Hace unas semanas, ordenando papeles viejos, me encontré una foto que me reveló una serie de extrañas coincidencias que desconocía y ni siquiera imaginaba, de aspectos muy entrañables e interesantes en la vida y gustos literarios de mi padre. Pero empecemos por el principio.
Eliseo Diego aprendió el inglés desde muy niño, se lo enseñó su madre, mi abuela, Berta Fernández-Cuervo Giberga. Abuela, que nació en La Habana en 1891, había vivido con su familia desde los 4 hasta los 12 años, aproximadamente, en Nueva York. Sus padres eran españoles, su idioma natal era el español, pero el idioma de sus juegos, de su infancia, de sus lecturas, de sus oraciones, era el inglés. Pasaba de un idioma a otro con total naturalidad. Al nacer su primer y único hijo, sintió la necesidad de enseñárselo para poder comunicarse con él de una forma más plena. Y fue por esta razón que mi padre pudo, desde muy pequeño, tener acceso a lo mejor de la literatura para niños en inglés, pues mi abuela le transmitió esa pasión por la lectura.
Uno de los primeros libros que leyó y que lo acompañaron durante toda su vida fue Winnie the Pooh (1926) y The House at Pooh Corner (1928), del escritor británico A. A. Milne (1882-1956). Tanto le gustaron que ya de adulto comenzó la traducción de ambos libros. Lamentablemente, sólo pudo traducir los dos primeros capítulos y parte del tercero del primer libro y varios poemas de los que escribe el osito del segundo. El resto lo traduje yo (los titulé Wini de Puh y La casa en el rincón de Puh), lo que fue un atrevimiento de mi parte pues una de las características de la literatura para niños en inglés es el juego constante con las palabras y el uso del nonsense o absurdo, que hace muy difícil su traducción al español. Además, el osito escribe unos poemas o cancioncillas totalmente enloquecidas, muy simpáticas y tiernas, siempre con una métrica, rima y ritmo muy particulares, prácticamente imposibles de trasladar a nuestro idioma.
El personaje de Wini de Puh y de sus amigos, todos animalitos de peluche, son muy queridos y conocidos en la mayoría de los países angloparlantes, sobre todo en el Reino Unido. Su autor, Milne, comenzó a escribir ambos cuadernos cuando nació su hijo, Christopher Robin (1920-1996), y el personaje del niño, en los dos volúmenes, se llama como él.
Los libros están ilustrados por el gran dibujante y caricaturista inglés Ernest H. Shepard (1879-1976). En este libro, al igual que con los dibujos de Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, de John Tenniel, es imposible separar texto y dibujos. Las ilustraciones son de una gran ternura y belleza, verdaderos poemas que complementan, perfectamente, la narración y establecen un diálogo amoroso entre prosa e imagen. Tanto ha sido el amor de los niños por estos personajes que, incluso, los peluches originales se encuentran en un museo en una dependencia de la Public Library en Nueva York.
Hace muy poco se liberaron los derechos de los libros y una editorial mexicana me pidió la traducción que hicimos mi padre y yo para su publicación. Comencé a revisarla y a buscar datos e información y fue entonces que me di cuenta de raras similitudes relacionadas con mi padre y estos dos libros.
En el prólogo a su cuaderno de traducciones Conversación con los difuntos, mi padre dice: “No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a diario, o en ‘un de cuando en cuando’ que es el siempre de toda una vida. Si la amistad, más que presencia es compañía, también lo serán aquellos otros con quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo inexorables”.
Mi padre, por supuesto, no conoció a Milne ni a su hijo, pero ambos, mi padre y Christopher Robin Milne, nacieron en 1920 y murieron con dos años de diferencia: mi padre en 1994 y Christopher Robin en 1996. En 1926 y 1928, años en que se publicaron los libros respectivamente, los dos niños, el británico y el cubanito, tenían la misma edad y mi padre ya podía leer en inglés. Me gusta pensar que esos libros, que tanto disfrutó, también fueron escritos para él, desde una isla lejana y fría para ser leídos en otra, más pequeña y cálida, separadas por la inmensidad del mar, pero no “por abismos de tiempo inexorables”.
En todo esto pensaba mientras ordenaba mis viejos papeles cuando, de pronto, cayó al piso una foto que no recordaba haber visto nunca, de mi padre muy niño, apenas de un año y unos meses, aproximadamente. A la derecha de la foto, al fondo, se distinguen un perro y la cara sonriente de una joven, que no es otra que mi abuela Berta. Al frente, el niño que fue mi padre se ve con un animalito de peluche casi tan grande como él, en su mano izquierda.
El niño parece estar un poco apurado, como si quisiera alejarse rápidamente de todos con su valioso y nuevo tesoro: un osito de peluche. Al fijarme con atención en el osito, me di cuenta de que es idéntico ─o al menos muy parecido─ a un Teddy Bear, como se les llama en inglés, que más tarde pasó a conocerse como Winnie the Pooh.
Recordé entonces las palabras de mi padre. Y pensé que la amistad no solo se podía encontrar en autores que nunca pudimos conocer y que nos han “agrandado el tiempo”, sino además en cosas más pequeñas y sencillas, como puede ser la relación que se establece entre un niño y su juguete preferido. Ahí estaba, en Arroyo Naranjo, un perdido y humilde pueblito en las afueras de La Habana, el germen de lo que sería, al decir de Humphrey Bogart en aquel memorable final de la película Casablanca, “the beginning of a beautiful friendship” (“el principio de una hermosa amistad”).
En el librero en el que mi padre tenía sus libros más queridos han estado, desde que abrí los ojos a este mundo, esos libros, que también me acompañan, como lo acompañaron siempre a él.
Muy lindo, interesante y emocional, el escrito sobre Eliseo Diego y Winnie Pooh. Gracias a Josefina de Diego por compartir sus recuerdos y sus conocimientos.