I
A la caída del campo socialista, y la consecuente desconexión de los mecanismos de colaboración con la URSS y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), con dramáticas repercusiones para la calidad de vida de los ciudadanos, en Cuba se adoptaron un conjunto de estrategias dirigidas a capear el impacto interno y externo por la vía del turismo y la inversión extranjera.
Economistas de los años 90 solían referirse al turismo con una metáfora de horripilante sabor futurista, al señalar que constituía la locomotora que tiraba del tren. Esto estuvo vigente hasta la emergencia de nuevas alternativas, fundamentalmente la prestación de servicios: el envío al exterior de personal médico y asesores técnicos durante un tiempo limitado, una manera de sacar partido al capital humano acumulado durante varias décadas. La estrategia, a la larga, era bastante frágil por su supeditación a las políticas internas de los países en cuestión.
La inversión extranjera, en cambio, no llegó a constituir un dato duro y definitivo de la economía debido a un conjunto de limitaciones y restricciones internas y externas. Entre estas sobresalen, por una parte, la excesiva lentitud burocrática y las provisiones tomadas para impedir el lavado de dinero. Por otra, el impacto de las leyes que codificaron el embargo/bloqueo durante los años 90 y crearon las condiciones para su extraterritorialidad, desafiada en algunos casos mediante las llamadas “leyes antídotos”.
Ese contexto redundó en la emergencia de un sector empresarial nativo involucrado en las joint ventures y el turismo, frecuentemente transido por un choque entre los valores históricos y los de la lógica del capital. Ello determinó la adopción de un Código de Ética y la creación de la Contraloría General de la República para tratar de poner coto a los casos de corrupción, uno de los problemas de la realidad cubana actual.
En esa época, “mercado” se convirtió en una palabra presente en la realidad y la vida cotidianas, no sin zancadillas y retrocesos. Se produjo la ampliación de las categorías del trabajo por cuenta propia en el área de los servicios a la población, fuente de empleo para un creciente número de personas, mientras el Estado se iba encogiendo. Aparecieron así cafeterías privadas y “vendedores de alimentos ligeros”, que se habían esfumado del mapa desde la llamada Ofensiva Revolucionaria de 1968. También surgieron restaurantes familiares, conocidos popularmente como paladares, y personas rentando uno o varios cuartos de sus casas para los clientes, de preferencia turistas extranjeros, pero no limitados a ellos. Esto marcó otro cambio, toda vez que, a partir de ese momento, el Estado no fue más el único empleador.
Después de haber sido abolidos en 1986, durante el llamado Proceso de Rectificación y Tendencias Negativas, en 1994, en el escenario de la crisis de los balseros (mediante la cual ingresaron a los Estados Unidos alrededor de 35 000 emigrantes, la mayoría personas menores de 35 años), se autorizaron los mercados campesinos, popularmente conocidos como “los agros”, cuyos precios están regulados por la oferta/demanda. Los frijoles, se dijo, eran más importantes que los cañones.
Las inequidades se visibilizaron en el escenario nacional como nunca antes después de 1959. El país se abrió mucho más al exterior, como resultado de los nuevos patrones migratorios (la llamada “diáspora cubana”), que introdujo no solo una nueva dinámica económica por la vía de las remesas, sino también implicó y aun implica la entrada de remesas culturales, que alteran de varias maneras la noción de lo nacional e incluso inciden sensiblemente sobre la conformación de nuevos grupos identitarios.
También aparecieron nuevas estrategias de sobrevivencia, como aquella en la que uno o varios miembros del núcleo familiar deciden emigrar para sostener con sus envíos al resto, como lo documenta el filme Video de familia (2000), del realizador Humberto Padrón. La globalización no es un hecho ajeno a la Isla, a despecho de lo que sugerían y aún sugieren imágenes circulantes en el exterior, sobre todo desde que Wenders decidió viajar a Cuba para filmar su Buena Vista Social Club.
II
Ese es el escenario en el que desarrollan su labor los escritores cubanos de la Isla. Como en muchas otras latitudes, deben lidiar con realidades que les impiden vivir de su oficio, por lo que tienen que acudir a un empleo —edición, promoción cultural u otro, no necesariamente ejercido en la esfera de la cultura— para tratar de hacer su obra.
