30 pm. “La muerte era lo único que faltaba a Eliseo Diego para convertirse en leyenda de la poesía latinoamericana”, fueron las palabras del gran intelectual y poeta mexicano, Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz (Excelsior, 3 de marzo, 1994).