Varias vallas, sin embargo, se les atraviesan en el intento. La primera, lograr su propia reproducción simple en una economía rota. En otras palabras, lo que todo el mundo: llevar comida a la mesa con las posibilidades que les ofrece su salario en pesos cubanos, en un contexto de carencias y de precios que, a pesar de todo, se disparan en el mercado negro al primer signo de inestabilidad en las importaciones. La pandemia, como era previsible, lo ha empeorado todo.
La segunda, los montos que ofrecen los premios y concursos nacionales. Salvo excepciones, estos no proveen los dineros suficientes como para permitirles sobrevivir de libro a libro, dado el espacio de tiempo que suele mediar entre cada alumbramiento.
La tercera, el público. La existencia de un mercado interno fracturado, como consecuencia de la doble circulación monetaria, complejiza todavía más el problema. El pago por los derechos de autor, siempre por debajo de la línea de flotación, constituye esa espada de Damocles que estará pendiendo sobre él/ella hasta tanto no se articule una economía cuyo principal problema consiste en su debilidad estructural y la no liberación de sus fuerzas productivas.
Los libros tienen que ser adquiridos por ese público sobre todo en sus lanzamientos (moneda nacional), en especial los de autores de mayor demanda.
Sometidas a cualquier cantidad de tensiones, las editoriales cubanas no tienen otra opción que hacer tiradas más bien modestas para distribuir lo mejor posible el escaso presupuesto que les entrega el Estado. La novela y el cuento son los protagonistas por antonomasia de esa historia. Pero entonces se corre el riesgo de que la poesía sea declarada persona non grata por la burocracia, debido a sus bajos niveles de venta.
Se trata de una movida consecuente con el mercado; sin embargo, olvida lo que una vez escribió José Martí: “¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida”.
De lo anterior emerge con mayor nitidez un tema ya mencionado. La obra de los escritores cubanos de la Isla está destinada a un mercado que funciona, abrumadoramente, en pesos cubanos. Eso diferencia a la literatura de otras expresiones artísticas como la música y las artes plásticas, que suelen “tirar” directamente al mercado mundial y a uno interno, pero esta vez gobernado por la “moneda dura”. El financiamiento/subvención de los libros por parte del Estado –una de las herencias de aquellos buenos viejos tiempos, hoy sometida a múltiples tensiones– les ha permitido, sin embargo, disponer de un público instruido, cuestionador, enterado y voraz, tal vez como no existe en ninguna otra nación de América Latina, donde el libro ha devenido un producto suntuario.
Pero “mercado” es una palabra inevitablemente polisémica dentro y fuera del gremio. Para unos, implica concesiones: temas, contenidos, estilos impuestos por las casas editoriales del Primer Mundo, en su afán de decidir/imponer lo “literariamente correcto” o de “marcar” a un país, como lo hace la propaganda turística. Su carácter selectivo no se basa únicamente en la literatura. Para otros, el término no es fatalmente perverso, porque posibilitó el boom de la narrativa latinoamericana de los años 60 –de Julio Cortázar a Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier– y, más tarde, socializó la literatura de Isabel Allende y otros autores que contribuyeron a “desprovincializar” sus respectivas tradiciones nacionales, al colocarlos al alcance de un público transnacional, traducción mediante. También les permitió entrar en los circuitos académicos.
Ahí, como diría Mario Moreno, está uno de los detalles.
Propongo 2 soluciones posibles: pasar toda la producción editorial al libro electrónico; bajo suscripción estilo Netflix, e impresión solo por demanda (POD). En Cuba SI se lee…aunque no sea lo que publica el ICL y las territoriales.
Fuera de los premios literarios en metálico, y alguna que otra esporádica lectura de sus versos, rara vez un poeta cobra por sus publicaciones, porque la mayor parte de las revistas literarias carecen de fondos (ya es casi milagroso que existan). Y mucho menos puede vivir de su obra. Es casi surrealista pensarlo. De modo que no tiene sentido hablar de mercado del libro pensando en la poesía. La poesía no tiene mercado. Sencillamente se vende cada vez menos. Y es un fenómeno que debería preocupar y que nada tiene que ver con la calidad del producto, sino con problemas de ignorancia y desinterés social. Y, sobre todo, vinculado a políticas que llevan de apellido “neoliberales” que dan la espalda al libro y en general a la cultura. En fin, que las palabras de Martí siguen teniendo una vigencia escalofriante.